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Archivo CD: Ignacio y Amalia, el dilema del amor y el deber

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Composición fotográfica que Amalia hizo realizar en el exilio hacia 1872. Fuente: Revista de la Arquidiócesis de La Habana.

Composición fotográfica que Amalia hizo realizar en el exilio hacia 1872. Fuente: Revista de la Arquidiócesis de La Habana.

Uno de los protagonistas más importantes de la leyenda agramontina es Amalia Simoni. La historia de amor de Ignacio Agramonte y la hermosa y culta dama principeña parece más propia de una novela romántica que de la vida real, ¡hasta el signo de lo imposible rondó sobre ella en sus inicios por la oposición paterna! Una negativa que fue vencida no solamente por la firmeza de ella para defender su amor —según recuerda su amiga Aurelia Castillo con estas palabras: “No te daré el disgusto, papá, de casarme en contra de tu voluntad; pero, si no con Ignacio, con nadie lo haré”—, sino por la sabiduría de José Ramón Simoni, tanto al aceptar lo que se veía inevitable, como por haber apreciado las virtudes del joven pretendiente que solo meses antes había obtenido el título de Licenciado en Derecho Civil y Canónigo el cual constituía en ese momento su credencial para el futuro.

¿Cómo y donde se produjo el primer encuentro? ¿En Puerto Príncipe o en La Habana? Ninguno de sus biógrafos aporta el dato exacto. Puede presumirse que fuera en 1866 en algunas de las tertulias, paseos o bailes en los que participaban los jóvenes de su posición durante uno de los viajes que Ignacio hizo a Puerto Príncipe para pasar unos días junto a su familia o en La Habana, en la casa de Francisco José Álvarez-Calderón, futuro Conde de Casa Calderón, durante una estancia de los Simoni en esa ciudad, criterio este último sostenido en sus memorias por Herminia, la hija de la pareja.

El noviazgo tuvo que ser alimentado en la distancia por un intenso intercambio epistolar —del que lamentablemente solo son conocidas, hasta hoy, las cartas de él—, pues Agramonte continuó en La Habana sus estudios correspondientes al doctorado hasta el 24 de agosto de 1867 en que rindió su último examen, aunque nunca realizó el ejercicio necesario para ese grado. Concluidos sus estudios residió algún tiempo en la capital donde ejerció su profesión en el bufete de Antonio González de Mendoza y fungió como juez de paz del barrio de Guadalupe.

El 4 de julio de 1868 regresó a Camagüey. Traía consigo el traje que luciría Amalia en la boda que se celebró en la mañana del 1 de agosto en la iglesia de Nuestra Señora de la Soledad.

Acta matrimonial de Ignacio y Amalia. Archivo de la iglesia de Nuestra Señora de la Soledad

Acta matrimonial de Ignacio y Amalia. Archivo de la Iglesia de Nuestra Señora de la Soledad.

La joven pareja se instala en la casa de la calle San Juan (Avellaneda en la actualidad) marcada con el número 19, justo frente a la morada de los Agramonte Loynaz donde Ignacio instalará su bufete, cercanía que debió ser clave en el momento de decidir el alquiler. La rica heredera deberá llevar una vida más modesta de la que había disfrutado en la espléndida quinta que su padre había mandado construir en las cercanías del Tínima: demostraba ya el temple que la haría también la digna compañera del guerrero.

En esos momentos los hilos de la conspiración continuaban tejiéndose con vigor. Pocos días después de la boda, Ignacio y su primo Eduardo –esposo de Matilde, la hermana de Amalia- reciben por encargo de la Junta Revolucionaria del Camagüey a Francisco Javier de Cisneros Correa, quien a nombre de la Junta Revolucionaria de La Habana visitó la ciudad para conocer el estado de los planes insurreccionales. No obstante, como es conocido, los acontecimientos se precipitaron: la noticia del alzamiento de Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre sorprendió tanto a las autoridades como a los conjurados de otras zonas de la isla. Los camagüeyanos en particular, nunca lo olvidarían.

