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El pulso de las olas (Capítulo 3): Sin olas Blanca Arena

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Pensando en Raquel,

que amaba la caña.

Hay carreteras con lomas y hay lomas con carreteras. Son las tres de la tarde y las lomas del camino nos quebraron el aire. Cuando se acabaron, este pedraplén de cuatro kilómetros que saben a quince tampoco dio sosiego. La noche fue difícil. Nené dio tanta comida, comimos tanto de lo que Nené dio, que la mala digestión hizo de las suyas y solo las sales de rehidratación que consiguió Eluguer, el jefe de flota de la base pesquera estatal de Cabañas, nos dieron fuerzas para zarpar y llegar hasta aquí.

El destino es Playa Carenero y aún quedan diez kilómetros. Diez kilómetros, semánticamente hablando, tienen muchas mediaciones. ¿Diez kilómetros en qué? ¿A través de qué? ¿Después de qué? Los mapas suelen ser, como mínimo, inexactos y hay cosas fundamentales que silencian.

Son las tres de la tarde, no sabemos qué hacer y nos tiramos a descansar contra un poste en la cuneta. El cartel a la entrada de este pueblo muestra la nomenclatura de Blanca Arena. Aquí no hay mar, aunque sí, pero a tres kilómetros atravesando monte y mangle. No pensamos, nos tiramos a respirar y punto.

La sospecha

Por ahí llega Leonel Macías, que apenas alcanza los 50 años y, nos contará después, tiene una borrachera que empezó el viernes 29 de diciembre y hoy, domingo siete de enero, no halla fecha de término. Aún no sabemos que se llama Leonel, porque Leonel pasa de largo con sus pisadas inexactas y a los pocos metros se arrepiente de haber pasado así. Leonel regresa e intenta conversar.

Cuando dos tipos con mucho pelo, mochilas grandes y bicicletas pasan por aquí, la única certeza, hasta que se demuestre lo contrario, es que son extranjeros. Habrá quien guste de pasar por tal, pero ello en más de una ocasión equivale a que te traten como comemierda. Al extranjero se le trata como comemierda, porque no conoce la zona y trae dinero.

Ya le dijimos a Leonel que somos cubanos y que, aunque no conocemos la zona, andamos sin dinero encima y trabajando. Leonel insiste en que sería una descortesía dejarnos aquí, en que vayamos para la casa de su cuñado y de su hermana, donde está viviendo él y donde, con el corazón, nos darán almuerzo, podremos descansar un poco y después seguir.

Tenemos, además de sed, desconfianza, pero acabamos cediendo y nos adentramos por un camino de piedras rodeado por algún que otro árbol y casas de madera. Leonel nos dice que no nos preocupemos, que no va a pasar nada, que confiemos en él y estamos confiando, pero a medias, porque está prometiendo cosas que alguien que no es dueño de la casa difícilmente pueda cumplir. Solo queremos agua y llevamos también una corrosiva curiosidad de adónde nos lleva, de qué lo mueve. De donde venimos la gente es desconfiada, mucho. Uno no puede despojarse de la desconfianza acumulada por años de un tirón. Sin embargo, uno no puede salvarse solo, menos aquí.

Leonel nos conduce por el costado de la casa y nos lleva a una terraza con piso de tierra, donde está sentado Bernabé León, que es familia, pero tampoco vive aquí y tiene cara de “Y este qué se inventó ahora”.

Juan Carlos Azcuy es el cuñado de Leonel y tampoco muestra mucha intimidad, aunque cinco minutos de conversación distenderán un poco su rostro y pondrá a hacer café y nos llenará de agua fría los pomos y seguiremos hablando de cosas sin importancia, como quien pasa el rato en busca del fresco y mientras tanto solo mueve la boca.

Un niño pequeño ha salido de la casa y Bernabé lo asusta, diciendo que nos llevaremos el gato. El niño toma precauciones. Viene hasta esta esquina de la terraza, agarra el gato por el pellejo del costado, lo levanta, camina con él hasta el extremo contrario del lugar, nos mira, coge fuerza, zarandea al gato en el aire y le da un tirón contra la tierra. Suena seco el lomo del gato diminuto cuando da contra el mundo.

Ahora conversamos sobre Carenero. Dicen que no quedan más de 90 personas ahí, que muchos han tomado una lancha y lo han abandonado todo, para después venir a ratos en estos tours grises con destellos naranjas en la defensa y los asientos que vienen y van por la carretera.

