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Hiroshima: los genios tras la bomba

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La idea en EEUU de crear una bomba atómica surgió de la inquietud de un grupo de científicos, entre ellos Albert Einstein, quienes en 1939 escribieron una carta al presidente Franklin D. Roosevelt, para advertirle que la Alemania nazi planeaba producir uranio enriquecido (U-235) para la fabricación de una bomba de esas características.

En respuesta a dicha carta, el Gobierno elaboró un programa de desarrollo de una nueva arma basada en la fisión nuclear.

Los gobiernos estadounidense y británico acordaron unir esfuerzos tras este objetivo. El Ejército de EEUU recibió el encargo de dar prioridad absoluta, acelerando, coordinando y recabando cuantos recursos fueran necesarios para realizar un proyecto al que se le puso el nombre clave de Manhattan. Su objetivo era fabricar la primera bomba atómica.

En el otoño de 1942, el general Leslie Groves, responsable del proyecto, se entrevistó secretamente con el físico Robert J. Oppenheimer, un brillante investigador cuyas cualidades personales de animador, capacidades de coordinador y poder de captación le hacían especialmente idóneo para dirigir en lo técnico la suma de esfuerzos que iba a representar el proyecto.

El lugar elegido para situar la planta fue Los Alamos, en Nuevo México, lejos de cualquier centro habitado. En la fabricación de la bomba trabajó un ejército de físicos, químicos e ingenieros; técnicos y militares. Más de cien mil personas colaboraron directa o indirectamente, la mayoría ignorantes de la finalidad real de su trabajo.

Todos los recursos disponibles se pusieron al servicio de la gigantesca empresa. Cientos de millones de dólares se gastaron en un esfuerzo tecnológico que abarcó una colosal planta construida en Tennessee, un grandioso laboratorio en la Universidad de Columbia, una enorme instalación en Oak Ridge, otra en Hanford.

En Los Alamos, junto a la planta atómica, surgió una ciudad habitada por científicos y sus familias. Era difícil que aquella dispersión no traicionara el secreto exigido. Pero los severísimos controles y la más estricta vigilancia evitaron una filtración.

Así se llegó a 1944, con el proceso muy avanzado. La evidencia de que una debilitada Alemania no podría ya obtener la bomba y la neutralización de la campaña japonesa en el Pacífico, llevaron al científico danés Niels Bohr, premio Nobel de Física, a dirigir un memorándum al presidente Roosevelt desaconsejando su uso y previniéndole contra "la terrorífica perspectiva de una competencia futura entre las naciones por un arma tan formidable".

Pero el mecanismo infernal no podía ya detenerse. La posesión de la bomba era un objetivo demasiado codiciado.

Pruebas

La primera prueba se realizó el 7 de mayo de 1945 en el valle de Trinity, Nuevo México. Consistió en la explosión de una bomba con una carga equivalente a 108 toneladas de TNT y con un contenido de 1.000 curios de productos de fisión.

La segunda prueba consistió en la detonación de una bomba, cuyo nombre en clave era The Gadget. A las 5 horas, 29 minutos y 45 segundos (hora de Nuevo México) del 16 de julio de 1945 estalló en el valle Trinity la primera bomba nuclear de la historia.

Tenía una carga equivalente a 21 kilotoneladas de TNT y detonó a 20 metros del suelo.

La fuerza de la explosión formó un cráter de 400 metros de diámetro y desprendió tal cantidad de calor que convirtió la arena del desierto en una nueva clase de roca cristalizada que se conoce como trinitita.

El Proyecto Manhattan desarrolló dos clases de bombas atómicas: de uranio enriquecido y de plutonio. La investigación se realizó en paralelo y, cuando se tomó la decisión de efectuar los bombardeos atómicos, también se optó por utilizar un artefacto de cada clase.

Los ataques a Hiroshima y Nagasaki fueron autorizados sin que los científicos estuvieran en condiciones de determinar el alcance real de los daños, el área que resultaría destruida y los efectos de la radiación a corto, medio y largo plazo.

Varios de los científicos implicados en el Proyecto Manhattan se dirigieron por carta al presidente de Estados Unidos, Harry S. Truman, para que no autorizara el uso de bombas atómicas.

Las consecuencias de ambos ataques horrorizaron a una parte de la comunidad científica y en primera instancia a Albert Einstein, que defendió hasta su muerte la causa del desarme nuclear.

A Einstein se atribuye la siguiente frase: "Si hay una tercera guerra mundial, la siguiente será a pedradas".

 

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