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Ayer de hoy

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Cierta vez una personalidad cubana de pensamiento avanzado y perteneciente a cierto sector de la burguesía que era sensible a la injusticia social y a los problemas reales del país y del pueblo, me comentó la paradoja que para alguno de ellos significó la Revolución. "Era lo que nosotros hubiéramos querido hacer pero fue Fidel Castro quien lo hizo... De pronto, de promotores del cambio, nos encontramos en el bando perdedor..."

Se trata de un fenómeno de enorme complejidad que ilustra, no sólo las inconsecuencias de la burguesía criolla como clase y las contradicciones entre un elemento y el estamento social a que pertenece, sino también las complejidades del presente.   

Habituada a no representar nunca al pueblo, la burguesía latinoamericana, no sabe cómo confrontar a procesos esencialmente moderados que, de modo pacífico y en democracia promueven cambios que ella debió haber impulsado hace un siglo. Nadie debe extrañarse si en medio de su confusa demagogia, alguna vez defendieran el derecho de los pobres a morirse de hambre y de los analfabetos a preservar su ignorancia.

Los procesos políticos en los países latinoamericanos más avanzados de hoy se plantean tareas sociales, políticas y jurídicas que en Europa y los Estados Unidos fueron resueltas por la burguesía nacional hace doscientos años y que, de modo insólito, promueven debates que en aquellas latitudes nunca tuvieron lugar.

En virtud de un devenir histórico desplegado sin ingerencias externas ni experiencias coloniales típicas, en Europa y los Estados Unidos, la edificación nacional transcurrió bajo esquemas institucionales en los cuales, al nacer los estados modernos asumieron responsabilidades con el bien común y, aunque sin dejar de representar los intereses de las clases dominantes, tuvieron en cuenta al resto de la sociedad. Aunque no fueran consecuentes con esos postulados, la Constitución de los Estados Unidos comienza diciendo: "Nosotros el pueblo..." y la Revolución Francesa reivindicando los derechos del hombre y del ciudadano.

Por ese origen, en las latitudes desarrolladas, aunque nunca defraudaron a los burgueses y los capitalistas, los estados establecieron regulaciones que propiciaron una distribución de la riqueza social que, aunque no suprimió privilegios e injusticias, dio oportunidades de supervivencia a los trabajadores y campesinos. Ese esquema unido a la democracia y a la tolerancia liberal explica la evolución de sociedades que, en un entorno capitalista, llegaron a disfrutar de los estados de bienestar.

En Europa Occidental, a pesar de los retrocesos que de dos décadas de neoliberalismo, la instrucción y la salud, financiadas con recursos públicos y administradas por combinaciones de estructuras estatales y sociales, las legislaciones laborales, de seguridad social, vivienda y otras abarcan a la mayoría de la población, concretando importantes cuotas de justicia social.

Mientras eso ocurría en el norte, en América Latina, las mezquinas oligarquías y las burguesías cooptadas, convirtieron a los estados en amanuenses de los explotadores que usaron las leyes para defender privilegios y no para establecer derechos, caricaturizaron las elecciones, los parlamentos y las cortes de justicia, practicaron el caciquismo político y la represión institucionalizaron el golpe de estado, persiguieron brutalmente a los elementos políticamente avanzados, explotaron a las masas, discriminaron y excluyeron a los pueblos originarios y jamás se consideraron obligados con el bienestar del pueblo.

Eso explica por qué en materia de organización política de la sociedad, estructura de la propiedad agraria, diseño de políticas sociales, esquemas de participación y protagonismo de la sociedad civil, en América Latina, todo está por hacer. Esos hechos son más notorios y dan lugar a mayores tensiones en Bolivia, Venezuela, Ecuador y otros países, porque allí se han iniciado  cambios que por su envergadura abarcan a prácticamente toda la estructura social.

Los esfuerzos y las dificultades para aprobar textos constitucionales de tercera generación, modernizar el sistema político, impulsar reformas agrarias, rescatar los recursos nacionales, obtener remuneraciones justas por sus exportaciones, proteger la biodiversidad, aprobar leyes de seguridad social y protección a la infancia, la vejez y la maternidad, entre otras, ilustran la enorme tarea de las actuales vanguardias para sobrepasar el atraso y saldar la deuda social contraída por colonizadores, oligarcas e imperialistas en medio milenio.

Los recientes debates en Venezuela en torno al ordenamiento y la administración del espectro radioeléctrico, así como la reforma educacional que en Europa serían ajustes técnicos a legislaciones que pretenden modernizar la gestión social en áreas de obvio interés público en las cuales el protagonismo del Estado es imprescindible, en América Latina promueven enconados e interminables debates al ser obstaculizadas por una absurda oposición no sólo ejercida de oficio, sino carente de argumentos.

Los pueblos debieran tener claro que a la oligarquía no le interesa la libertad de expresión ni ninguna otra, excepto para ella y que, de haberse preocupado por el pueblo, tuvo doscientos años para probarlo.

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Jorge Gómez Barata

Jorge Gómez Barata

Periodista cubano, especializado en temas de política internacional.

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