Leonel me llama con tono de misterio. Me convida a agacharnos bajo un árbol en ciernes que está a la entrada de la casa. Me mira fijo a los ojos antes de decir una palabra.

—Compadre, escucha para acá, yo aquí me las sé todas, toditas me la sé. Háblame con la verdad para yo poder ayudarlos como es. Yo sé a qué va toda la gente que coge para allá arriba. ¿Me vas a decir o no?

Luego quedamos en silencio unos diez segundos de miradas agudas. Leonel con el cigarro quemándole la boca me mira. Leonel ya sabe que no somos extranjeros, pero no se cree que estemos trabajando, quizás ni siquiera que seamos periodistas. Leonel quiere que le confesemos que andamos en busca de una lancha para largarnos de aquí.

¿Quiénes son y adónde van?. Foto: Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate.

Se suspende por lluvia

Mientras regresamos a la carretera aparece la llovizna. Los diez kilómetros hasta Carenero comienzan a dibujarse cada vez más largos. Encontramos cobija en una nave donde se reparan las grandes maquinarias de la zafra, que ya empezó. Bajo la nave hay unas veinte personas, todas con algo de grasa en las manos.

Los ojos de Pepe, mecánico viejo de zafras y de Blanca Arena, no nos pierden y por ese mismo trillo que su mirada dibuja llegamos a él, estrechamos su mano cruda de vida atornillando y le pedimos permiso para pasar la lluvia bajo las tejas de fibrocemento que quedan.

No sabemos si Pepe dirige algo por acá, luego sabremos que no, pero cuando llegan dos extraños, muchos prefieren voltear el rostro y Pepe es quien único mira… Quien arriesga sus ojos, en ese justo instante en que los arriesga, pasa a ser quien manda.

En lo que corre el aguacero solo hacemos silencio y prestamos oído a las conversaciones fugaces como la de Yuragdy, que ahora presume de que más nadie en el mundo lleva su nombre. A gritos lo deletrea, porque le contestan que sí, que por no sé dónde hay otro.

– ¡Yu-rag-dy! ¡Con “g”! ¡Yuragdy soy yo nada más! Y si aquel también se llama así, pues no tiene Facebook, porque cuando tú buscas el único que sale soy yo –grita.

Los mecánicos se gritan entre sí. Hay uno muy borracho que le dice a otro más viejo que, aunque no lo sepa, él es su suegro y que, bueno, ya te lo dije, así que ya lo sabes. El viejo, con la furia fugaz de la jarana, le responde una barbaridad.

Pepe. Foto: Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate.

Francisco León Azcuy, más conocido como el Águila, está en una esquina. Es un negro larguísimo, flaco y viejo y casi no se mueve, solo ríe lentamente de lo que escucha. Dice algo de estas lluvias y de que él no trabaja aquí, sino su hija, de custodio, pero fue a la casa a hacer algo de lo que se hace en las casas y le está cuidando el puesto. Así de paso él sale un poco, escucha los gritos llenos de malas palabras y mentiras y exageraciones que estos hombres se inventan para pasar mejor el tiempo de esta zafra que arranca.

Más conocido como el Águila, por los rodeos, dice Francisco. Por todas estas lomas de lo que fue y ya no es y de lo que fue y sigue siendo Pinar del Río, no había un toro que lo tumbara del envés. Horas más tarde comprobaremos el dato y de la boca de más de uno saldrá la imagen de “el Águila” con una garra sobre la espalda del toro y la otra zarpa en alto, sosteniendo el sombrero, tal vez uno parecido al que lleva ahora. “El Águila” volando por la arena pisoteada del rodeo, sobre el aire prieto, ruidoso y mortal que simula un toro bravo.

Se va haciendo tarde y en el mapa el camino cambia de color de Blanca Arena en Adelante. Cuando el camino cambia de color en el mapa y de amarillo claro pasa a blanco, es que la cosa, sin lugar a dudas, empeora. En un rato anochecerá y seguimos muertos de cansancio con poco o nada en la barriga. De seguro esta lluvia suave del demonio convirtió las cunetas y los baches en charqueros. Por eso decidimos que Blanca Arena será “el lugar” y no Carenero.

Ya por ahí llega Gilberto, presidente del consejo popular, que nos llevará para la casa de su hermana y su cuñado.

En la casa de Margot y Carli

Margot y Carli nos preparan un cuarto, que es el cuarto de su hija Lisandra, quien esta noche y mañana irá a dormir a otra parte. El hijo de Lisandra, Lázaro Dainel, quedará acá con los abuelos.

Aquí comeremos, dormiremos, desayunaremos, almorzaremos y volveremos a comer y luego a desayunar, como si fuéramos los otros dos hermanos de Lisandra, que desde hace un tiempo viven en Estados Unidos. Como a los dos hermanos de Lisandra, nos tratarán Carli y Margot: Carli conversando de lo que se le ocurra, de las cosas mundanas que uno habla con los hijos, de adónde fue hoy con el caballo, de mira cómo nos quedó la terraza que después de muchos años pudimos echar, de “vamos a tomarnos una cerveza, mijo, que en el frío todavía quedan desde el fin de año”.

Margot conversa menos. Más bien pregunta. Y mañana temprano sacará de nuestras cosas las ropas que considere sucias y habrá de lavarlas.

Pero aún es de noche. Carli nos muestra el café ya tostado que cosechó en el patio. Nos imbuimos en la empresa de molerlo, para después de la comida y mañana tomar mucho y fuerte.

Me alejo unos metros a la tierra del patio y prendo un cigarro. Margot sale por la puerta y queda paralizada.

—Ay, mijo, tú eres igualito al niño mío. No tienes que irte para allá. Fuma aquí que a mí no me molesta, si cuando ellos vienen eso es uno detrás del otro y yo no les digo nada.

Gilberto se fue hace un rato. No quiere acompañarnos mañana por el pueblo, para que después nadie diga que se limitó en decir porque él estaba delante.

Soledad

Amanece. Dos mujeres caminan por el medio de la carretera. Dice una que ella tiene el refrigerador lleno de carne y prácticamente no la cocina. Comenta que prefiere comer huevo o picadillo, porque a ella solo le gusta cocinar de verdad cuando hay gente en la casa.

La migración ha provocado que muchas personas de la tercera edad queden solas en casa. Foto: Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate.

De vuelta al azúcar

Hoy las combinadas tardarán un poco en regresar al campo de caña porque la lluvia de ayer mojó la tierra y lo más prudente es esperar un poco a que el sol suba y caliente. Las combinadas de cortar caña descansan en torno a la nave.

Desde una oficina sale a todo volumen música, porque la zafra siempre ha sido fiesta y ahora no tiene por qué dejar de serlo y porque fiesta sin música no es tal. Suena Vicente Fernández y un muchacho lleno de grasa que camina entre los hierros intenta conectar con lo más alto de los agudos.

“Por querer a una mujer me andan buscando, / uy, uy, uy, uy, ¡qué miedo! / Si me quieren desterrar me avisan cuando, /por gusto no me voy, me quedo.

“Mientras salga a platicar nomás conmigo / yo aquí estaré, de frente. / Aunque tenga por su amor mil enemigos/ que me hablen nada más de frente.

“De un rancho a otro está mi destino, / de un rancho a otro está mi querer, /mientras nos queramos será mi camino, / de un rancho a otro por esa mujer”.

No solo se escuchan rancheras. En realidad, menos rock y música clásica, retumba cualquier cosa. Pero con las rancheras hay un sentimiento distinto, como si estos hombres disfrutaran tener que inflar el pecho a lo tremendo para poder cantar.

Leonardo Almeida Pita está dando instrucciones junto a una puerta. Su estampa es la del clásico guajiro dirigente: sombrero de paño, camisa de cuadro algo ajustada a la delgadez de su tronco y un pitusa que baja a morir dentro de unas botas. Dobla funciones. Es director de caña de la Empresa Filial Agroindustrial Azucarera Harlem y también regenta esta unidad cañera de Blanca Arena. Hace no mucho empezó aquí, aunque en el azúcar y en la zona lleva mucho tiempo. La gente lo conoce y se le acerca a decir cualquier cosa sin guardar formas.

Plano americano de Leonardo Almeida Pita (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

Leonardo nos explica que toda la caña que se corta por estos lares se lleva en camiones para el central Harlem, unos pocos kilómetros al oeste de Bahía Honda. No siempre fue así. Antes del 2001 estaba el Pablo de la Torriente Brau, algo más cerca, y cuando aquello la caña, su ambiente, se respiraba más profundo en el pueblo. El tren del Pablo llegaba justo hasta este pueblo, cargaba y regresaba al central.

