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Las "brujerías" de Bush

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Ha sido una derrota del sentido común. En un mundo hastiado de guerras e intervenciones preventivas, donde se masacran poblaciones enteras invocando falsos pretextos, donde la institucionalidad política parece emergida del caos más absoluto, George W.Bush acaba de ser declarado como el hombre más admirado de los Estados Unidos. Según una encuesta de Gallup, Bush ha conseguido "encantar" al 29% de los norteamericanos, dejando muy a la zaga a personalidades de la talla de Juan Pablo II o Nelson Mandela, quienes conquistaron apenas  un 4 y un 2% de los votos, respectivamente.

Nunca un mandatario norteamericano ocupó su puesto en medio de tan tormentosos escándalos de fraude, nunca se dijeron -desde el poder-- tantos disparates juntos en el lapso electoral de cuatro años, pocas veces quedaron tan desnudas como ahora las mentiras inventadas por la Casa Blanca para justificar sus propósitos expansionistas... Si no fuera por la sofisticada maquinaria propagandística que ha gravitado en torno a la figura de Bush, cualquiera podría llegar a entender su éxito como una cuestión de hechicerías.

Pensándolo bien, la perspectiva anterior tendría a su favor algunos argumentos. A fin de cuentas, la gestión presidencial de W.Bush ha estado acompañada del trabajo de no pocos "brujos". Los llamados "doctores en manipulación" o "spin doctors" han constituido un eficiente ejército de asesores políticos, encuestadores, expertos en interactuar con bolas de cristal para determinar el mejor modo de vender al Presidente.

El fenómeno no es nuevo. A fines del siglo XIX William McKinley hizo los primeros tanteos. Unas décadas después, Franklin Delano Roosevelt convirtió a las universidades en tanques pensantes al servicio de las élites de poder y potenció el maridaje entre los periodistas y los políticos. En los 60, Richard Nixon adaptó sus discursos a las exigencias cosméticas de la televisión y extremó atenciones para su equipo de relacionistas públicos. Ahora W. Bush retoma las "mejores" prácticas de sus antecesores y las eleva a tal grado de sofisticación, que termina transformando, ante los ojos del público norteamericano, su estupidez en inteligencia y sus obsesiones belicistas en motivo de admiración.

El mandatario estadounidense podría agradecer a muchos el milagro, pero tendrá que reservar siempre a la prensa un lugar de privilegio. ¡Ah, la prensa libre!... Quienes dieron vida a la Primera Enmienda volverían a sus tumbas espantados, si les fuera posible evaluar la actual salud de los debates periodísticos en Norteamérica. Tras los amargos sucesos del 11 de septiembre,  los periodistas han respondido tan obedientemente a las órdenes del poder, que se les llama ahora "incrustados", sin que el calificativo cause a nadie demasiado rubor.

La organización Project Censored ha revelado por estos días elocuentes muestras de tal "incrustación", acumuladas a lo largo del año 2003. Entre las noticias silenciadas entonces por la prensa norteamericana figuraron algunas que, de publicarse con fuerza suficiente, habrían deparado al presidente W. Bush más de una situación incómoda. La Casa Blanca, por ejemplo, acusó repetidamente a Sadam Husein de ocultar información en torno a sus presuntos arsenales de armas químicas y biológicas, pero al mismo tiempo suprimió 8000 páginas del informe presentado por el gobierno iraquí ante Naciones Unidas pocas semanas antes de la guerra. Dichas cuartillas relacionaban a por lo menos 24 empresas norteamericanas con la venta ilegal de armas a Irak, durante los mandatos de Ronald Reagan y George Bush (padre).

Otro ejemplo: la creación del Department of Homeland Security -resultado de la mayor reestructuración del gobierno estadounidense desde 1947-fue comentada con sospechosa cautela por las corporaciones mediáticas de ese país.  Tal parquedad de juicios libró a los periódicos de explicar el real significado de la nueva estructura, cuyas agresiones a las libertades civiles de los estadounidenses abarcan desde la privación de representación legal para los acusados de promover supuestamente el terrorismo, hasta la persecución de quienes, en la actual coyuntura, se permitan el lujo de disentir.

Pero es obvio que las noticias anteriores, de circulación casi clandestina en medios alternativos de comunicación, no han hecho mella suficiente en la figura de George W. Bush.  Ni tampoco el hecho de que sigan sin aparecer las armas de Sadam Husein, ni que en nombre de un pretexto falso hayan muerto miles de civiles iraquíes, ni que Osama Bin Laden -presunto detonante de la famosa guerra contra el terrorismo-permanezca todavía incapturable en algún lugar del planeta. Nada de eso parece importar ya, porque en los actuales Estados Unidos la política se reduce cada vez más a una cuestión de imagen. Tiene suerte el presidente norteamericano de que lo vendan bien.  Hasta un día.

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Raul Garcés

Raul Garcés

Doctor en Comunicación y Decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana.