Imprimir
Inicio »Especiales, Cultura  »

El último deseo es trascender

| + |

¿Qué significa trascender? ¿Qué hacer para trascender en un tiempo y país, en una vida en la que detenerse significa desaparecer?

En la exploración de estos caminos transita la pieza Alasestatuas, escrita por el boliviano Enrique Gorena con textos del actor Darío Torres, publicada en el número 153 de la revista Conjunto y a cuya lectura hoy les invito.

Sin marcos específicos, esta obra se mueve entre diversidad de géneros que le otorgan el carácter fresco y dinámico con que se suceden las ilógicas, pero no menos atractivas situaciones dramáticas.

Gorena, además de dramaturgo, es actor y director fundador junto a Torres de la compañía Teatro La Cueva, de la ciudad boliviana de Sucre, con más de 14 años de trayectoria. Entre sus piezas más sobresalientes se pueden citar: Monsieur mariposa, El libertador en su abrigo de madera, Fuera de sí, Usted, una cama y mis intenciones, Retrò Marcia in Rolls Roice; y como coautor: Antípoda e Hito Tripartito. Lidera actualmente un laboratorio de investigación y formación teatral en Santa Cruz, La Paz, Sucre, Potosí y Cochabamba, para profundizar en cuestiones de puesta en escena y dramaturgia.

Estrenado en la piel de los propios autores, el texto muestra un binomio de personajes, trabajadores de una carpintería, que divagan sobre sus proyectos futuros en su búsqueda eterna de llegar a ser alguien en la vida, de tener un techo, de vivir. Así Mario y Aniceto relatan una historia que se construye no desde la línea de sus biografías, sino desde lo sinuoso de sus aspiraciones.

Desde la segunda escena, la obra comienza una constante contraposición de analepsis y prolepsis, con la aparición de momentos de retrospectiva que evidencian, en ligeros detalles algunas veces, lo que fue de la historia de vida de los personajes. A este recorrer el pasado se suman alusiones a los futuros probables dentro de los cincuenta años que Aniceto y Mario han definido como plazo último para lograr trascender.

La farsa, la ironía, lo absurdo de sus decisiones, sumados a la exploración crítica que apunta a fragmentos de la realidad boliviana contemporánea, enlazan la operación de mixtura que constituye cada conversación, cada escena y la pieza en su conjunto. Así, entre tantos referentes, los dos amigos se encuentran con diferentes personajes y situaciones dramáticas en los cuales especulan la respuesta verdadera a la necesidad de trascender.

No hay en el texto demarcaciones espaciales evidentes, salvo la condicionante de su trabajo. De ahí los rompimientos entre las escenas, que asegura la docilidad con la que ambos se desdoblan en el Petiso Ortega, el Flaco Calveti, el hermano Maluenda, el Metete, el Periodista –en el caso de Aniceto–, y Ana y la Sucumbera –en el de Mario–. La importancia de esa amistad inquebrantable no debe verse sólo desde la relación entre los hombres sino en que, producto de ella el resto de los personajes no sean vistos sino como transeúntes, que en un ordenado azar, son observados por los protagonistas.

A partir de esas claves se conforman las narraciones de sus fragmentos de realidad: sus deseos de perdurar, de trascender, que son explorados desde un juego de dados y la apuesta del “todo por el todo”, la noticia -arreglada y sensacionalista- del intento de suicidio de Mario, el matrimonio de Aniceto con Ana, o el acto circense en el “Circo de las Estrellas”, e incluso en la variante de tener el poder y perdurar como las estatuas de Bolívar o del Cristo de Río de Janeiro. Ya en las últimas, lo único “real” que queda es su amistad y la comunión de sus esperanzas. Solo al final lo simbólico del título se devela como reflejo de quietud, pero también de permanencia de las pequeñas cosas.

Aunque bastante centrada desde lo dialógico en el contexto boliviano –con menciones de platos, bebidas, tradiciones, shows televisivos y sensaciones descritas de la vida–, Alasestatuas se universaliza en tanto su conflicto cobra un valor totalmente humano, despojado de toda añadidura o etiqueta, que se presenta y resuelve a los ojos del público como personaje no declarado pero sí presente, físico, real, con quien los actores constantemente interactúan.

La presencia de pocos objetos: una regadera, una caja pequeña y un florero, que la propia dramaturgia invoca a transformar una y otra vez, apoya fuertemente la ausencia de temporalidad y espacialidad definidas –aunque se ubique en Bolivia–. En ese ser y no estar, los deseos de perdurar y de lo eterno, que inician la obra, se trastocan a medida que los personajes cambian. Aniceto y Mario, como si intentasen completar un rompecabezas, acaban descubriendo lo esencial: “sólo perdura quien no busca perdurar”. Solo ante el advenimiento de una muerte segura y feliz –porque les llegará juntos–, se dan cuenta que las estatuas en que se convertirán, no son más que la amalgama de sus experiencias vividas.

Sin dudas la mayor virtud de Alasestatuas radica en su bella y eficaz sencillez. Un teatro que, despreocupado de atavíos visuales, prioriza el diálogo, y da al cuerpo del actor la posibilidad de reafirmarse como entidad creadora de símbolos para reflexionar sobre aquello que es esencial: el ser humano.

Al terminar la lectura del texto, un parlamento de Mario ha de quedarse en la memoria: “Momentos como este hay que guardarlos en el fondo del bolsillo. Porque yo lo estimo y lo extraño al Aniceto. Vamos a probar el néctar de la vida. Y nuestra vida va a ser eterna primavera. Siempre bien acompañados…”.

Haga un comentario



Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.

Vea también