El 4 de noviembre acuerdan su cita insurreccional para el paso del río Saramaguacán, conocido como Las Clavellinas, a la que acuden 76 jóvenes quienes eligen como su jefe a Jerónimo Boza. Agramonte quedó en la ciudad a cargo de varias misiones. Solo lo hará por unos pocos días más al incorporarse a la insurrección el día 11 vistiendo una camisa roja de finas rayas negras, en la actualidad, uno de los exponentes más valiosos del museo establecido en su casa natal. El tamaño de la pieza, pequeño para las descripciones de la atlética figura del héroe, tiene una historia conmovedora: Amalia la recosió varias veces. Pareciera como si hubiera querido, conservándola lo más intacta posible, detener el tiempo.

Imagínenos por un momento el diálogo de la pareja en la despedida. Ella, que había sido educada para brillar en los salones y deslumbrar al auditorio con la belleza de su voz debió sentir como si flotara en un mar de dudas y temores. Piénsese que llevaba ya en su vientre el fruto de su amor hacia el hombre que amará toda la vida. Recordaría las veces que le dijo a Ignacio que siempre reconocería que el deber estaba ante todo, promesa que el novio apreció con honestidad: “En una de tus cartas leo estas palabras: «tu deber antes que mi felicidad es mi gusto, Ignacio mío» […] Sin embargo, yo te aseguro que vacilaría si alguna vez encontrara tu felicidad y mi deber frente á frente; creo que ya te lo dije en una ocasión. Ojalá nunca se encuentren [...][1] Justo lo hacían por primera vez. Ambos sabían que ya el deber había alcanzado otra dimensión y que Ignacio debía partir en cumplimiento de la palabra empeñada y de su jerarquía dentro de la conspiración.

Debieron conversar largamente, también con Manuelita —la suegra—, quien al parecer había expresado algunas reservas cuando su otro yerno, Eduardo, dio paso similar en Las Clavellinas. Entre abrazos, suspiros y promesas de amor eterno debió ser ese, el primer adiós de la guerra. “¡Cuanto te ama tu Ignacio, Amalia mía! Sin embargo, sigamos el deber”,[2] afirma Agramonte en la primera carta que desde la insurrección le escribirá.

Con el paso de los días la sublevación comienza a ganar forma y a enfrentar sus primeros conflictos internos. En las semanas siguientes se inicia el éxodo de las familias hacia el campo, lo cual le imprimirá a esta guerra uno de sus rasgos más peculiares, simiente de mas de un conflicto pues estos hombres creyeron —al menos en sus inicios— que la guerra no sería larga y cruenta y que el mejor modo de proteger a sus seres queridos era tenerlos cerca, en un esquema más próximo al modo como los caballeros medievales defendieron su feudo, que al enfrentamiento militar que se estaba planteando.

La red familiar de los Simoni-Agramonte se instaló en La Matilde, una finca propiedad de los suegros de Ignacio en las cercanías de Sibanicú. Luego, el recrudecimiento de las operaciones militares y la violencia desplegada por el ejército español contra las familias insurrectas, los harán desplazarse en más de una ocasión, entre ellas, a Arroyo Hondo donde nació el primogénito de la pareja y a la finca San José de los Güiros, propiedad de la familia de la madre de Amalia, donde se ubicaría el lugar inmortalizado por ellos como El Idilio.

A esos sitios acude siempre que puede el bisoño militar; a veces solo permanece horas, en otras ocasiones puede hacerlo varios días, “de tal modo siento la necesidad de verte, que aprovecharé cualqª oportunidad, aunque no sea mayor que el ojo de una aguja”.[3] Viven una despedida constante. Aurelia Castillo en su libro Ignacio Agramonte en la vida privada recogió anécdotas de estos días, algunas de las cuales les fueron narradas por la propia Amalia. Relata la poetisa camagüeyana que cuando Ignacio llegaba a su refugio “exigía a su esposa que reposase el tiempo que él estuviera a su lado y asumía él los cuidados domésticos, arreglando el amado retiro con la mayor minuciosidad y cuidando del niño por las noches”.[4]

