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La identidad hispánica: Rubios postizos, raíz adulterada

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América  nace  de  la   imaginación.   Los conquistadores españoles  llegaron  al  nuevo mundo con fantasías  que  trataban  de corroborar en la insólita realidad. Los libros de caballería, las profecías,  las  quimeras  más disparatadas  adquirieron  carta  de legitimidad  en las referencias de los observadores  inaugurales. Platón, Hesíodo, Horacio, Aristóteles, Séneca se habían  referido a la existencia de un territorio mítico, hermoso, rico en  mieses y frutos,  más allá de las columnas de Hércules.
     Las  montañas de oro custodiadas por grifones,   las cumbres sumergidas de la isla  de  Atlántida, la comarca  de Ofir,  la fabulosa  Catay  de Marco  Polo,   la  exuberancia  de perlas,  marfil  y  ámbar,  la Arcadia,   mansión   de   la  inocencia  y   la   felicidad,   el Cipango   ubérrimo   eran   las  leyendas   que   promovían   las exploraciones  de  los  recién llegados. Más  tarde  Montaigne  y Shakespeare  también escribieron sobre ese espejismo  dorado  que fascinaba  a  quienes hallaban demasiado detestable el  reino  de este  mundo.  América, antes de su encuentro, ya  constituía  una alternativa tan visible como la Utopía que Tomás Moro señaló  más tarde.
     De  todas estas visiones ninguna demostró ser tan real  como la del fabuloso oro de América. El Padre Las Casas refiere en  su Historia  de  las Indias que los cristianos que  llegaban  a  las tierras  recién  descubiertas no iniciaban  su  gestión  salvando almas  para  la cristiandad sino reclamando oro. Los  indios  les señalaban  las  regiones  codiciadas. Las  portentosas  minas  de Guanajuato y Potosí vomitaron sus ricas venas en Europa.
     En los trescientos años que siguieron al Descubrimiento   se incrementaron  las  reservas  de oro del Viejo  Mundo  hasta  mil quinientas toneladas. Si calculamos que una onza de oro puede ser extendida,  por su maleabilidad, hasta treinta metros  cuadrados,  podemos imaginar que con el mineral que llegó de América  durante los  tres siglos de colonización pudo haberse alfombrado con  una mina  de  metal precioso todo el territorio de  España,  ciento setenta veces.
¿Qué  pasó  con  esas inmensas riquezas?  España  apenas  se benefició  pues  dilapidó su conquista: el oro  hacía  una  corta estancia  en  la península antes de continuar  su  camino.  Según Braudel el viaje del futuro  Felipe II a Inglaterra aportó  sumas tan  importantes  al  torrente metálico inglés  que  permitió  la reevaluación de su deteriorada moneda. Una crónica de la época nos cuenta  que el transporte de  cien  mil  escudos de Madrid a París reclamó  el  auxilio de diecisiete carretas, cinco  compañías  de caballería y doscientos hombres a pie.
Las campañas de Carlos I, la conquista de Flandes, una corte suntuosa, los préstamos usureros de los Fúcar, todo ello consumió el oro americano, lo esparció por los caminos de Europa y como el traje aurífero del cacique que se bañaba en la laguna  Guatavita, se disolvió en una irrecuperable desintegración. Como ha  seguido sucediendo, las utopías alcanzadas fueron el punto de partida  de  penosas frustraciones.
La  generación  del  98 favoreció una  preocupación  por  la identidad  hispánica  que iba mucho más allá del  universo  de  la pandereta  y el torero que el falso color local había  pregonado. Perdidos   el   imperio  y  el  oro  se  intentaba   hallar   los denominadores  comunes  de  la hispanidad.   Había  un  subrayado interés por rescatar el perfil propio, por desvelar lo que  hacía española  a España, por ahondar en la configuración profunda  del suelo natal. La búsqueda de la raíz, incluso allende el mar,  era alentada  por  las mentes de primer nivel.  Este  cuestionamiento fue   preocupación   compartida  por  toda  una   generación   de intelectuales   españoles  que  luego,  desafortunadamente,    se aprovechó por el falangismo.
Ahora, en España, en Latinoamérica, se advierte una obsesión por asumir una fachada nórdica. Se enciente el televisor y todos son rubios. No hay lugar para los cabellos endrinos y los cutis atezados. Niñitos blondos comen cereales en su desayuno y las señoras gustan de yogurts sin calorías,  las amas de casa emplean detergentes maravillosos capaces de borrar todas las máculas, se usan desodorantes perfumados, la música es generada por estridentes discos compactos. Hemos olvidado la cazuela de barro, la cuchara de madera y el cepillo de cerda.
No se trata de negar la innovación, pero pudiéramos evitar las máscaras miméticas que desvanecen la originalidad de una de las más antiguas y complejas culturas, la hispánica. España favorece su europeización en detrimento de sus tradicionales vínculos con Hispanoamérica. Esa civilidad de septentrión nos abate, nos oprime y nos empobrece.
No es posible que se disipen los mitos y memorias de una comunidad de naciones que ha contribuido como pocas a la actual civilización humana. Capitular ante el  utilitarismo de  nuestra época sería aceptar la pérdida de una  tradición  que nos ha conformado a todos.  En  un  mundo  de creciente pragmatismo  ¿quién  honra  hoy aquella hidalguía del espíritu de la cual Ortega y Unamuno fueron sus  expresiones más enaltecedoras?
gotli2002@yahoo.com

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Lisandro Otero

Lisandro Otero

Novelista, diplomático y periodista. Ha publicado novelas y ensayos, traducidos a catorce idiomas. Falleció en La Habana en 2008.