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El tiempo y la prudencia: Meditación de los 75 años

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Acabo de salir del hospital. Durante algún tiempo se debatió sobre las bisagras de mis válvulas coronarias y algunos cirujanos fueron partidarios de abrir la maquinaria para aceitarla. Luego, decidieron dejarme seguir mi camino confiando, supongo, en el azar y en  lo que quede de sólido en mi constitución.

Vi la inevitable partida de dominó con San Pedro y valoré mis posibilidades de ganar. Pero lo más importante  fue que adquirí un  enfoque de mi posición actual. Estoy próximo a cumplir setenta y cinco años. Según las estadísticas me hallo  a dos cortos años del promedio de vida actual en los países evolucionados. Admitir la edad es asignarse una categoría; acogerse a la tercera edad es una manera de limitarse y liberarse, de fijar estrictamente las fronteras hasta donde puedo llegar y de tirar por la borda lo que no es indispensable.

Ha llegado el momento de reconocer que no se vivirá eternamente y comienza a pesar la colección de fracasos y a regocijarnos los laureles. La decadencia del cuerpo es el inicio de la sabiduría. Me pregunto si  las alegrías compensaron los momentos de infortunio y si los premios   neutralizaron las frustraciones. La eterna pugna entre la culpa y la contrición entra en una  etapa de  desvanecimiento. Siento que los apetitos no me perturban, las pasiones no me alteran y un cierto distanciamiento del acontecer humano me aquieta. Tengo amigos coetáneos que me dicen que ahora comienzan a escuchar involuntariamente el tic tac de los relojes.

No he resuelto el problema de Dios. Nunca fui creyente y pensé en la existencia de un cierto panteísmo compuesto por el canario y el clavel. Siempre me conmovió el mecanismo de relojería suiza que rige el cosmos y la naturaleza, y me pregunté quién había ordenado tanta complejidad con esa exactitud asombrosa. Me respondí que el humano  está confinado al  contorno de su propia piel y no puede comprender lo infinito. Por tanto, no espero dialogar con una divinidad antropomorfa sino integrarme a ese magma compuesto de asteroides y raíces. 

Job, desesperado por sus pérdidas, clama: "desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré". El príncipe Sidarta, rodeado de  pompas y suntuosidades, se escapa de su palacio  y reconoce en un anciano su propio destino; de ahí a convertirse en Buda hay un solo paso. El sabio reconoce que hay que dejar a las nuevas generaciones el dominio del mundo. Cuando el contexto en que se ha vivido tiende a desaparecer hay que consentir que corresponde a otros armar una nueva trama. Goethe le confesaba a Eckermann que había llegado el tiempo en que Dios ya no hallaba alegría en la Creación y debía destruirlo todo para comenzar de nuevo. Confundía su propio ocaso con el de la humanidad.

La lectura del Ecleciastés es mucho más significativa ahora. ¿Qué nos dice la Biblia?  Pues nos dice que lo que fue es lo mismo que será, lo que ha sido hecho es lo mismo que se hará, que no hay nada nuevo bajo el sol y todo es vanidad. El necio y el sabio tienen el mismo destino y ni de uno ni de otro habrá memoria para siempre. Quien acumula oro y posee viñas, huertos y jardines  y no se priva de placer alguno,  al final descubrirá que todo es vanidad y aflicción de espíritu. Mejor es cultivar la sabiduría que la violencia de las armas. Y la enseñanza más fecunda: echa tu pan sobre las aguas porque después de muchos días lo hallarás:  quien siembra ternura le será devuelta. El rey Salomón concluye que no hay cosa mejor para un hombre que alegrarse con su trabajo, comer el pan con gozo, disfrutar la vida junto a la mujer que amas y no permitir que las moscas muertas estorben el aroma del perfumista.

Por eso es provechoso arribar a una edad en que se desecha lo superfluo y se conserva lo esencial de la identidad propia. Llegar a los setenta y cinco años es una forma de liberación.

gotli2002@yahoo.com

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Lisandro Otero

Lisandro Otero

Novelista, diplomático y periodista. Ha publicado novelas y ensayos, traducidos a catorce idiomas. Falleció en La Habana en 2008.