Cuando no puede estar junto a ellos, escribe breves notas que no tienen otros objetivos que calmar los temores de Amalia y el siempre magnífico de testimoniarle su amor. En realidad, son cartas impacientes. Expresan la lucha íntima entre sus deseos de hombre y las exigencias del patriotismo: “No puedes figurarte, bien mío, mi ansiedad, porque acabe de emprender su marcha esta columna, para poder verte luego. Un siglo parece que ha transcurrido desde que me separé últimamente y ni los deberes para con la patria, ni el entusiasmo que me inspira la esperanza de un triunfo definitivo sobre aquella, son bastantes á mitigar la sed ardiente de verte. No sé vivir, no puedo vivir, sino á tu lado, un desierto me parece un paraíso; mejor dicho, el cielo, y tú mi única deidad”.[5] No se pierda de vista que, como tantos, Agramonte es un hombre de familia que le está entregando todo a la Patria.

En febrero de 1870 Ignacio vive de nuevo el dilema que he elegido para guiar estas páginas: recibe la noticia de la muerte de su padre en los Estados Unidos y de inmediato toma una decisión impulsiva: marchará junto a su madre. Debió sentir en ese instante que el tiempo no había pasado y seguía siendo el joven que posó al centro de la foto familiar con las manos sobre los hombros de su padre y su hermano, en gesto protector. Pero la realidad era otra y debía dar un paso difícil, abandonar el mando de las fuerzas del Camagüey. Lo hizo. Cuatro días después de recibir la noticia, en fraternal carta al presidente Carlos Manuel de Céspedes le explica las razones de la dimisión.[6] La renuncia le fue aceptada de inmediato, “aunque con el mayor sentimiento por las relevantes prendas de abnegación y patriotismo de que tantas pruebas ha dado U. á la patria”.[7] La noticia cayó como un rayo entre sus hombres y varios le pidieron reconsiderara la decisión.

En realidad, más que vivir de nuevo el dilema que centra mi análisis como he afirmado apenas unos párrafos atrás —en tanto puede presuponer algo de sucesivo y hasta cotidiano—, Agramonte lo vivió con intensidad definitoria, trascendente. La familia y el deber fueron puestas en la balanza, como en ningún otro momento de su vida, porque en éste, la decisión final estaba en sus manos; ni el azar ni la voluntad de otros podía intervenir, máxime luego de haber sido aceptada su dimisión. Valora, sopesa, escucha, y finalmente decide: permanecerá en su puesto al frente del ejército en el Camagüey. Su hermano Enrique viajará solo. En mi criterio tal decisión no significa que vaya “despojándose con estoicismo de todas las ligaduras familiares”[8] —nunca lo hará, no está en su esencia— sino que comienza a revalorarlas en las condiciones de una guerra. El 27 de febrero le escribirá a su madre: “[…] he resuelto quedarme, sacrificando así mis deseos más ardientes en aras de la Patria”.[9]

Sin embargo, el dolor no había terminado. La permanencia de las familias en la manigua insurrecta se había ido tornando cada vez más difícil y peligrosa. En enero de 1870 el mando español inició como una avalancha de lava ardiente, una ofensiva sobre el Camagüey que sembró el espanto y la muerte en aquella comarca. Cientos de combatientes y sus familias abandonaron la lucha y se presentaron en los poblados, entre ellos algunos cercanos colaboradores de Ignacio.

No es objetivo de este trabajo reflexionar acerca del controversial asunto de la presencia de las familias en el campo insurrecto. Es indudable que su permanencia en las cercanías de los campamentos mambises y las ausencias a filas motivadas por el afán de visitarlas y cuidar personalmente de ellas —aunque ese fuera el objetivo medular de la creación de las prefecturas—, trajo numerosos inconvenientes en el servicio activo de las armas, pero también es cierto que su contribución a las tareas de la logística y la sanidad —sin mencionar el impacto afectivo— fue de mucho valor. El mayor general Thomas Jordan fue uno de los principales críticos de ese estado de cosas, lo cual se tornó punto de fricción con los principales jefes, tanto camagüeyanos como orientales. Al margen de que algunos de los criterios del norteamericano no eran adecuados para el desarrollo de una guerra irregular como la que debieron sostener los cubanos, en este asunto su apreciación era adecuada y, como ocurre con frecuencia en la vida, el tiempo le daría la razón.

Ignacio Agramonte mantuvo un decidido interés en la protección de las familias de sus combatientes. En los copiadores de comunicaciones de la Mayoría General de Camagüey y en su correspondencia personal, se encuentran numerosas disposiciones tomadas por él con ese objetivo. Entre varios ejemplos mencionaré la orden que el 14 de marzo de 1870 dirigió a Antonio Ramírez: “El C. Eladio Diaz ingresa en el Cpō de Caballería y U. quedará encargado de su familia que quedaria sin esa medida abandonada. Asi como necesito que haya soldados y peleen contra el enemigo de todos estoy en el caso de exigir de los hombres que no esten en el servicio la atencion de las familias, U. por consiguiente ocurrirá á mi para que á la del C. Díaz nada le falte y me responderá estrictamte de su cuidado”.[10]

Su vida cambiará pocas semanas después cuando el 26 de mayo El Idilio fue asaltado y destruido por tropas españolas. El suceso pudo ser una tragedia mayor pues ese día la red familiar Simoni-Argilagos-Agramonte había puesto empeño en festejar los cumpleaños de dos primogénitos: el primero del Mambisito y los dieciocho de Pompilio Argilagos Agramonte, quien recordó en unas notas autobiográficas que “las familias reunidas se dispusieron a celebrar la fecha; tenían entre los improvisados manjares tortas de casabe rellenas de queso y azúcar a manera de postre. Estaban quemando las últimas tortas cuando reciben la noticia de que una columna española venía rumbo al rancho. Imposible mover a tanta familia en una rápida huida, así que huyeron los hombres quedando en la casa las mujeres y los niños, los que hechos prisioneros fueron conducidos a la ciudad”.[11]

En los primeros instantes Agramonte no le había dado crédito al aviso, pues siempre dejaba avanzadas. Lo que sucedió después fue narrado por la propia Amalia: “Pero un poco mas tarde volvió el mismo muchacho diciendo: La tropa española está ya cerca de «El Idilio», Ignacio, que tenía en sus brazos al niño y se reía oyéndole pronunciar tan malamente las pocas palabras que sabía, se puso serio, y abrazando a su hijo y a mí, dijo con voz grave: «Esto parece una traición. No te aflijas; la esposa de un soldado debe ser valiente…» y besándonos por última vez, dijo: «Volveré pronto».[12]

Agramonte estaba en lo cierto. En el parte de las operaciones de la columna —a las órdenes del coronel Ramón Fajardo—, puede leerse: “El 26 practiqué igual operacion por Santa Rosa, El Sitio del Potrero y los “Joveros” donde sorprendimos una avanzada causandole 4 muertos y 2 prisioneros enterandome por estos que en los Güiros se encontraba Simoni con su familia y el titulado Mayor General Ignacio Agramonte […] en su virtud dispuse que la contraguerrilla del Orden y la Caballería reconociesen los Güiros”, las que trajeron a su regreso “varias familias cuya relacion adjunto remito á V. E. figurando entre ellas las de Simoni y de Ignacio Agramonte”.[13]

La desesperación de Agramonte no tuvo límites cuando al regresar encontró el sitio saqueado: “Corrí al rancho por senderos extraviados y sólo encontré despo­jos y efectos tuyos entre otros esparcidos: busqué en el monte y sólo encontré la seguridad de que el enemigo me había llevado mis tesoros úni­cos, mis tesoros adorados: mi adorada compañera y mi hijo”.[14] No solo a ellos, Amalia estaba embarazada. La criatura nacería en el exilio, la nombrarían Herminia y nunca conocería a su padre.

Al día siguiente, en arranque tan romántico como imprudente, siguió prácticamente solo el rastro de la columna enemiga. Logra distinguir a muchas personas conocidas, pero no a Amalia. El momento es de prueba: “Pude haber matado los oficiales que se hallaban en el portal de la sabana ó algunos de ellos impunemente. ¡Me daban tantas tentaciones de dispararles! Estaban tan al alcance de tiro. Pero ni eso ni procurar hacerme sentir quería, para evitar desmanes de esos bárbaros hacia Uds”.[15] Convengamos entonces que el amor a Amalia le dio la prudencia necesaria para no desafiar la muerte en ese momento y la fortaleza en el futuro para vivir sin ella. ¿Cómo lo logró? ¡A cuantos recuerdos tendría que aferrarse! ¡En cuantas familias, no solo en la suya, debió pensar en esos momentos! El “hombre de la guerra” rememoraría: “A su mujer, ¡cómo la quería aquel hombre! ¡se conocía cuando pensaba en ella; porque era cuando se paseaba muy de prisa, con las manos a la espalda, arriba y abajo!”.[16]

Nunca dejaron de amarse. Contaba Herminia que en un momento de confidencias le había preguntado a su madre el porqué no había aceptado que otro hombre entrase en su vida, “porque no se puede amar mas” fue su respuesta…en nombre de los dos.

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[1] Carta de Agramonte a Amalia, San Diego, 13 de abril de 1867, en E. Cento Gómez, R. Pérez Rivero y J. M. Camero Álvarez: Para no separarnos nunca más. Cartas de Ignacio Agramonte a Amalia Simoni, Casa Editora Abril, La Habana, 2008, pp. 48-49.

[2] Carta de Agramonte a Amalia, s/l, 15 de noviembre de 1868, Ibid, p. 213.

[3] Ibíd., p. 225.

[4] Aurelia Castillo: Ignacio Agramonte en la vida privada, Editora Política, La Habana, p. 19.

[5] Carta de Agramonte a Amalia, San Diego, 13 de abril de 1867, en E. Cento Gómez, R. Pérez Rivero y J. M. Camero Álvarez: ob. cit., p. 263.

[6] V: Elda Cento Gómez: De la primera embestida. Correspondencia de Ignacio Agramonte, noviembre de 1869-enero de 1871, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2014, pp. 300-301.

[7] Ibid, p. 303.

[8] Mary Cruz: El Mayor, Editorial Unión, Colección Contemporáneos, La Habana, 1972, p. 166.

[9] Elda Cento Gómez: ob. cit, p. 311.

[10] Ibid., p. 317.

[11] Citado por: Gaspar Barreto Argilagos: “La tragedia de San José de los Guiros”, en Elda Cento (coord.): Cuadernos de historia principeña 14, Editorial Ácana, Camagüey (en producción).

[12] Aurelia Castillo de González: ob. cit., p. 22.

[13] Archivo Histórico Militar de Segovia, Servicio Histórico Militar, Ponencia de Ultramar, Cuba 30, mayo 1870, legajo 8, armario 3, tabla 20: “Carpeta que contiene documentación relacionada con operaciones”.

[14] E. Cento Gómez, R. Pérez Rivero y J. M. Camero Álvarez: ob. cit., p. 276.

[15] Ibid., pp. 276-277.

[16] José Martí. “Conversación con un hombre de la guerra”, en su Obras Completas, t. 4, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1972, p. 460.

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  • Jose R Oro dijo:

    El permanente dilema del ser humano. En el caso de Ignacio y Amalia, llevado a una gran sublimacion sentimental y patriotica. Que buen articulo!

  • Emilio Fonseca Amador dijo:

    Un árticulo necesario, digno de la leyenda de amor que construyeron Ignacio y Amalia, paradigma que las nuevas generaciones de jovenes amante cubanos tienen a su alcance para elaborar el suyo. Tal vez en la historia de Cuba, pocas parejas de amantes hayan tenido tanta identificación en lo afectivo y patriótico como Ignacio y Amalia. Si es un privilegio leer un árticulo como este, lo es más aun cuando uno ha tenido la oportunidad de escucharlo de la voz de su propia autora, que se emociona hasta las lágrimas. Es un merecido homenaje a la mujer y madre cubana. Gracias Elda por tenernos acostrumbrados a leer cosas como estas de la historia patria.

  • Amalia dijo:

    Bella historia de amor verdadero para que las nuevas generaciones la apliquen a sus vidas.

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Elda Esther Cento Gómez

Elda Esther Cento Gómez

Profesora e historiadora camagüeyana. Miembro Correspondiente de la Academia de la Historia de Cuba. Presidenta de la Unión de Historiadores de Cuba. Autora de varios libros, recibió, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Historia en 2015, la Distinción por la Cultura Cubana y el Reconocimiento La Utilidad de la Virtud.

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