Memorias de mi pueblo  »

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La primera noche en la casa del pariente, después de conocer a su esposa, que era una mulata puertorriqueña, muy buena gente, pero de baja cultura, joven, no muy bonita, y a su niño pequeño, salimos a dar el primer recorrido por los alrededores; yo estaba ávido por conocer, por ver aquello de lo que tanto había oído hablar. Ya hablaba inglés desde hacía algunos años y esto me permitía desenvolverme mejor.

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Sin quererlo, sin proponérmelo, pasaron por mi cabeza en aquel momento muchas imágenes. Vi nuevamente delante de mi, aquel motel para negros y el de blancos; vi el carretón, los mulos, el negro y el negrito sin zapatos, y también vi la casa que se caía, vi las ciudades del sur con sus bellos centros urbanos y sus tristes zonas marginales donde vivían los negros… »

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En el año 1947, cuando ya había cumplido los 17 años, fui atrapado por aquellas ideas y comportamiento de un inquieto líder, Eduardo Chibás. Recuerdo que llegó a mi pueblo una caravana de autos y cada vehículo traía, delante de cada guarda-fango delantero, atada, una escoba.

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El día 1ro de junio del 1944, día de las elecciones, mi papá regresó a la casa y dijo que había ganado Ramón Grau. En su exposición y la forma en que lo dijo, entendí que él, a pesar de haber perdido su candidato, se sentía con una ilusión, una esperanza. Todos los que vivimos o los que hemos estudiado algo sobre la Historia de Cuba, sabemos que Grau, en su gobierno de los 100 días en el 1933, presionado por Antonio Guiteras, creó una esperanza para el pueblo.

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Una tarde estando yo ocasionalmente en la entrada de la fábrica de perfume, llegó una “Limousine” -esos autos de siete pasajeros. Aunque ese no era mi trabajo, abrí la puerta del carro y quedé atontado. Allí de cuerpo presente estaba Elizabeth Taylor, aquella mujer que todos admirábamos por sus bellos ojos, no eran ni verdes, ni azules, parecían color lila.

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Aquí en mi mente permanece la imagen de aquel elegante conductor con su enorme bigote, su traje impecable, limpio y bien planchado y una impresionante gorra con su visera de color del traje que era gris. Aquel hombre mostraba en su rostro la inmensa satisfacción que le producía conducir aquel carruaje, giraba con elegancia y destreza aquella manigueta que dirigía el tranvía.

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Aquello de andar siempre con la ropa sucia, las uñas incrustadas de tierra y soportar la humillación de aquellas muchachitas en pleno baile era para mí algo insoportable. En mi tiempo, el guajiro no quería que nadie supiera que era campesino, aunque se le viera por encima de la ropa; el obrero por lo general trataba de ocultar esta digna condición.

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El 1ro de junio de 1944, Ramón Grau San Martin ganó, con el Partido Auténtico, la presidencia de la República. Eduardo Chibás, quien había sido un eterno crítico de los gobiernos anteriores y muy especialmente del viejo Lucilo de la Peña, y quien era en esos momentos, parte del Partido que tomó el poder, se las arregló y consiguió un barco guardacostas y vino a Jaimanitas. A golpe de mandarria, con la ayuda de los marinos y el pueblo, echó abajo aquellos odiados muros. Fue un verdadero acontecimiento, el pueblo se votó para la calle.

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Los pasodobles eran piezas exquisitas. Se recorría todo aquel largo salón dando la vuelta con la pareja. Una vez me topé con una señora, creo que me llevaría unos años, me dijo: “Te voy a enseñar a bailar”. Me indicó que la sostuviera fuertemente, que se sintiera que yo era el hombre, que yo la llevaba y comenzamos a danzar aquel pasodoble por aquel piso que resbalaba como hielo. Yo me sentía muy bien, estaba como en un sueño.

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Como muchos niños y jóvenes de mi pueblo, tuve desde muy pequeño que aprender cómo buscarme algunos centavos para aliviar la situación. En la casa era muy poco lo que me podían dar, y cuando el hambre picaba tenía usted que echarse algo a la boca, aunque fuera un pan con guayaba.

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Yeya comenzó a presentar una situación rara, le apestaba la boca y había algunas cosas que no eran usuales. Vino un médico y la vio, dijo que no era nada grave, que con un pequeño reposo bastaba. Mamá cargó con ella para casa de mi abuela; allá en la finquita se podía pasar mejor, había más posibilidades. Esto ocurría en 1932, un año antes de la caída de Machado.

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Una vez cuando me encontraba comiendo pescado, que casi nunca veíamos. Creí que me había tragado una espina y comencé a dar gritos. Algo me había arañado la garganta y escupía sangre. Urgentemente mi mamá empezó a vociferar y alguien corrió a buscar a Molina, el del garaje. Molina en mi pueblo además de garajista, su dueño, era el que ponía las inyecciones y hacía las primeras curas de urgencia. No había ni otro lugar, ni otra persona.

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