Luces y sombras de una Isla  »

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"De mi aula yo soy el único que sabe remar", y parece un marinero diminuto cuando se le escucha, tan orgulloso, gigante en su universo infantil, en su océano de apenas cincuenta metros. En su barrio, el Fanguito, hubo un concierto, tan grande como pequeño el escenario, tan extraordinario como común el lugar escogido para celebrarlo, y donde la emoción que cupo en una multitud concentrada en escasas cuadras, presente a pesar de la lluvia, no se alcazará siquiera a sospechar.

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Callejuelas estrechas, niños jugando por todas partes, perros aburridos tumbados a la sombra de algún árbol, o bien alborotando sin ninguna causa aparente, basureros, pajaritos que cantan, gente solícita y afable, o no... Así de diverso y matizado es Romerillo, donde los vecinos se llevan "como hermanos". Así lo dice Jorge Luis, Chicho, habitante de la comunidad, que admira a Silvio Rodríguez por "ponerla como es".

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¿Y ser trovador no es acaso también una manera de ser mago, de ser hechicero? El trovador saca música y poesía de su guitarra y su voz, de sus mundos de inspiración; y crea un clima de fascinación a su alrededor. Al trovador le piden canciones, como al mago números de magia. Ambos practican su arte con igual destreza. Dos actos, un mismo ánimo de satisfacer el deseo colectivo de rendirse al artificio; de ser encantados... con cartas o con notas musicales y palabras.

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Aquí la gente se saluda como si se conociera de siempre; el tiempo se escurre entre labores y charla; y el estado del ternerito "más nuevo" (que estuvo enfermo), la poca lluvia, los pavos que se comen los sembrados del vecino... son preocupaciones comunes. Aquí un olor a verde se respira, se escucha, casi se puede tocar. Y, en las noches, el alumbrado artificial no alcanza, como en las grandes ciudades, a "hacerle sombra" al firmamento.

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Un aplauso final sobrecogedor, sincero, intenso, llevó a Silvio de vuelta al escenario. Y luego otra vez. El aplauso había estado creciendo con cada canción, alimentándose de la atmósfera, de lo que hacían las cuerdas, las voces, el aire en el metal, la percusión... Sonó frente al parque de Jesús María, entre los balcones llenos de espectadores que aplaudían también, rodeados de banderas y carteles.

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Yankiel o Yanaisy es casi solamente un tamaño, un pedacito de algo vivo, una persona poco más que en potencia. Pero ya fue a un concierto. Su madre lo llevó o la llevó con ella, literalmente: nacerá en 4 meses. Un día, en otro concierto, cantará y disfrutará como esta noche lo hicieron con el de Silvio los menos altos del barrio. Presentación de Silvio Rodríguez en el barrio habanero La Corea con el trío Trovarroco, Niurka González, Oliver Valdés, Tanmy y Pura cepa y el poeta Víctor Casaus como invitados.

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Cuenta Jorge que más de una vez alguna anciana, algún señor entrado en años pasa con su bastón y detiene su paso lento ante la fachada de la casa. Entonces, con cierta luz misteriosa que cobran los ojos, y como en medio de un suspiro de nostalgia, le cuenta de tiempos atrás, de baile y ron, de gente aglomerada en la calle, salpicándose de la alegría de las fiestas de María Teresa Vera; como hacía Francisca Couzo, que hoy tiene 95 años.

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Hoy María Victoria sí sabía qué hacer: iría a un concierto, haría todo de prisa para ir a ver a Silvio Rodríguez, ahí mismo, a unas cuadras de su casa, en La Isla del Polvo. Estaría además Frank Fernández, celebrando los cien años del barrio obrero, tocando, sí, Mozart en Pogolotti; estarían también los demás invitados, y sonarían canciones nuevas, y otras viejas tan queridas como si acabaran de nacer. Piano, flauta, guitarra, regalarían melodías de cerca y de lejos. Y la gente haría coros, y estaría entusiasmada, feliz.

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El trabajo de Ingrid es muy serio, todo un trabajo de persona mayor, que requiere altas dosis de responsabilidad y de todas esas cosas que demandan los trabajos serios. Sin embargo; cuando se la ve andar entre tantos papeles, no se puede evitar pensar que se está divirtiendo, tanto como lo hubiera hecho en algún momento de su infancia. Entre sustancias y fibras, revelando segmentos, recreándolos o simplemente aceptando su ausencia, se pasa las horas.

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Entre los placeres más ancestrales está ese de tener un libro entre las manos, de tener contacto sensorial con sus páginas, de recorrer las líneas del texto con la yema de los dedos, escuchando la tinta si tal cosa fuese posible... Por eso, todo cuanto se haga por preservar esos continentes de palabras, hoy presuntamente preteridos por las pantallas de plasma, los iPod, los e-books, inspira, cuando menos, un agradecido cariño.

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…Así nos lo revela Roberto, rechazando la idea de que para un forjador lo indispensable es una musculatura prominente. Según este señor, que lleva décadas en el oficio, la fuerza es importante, pero no sirve de nada sin la voluntad y el amor por lo que se hace. En los talleres de conservación de la Oficina del Historiador pueden verse los rostros de quienes la asisten en su mirada retrospectiva, los rostros de quienes trabajan por que sea una ciudad de ayer, de hoy y de todos los tiempos.

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Pocas cosas las asociamos tanto al silencio como una piedra. Normalmente evocan el mutismo, lo sordo, lo enajenado… Sin embargo, en este taller algunos aseguran que las piedras les hablan. Dice Sandra, una restauradora, que en el momento en que hace su trabajo, la piedra le hace como una revelación, le confía el secreto de lo que necesita, le muestra el lugar donde quiere ser curada, y después, al final, le agradece la cura.

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