Cuando los sacaron de circulación, al central y al tren, en esos primeros años de la década del 2 000, dice Leonardo, Blanca Arena se resintió mucho, porque siempre fue un pueblo cañero y de pronto la orientación fue sembrar otras cosas y criar animales.

—La gente se quedó sin saber qué hacer. Por suerte recuperamos los campos de caña, pero el central no. La gente dejó la tierra y se fue a otras cosas, a hacer guardia en la zona franca del Mariel, para el SEPSA, para lo que fuere, lejos de aquí.

—Leonardo, disculpa, pero tú le pediste la identificación a estos muchachos, porque te descuidas y aparece cualquiera para luego publicar cosas que no son en internet y uno pasa el mal rato—, viene y dice Amaury, un tipo pequeño de cuerpo que conduce una combinada tremendamente grande.

—La verdad no se puede esconder, chico, y yo no le tengo miedo a la verdad. Yo le tengo miedo a la mentira. Cada cual tiene su percepción de las cosas. Imagínate tú. Por ejemplo, donde mucha gente ve ese camión que está ahí parado como un traste, yo lo veo y pienso en el futuro, en lo que hay y puede haber, en todo lo que nos puede ayudar esa máquina cuando la arreglemos.

Leonardo se queda pensando en el camión y en los tiempos en que se construían las cosas para que no las partiera ni un rayo.

—Las empresas aquellas, cuando empezaron, construyeron sus máquinas pensando en toda la vida. Después se dieron cuenta de que se les jodía el negocio y comenzaron a construir para que se rompieran. A nosotros los pobres no nos sirve así. Por suerte los soviéticos construían duro y nosotros nos quedamos con eso.

En efecto, mientras conversamos, monstruosas y viejas combinadas reposan en torno a la nave. La llave, la grasa y el martillazo se armonizan crudamente para cortar el próximo surco. A las 11 de la mañana, algunas entrarán a la caña y estarán lo que resta de día quitándole cañaveral a la tierra y solo dejándole la paja húmeda. Otras no. Otras no entrarán hoy porque siguen rotas y otras entrarán, cortarán medio surco y quedarán quebradas. Se arreglarán de inmediato y se volverán a romper tres cuartos de cordel más adelante.

El arte de salvar lo viejo (Pedro pablo Chaviano, Cubadebate)

—No corta caña. Me da lástima, pero no corta. Amaury ya dio dos vueltas y él todavía no llega a la mitad.

—Oye, qué lástima ni lástima. Quítate el corazón del pecho que esto es zafra. ¡Qué lindo! ¡Pero qué lindo! Ahora por ser buenos no cortamos caña… Si no sabe, sácalo de allá arriba y ponlo a hacer otra cosa.

Pero no solo las viejas y oxidadas se quiebran. Mientras avanzamos hacia el surco, vemos una combinada preciosa, de pintura impoluta y cristales modernos y moderna la combinada toda. Está sobre la cama inmensa de un camión. Yace ponchada. Contra la goma moribunda y sin aire, un guajiro defraudado pone los codos, cruza las manos y en ellas esconde la cabeza, con genio impotente. Lleva minutos así.

Lo moderno por acá no suele dar buena espina, quizás por eso mismo que explicaba Leonardo. Si de fuerza “bruta” y caña y tierra se trata, aquí la gente se adaptó, desde siempre, a los monstruos construidos para no morir. La gente de aquí sabe que, desde hace mucho, ya esos monstruos no se construyen, por eso son tan severos con los nuevos que aparecen, ya sea un tractor, ya sea una combinada. Y un simple ponche les da ala para maldecir a la madre, al padre y los abuelos de quien se inventó el aparato y para angustiarse con el halo de la estafa. Un simple ponche es argumento sólido para virarse como con nostalgia hacia las viejas combinadas de los tonos ocres y crujidos de espanto, de las que no se espera mucho y con las que se hace todo hasta que la vida, nadie sabe cuándo, diga ¡hasta aquí! Además, por cada nueva caña que corta un aparato antiguo, estos hombres sienten la plenitud del “¡Verdad que como esto… nada! ¡Mira cuántos años y ni se poncha!”.

Combinadas nuevas (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

*

Amaury Colón Cácer nos dijo hace un rato, cuando murió a medias su desconfianza, que nos llevaría al surco en su combinada y que veríamos desde adentro cómo es aquello. Amaury es de estatura baja, mulato y tiene ojos vivos, de fácil abrir. Es presidente del consejo popular El Morrillo, un pueblito costero que está después de Bahía Honda, es decir, del otro lado.

Mientras anoto su nombre en la libreta, me corrige:

–No pongas presidente del consejo popular. ¡Delegado! Que suena más bonito.

–Pero el presidente de un consejo popular tiene bajo su mando varios delegados, ¿no es así?

–Sí, pero para ser una cosa hay que ser la otra primero.

Amaury alardea de lo que hace. Dice que su combinada fue la primera que empezó a cortar caña en la zafra de aquí, este primero de enero.

–Mi cargo en el poder popular es profesional, pero nada más que empieza la zafra me liberan y vengo para arriba de la combinada. Lo mío siempre ha sido esto. Desde el 30 de diciembre nos trajeron para ir preparando las cosas. Me dieron el 31 para que fuera a la casa con la familia. El primero ya estaba de regreso a las siete de la mañana y, a las 8, cortando caña en el surco. La mía es la que más ha cortado hasta el momento, para que sepas. Ninguna de las que tú ves ahí corta más caña que la mía. Siempre están rotas.

Las combinadas no solo se rompen por los años que tienen. Cuando un chofer “no sabe”, se complica todo, porque en la combinada, más que chofer, hay que ser operador y un operador de combinadas no se hace en tres días. Hay que saber para andar en combinada por el surco y Amaury se ha pasado la vida encima de estos trastos. Amaury tiene que saber y sabe… cuándo encajar más las cuchillas, cuándo darle suave, cuando acelerar un poco, por qué fanguizal resulta mejor no meterse para no atascarse desde tan temprano y para que el motor no sufra, porque si el motor de la combinada sufre, la agonía se alarga exponencialmente hasta el cristal de azúcar que no aparece en la bodega.

–La de Blanca Arena es la zafra más larga por estos lados. Aquí se está produciendo el azúcar que se comerá la gente de Artemisa y Pinar del Río. Cuando terminemos, a finales de febrero, vamos para el sur a apoyar en la zafra de allá. Esa todavía no ha empezado –dice Amaury con el mentón arriba, medio orgulloso, con rostro superlativo de mártir del azúcar.

Al final se termina escapando. Dijo que nos llevaría y que claro que sí y que cómo no… pero en cuanto nos ve entretenidos aprovecha para fugarse y lo vemos hacer malabares con la estera altísima de la combinada para no llevarse los cables de corriente, agarrar la carretera, avanzar 50 metros y esconderse cortando cañas en su monstruo gritón.

El campo de caña en plena zafra (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

**

Dice mi abuela que cierta vez fue con su jefe a visitar un central azucarero y se quedó ensimismada tras el cristal del carro, como poseída, mientras observaba los surcos de la caña nueva.

—¡Mire eso…! ¡Para mí no hay nada más bonito que la caña!

—¡Rosita, mira que tú eres boba! —respondió su jefe—. ¡Qué caña ni caña! ¡Bonito es Varadero!

Mi abuela nunca perdonó esa respuesta y ahora, mientras veo el baile sincrónico de las combinadas, las carretas, camiones y tractores, garzas y bueyes sobre el mismo pedazo de tierra, entiendo por qué.

La danza de la zafra en la tierra se vuelve una escena de difícil olvido. Todo confluye para construir la maravilla del olor del tallo recién cortado, la paja que el viento no permite que caiga junto a la caña en la cama del camión, las garzas en persecución intermitente de las combinadas, a la caza de lombrices, cucarachas, lagartos, ranas y ratones que quedan al descubierto, los hombres saltando de las combinadas como en cualquier imagen épica de historia patria, el sol de invierno cubano de las 11 de la mañana, la inestabilidad del suelo del sembrado, los giros de cuerpo de baile de los camiones llenos y vacíos, que salen unos y entran otros para que la combinada siga cortando y cortando y no se pare y ¡contra! ¡que la combinada de Amaury está cogiendo candela!

El pecho de todo el que lo ve acelera. Regresamos por el surco y encontramos en la carretera a un grupo de obreros sentados bajo un árbol. Están hablando mal de quienes no están ahí, se ríen. Me acerco a uno y le pregunto bajo:

—Oye ¿es normal que el motor de una combinada se incendie?

—Sa, pero no pasa nada. Eso coge candela, tú le echas agua y dale. Cuando hay mucho aire y se sobrecalienta es normal. Y no hay problema porque ellos allá arriba tienen extintor y todo.

Es normal, no pasa nada, pero hay que ver la cara de Amaury, corriendo como quien dice, aunque casi sin tener para dónde moverse, botando a la tierra la gasolina de un tanque de cinco litros para al instante llenarlo de agua en un tanque inmenso de hierro que lleva al lado y tirándole esa agua al motor. La cara de alivio agitado de Amaury cuando se apaga todo, que es pronto, y Amaury encabronado regresando al asiento de la combinada, arrancando y cortando, cortando caña otra vez.

Luego de responder con “normalidad”, el hombre disimula unos segundos hasta que no aguanta y me devuelve el rostro de un tirón abriendo grande los ojos:

—¿Una combinada cogió candela?

La danza de las combinadas (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

***

Aquí en la carretera, junto al cañaveral, incrementa el número de personas. Nuevos camiones con vikingo llegan y otros, con la caña picada casi cayéndose de tan llenos, parten rumbo al central Harlem.

—Paco se enamoró duro ahí —comentan los obreros de la caña mientras se burlan de Paco, que acaba de frenar junto a ellos en su moto eléctrica y tiene cara de caricatura contenta. Detrás de Paco está un mujerón más grande que Paco y Paco vuelve a encender y sigue, con la sonrisa eufórica de oreja a oreja y la mulata inmensa y linda abrazada al torso enclenque.

Otra estampa muestra Cirilo, el Mocho. Llega con el machete en una mano, con el filo casi arañando el suelo, un saco al hombro, una boina y ropa de trabajar el campo, que no es más que ropa vieja y gastada. Le dicen el Mocho porque hace muchos años una carreta de bueyes le pasó sobre el pie y lo dejó sin un dedo. Le dicen el Mocho, pero asegura ser machetero largo.

Viene con un caminar que el mal observador podría confundir con cansancio. Pero si se observa detenidamente el andar de Cirilo Morillo Hernández, su boina y el gesto de su cara, se entiende muy pronto que el cansancio no cabe en la oración que lo presenta. No es cansancio, es guapería, guapería de tener 60 años y estar desde los 16 cortando caña a machetazos en todas y cada una de las zafras que le han pasado por delante. Incluso esos primeros 16 son años de azúcar, porque el padre de Cirilo era carretero y Cirilo creció montado en la dichosa carreta, gritándoles improperios a dos bueyes y probablemente castigándolos con el aguijón recio de una vara.

Todavía los macheteros no han entrado al ruedo de la caña. Por estos días, solo las combinadas son protagonistas. Cuando ellas no puedan entrar porque se anegó el terreno o porque hay mucho marabú o porque apareció alguna superficie incómoda para tanto tonelaje, llegará el momento del Mocho y sus compañeros.

Obrero de la caña (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

Dice Cirilo que en un día él solo puede cortar cinco o seis toneladas de caña. Se vira hacia sus compañeros para que corroboren la cifra.

—Con machete, lima, guantes y comida, el machetero tiene.

—¿Tienen?

—Estoy diciéndole eso mismo a Leonardo. Pero parece que sí, que nos van a dar, sobre todo guantes, porque sin eso no se puede entrar a la caña.

—¿Les pagan bien?

—Sí, ahora están pagando bien. Por cada tonelada que yo corte me dan 400 pesos. Pero le estoy diciendo a Leonardo que este año no puede pasar lo mismo que el pasado, que se quedó mucha caña en el piso. Ya yo dije que si eso volvía a ser así no cortaba ni un collo. Me he quedado de machetero porque no quiero saber de ningún hierro viejo de esos. Ni de tractor ni de camión ni de combinadas. Te pasas la vida entera embarrado de grasa, roto y sin trabajo.

Aunque el Mocho tiene ascendencia azucarera —su abuelo también era machetero de esta zona—, sus tres hijos tomaron otro camino. De ellos, dos son maestros y una, policía. Vive solo, porque hace varios años su compañera murió de cáncer. Aguanta el rostro para no enseñar la mueca y dice que la caña buena es la mejor para cortar y que “hay que echar p’alante, no hay más na’” y sigue con la zafra y se inventa metáforas grandilocuentes.

—En tu casa, si tú no buscas la comida, nadie te la va a dar. En la zafra es lo mismo. Hay que inventarse la vida.

Cirilo, el Mocho (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

****

De vuelta a la nave, buscamos a Jorge Luis y a Esteban. Son hermanos y desde ayer los vimos reparando juntos la alzadora de caña. La alzadora va ensamblada a un tractor y ellos son tractoristas. Vienen de San Diego, un pueblito cercano metido en la boca de la Sierra del Rosario.

Se ven tipos rudos Jorge Luis y Esteban, por eso uno lo piensa dos veces antes de acercarse a hablar, porque no parecen ser de mucho reír. Esteban se ve de poco hablar y Jorge Luis habla bastante, grita, refunfuña. Esteban calla, tiene gorra encajada y un candado tupido creciéndole en el rostro. Jorge Luis grita y refunfuña y tiene gorra, aunque medio suelta en la cabeza.

Esteban (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

—Desde ayer queremos hacerles una pregunta tonta. ¿A ustedes no les da miedo?

—¿Miedo qué?

Mientras Esteban Arrieta Cordero movía la alzadora desde el tractor, Jorge Luis Arrieta Cordero le decía hasta dónde, cuánto hacerlo, con su cuerpo a centímetros del imponente hierro que iba de un lado a otro, recibiendo aleatoriamente mandarriazos de Jorge. A veces Jorge a nivel del suelo, a veces tambaleándose sobre un amasijo de chatarra, siempre cerca del brazo de la alzadora, a martillazo limpio, a martillazo duro.

—Al hierro se le trata así. No puedes tenerle miedo. Mandarria con él —, dice Esteban.

—Pero si un hierro de esos se va le puede partir un pie a cualquiera; un martillazo mal puesto y se va el dedo…

—Bueno, imagínate tú, qué vamos a hacer. Esto es así. Aquí todo el mundo se ha dado un martillazo en un dedo, pero ya, hay que seguir. Además, no es lo mismo ser valiente que irresponsable. Aquí no se puede tener miedo porque entonces no puedes hacer nada —, dice Jorge.

Jorge Luis y Esteban, 57 y 58 años, son nietos de campesinos, hijos de ganadero de la sierra y sobrinos de tíos que también trabajaron en esta nave de maquinarias del azúcar. Década tras década, todos de aquí. Jorge y Esteban, tractoristas y Esteban, además de tractorista, tornero.

—Nosotros somos choferes, pero bueno, como ahora no hay gomas, estamos mecaniqueando para la zafra.

Nos enseñan las uñas y explican que el detergente líquido es mejor que el de polvo para quitar la grasa. Los poros se tupen y hay que darle hasta cepillo al pellejo.

Reaparece el muchacho con alcohol hasta en el pelo, se le sienta al lado a Jorge, se tambalea hasta su oído y le grita:

—Ya tú sabes que tu hija es mujer mía. ¿Verdad, mi suegro?

Jorge Luis y Esteban, tractoristas de San Diego (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

Gilberto

Gilberto lleva más de dos décadas como presidente del consejo popular. Bajo su coordinación están las circunscripciones de Carenero, más al norte, San Juan de Dios y Nazareno, unos kilómetros al sur. Gilberto responde por 2053 personas a la redonda.

Los delegados y presidentes de consejos populares de estos sitios, los que iremos viendo, se nos presentarán como seres curiosos. No ganan mucho más que dolores de cabeza por lo que hacen y aún así lo siguen haciendo, quizás porque el hacer trae consigo una cosquilla rara, que duele y al mismo tiempo te hace respirar tranquilo. Los presidentes de consejos populares reciben salario, pero no es paga…

Por lo general, tienen un sentido único de la balanza, porque han visto mucho y a muchos… y ya saben de qué color tiene la muela el cangrejo de solo escuchar cómo camina.

No son de los que mejor viven. Manejan poco la habilidad pastosa del hablar vacío. Como están tan recondenados por toda la gente que les cae encima para resolver mil problemas sin que alguno se parezca, sin que alguno no los sobrepase tanto que casi los aplaste, cuando llega un periodista no le hacen el cuento de “Gilberto en el país de las maravillas”, sino que lo sientan en un portal y le hablan de lo que se ha intentado, de lo que se pudo y lo que no, de gente que ayuda y gente que jode, de los que salvan y los descarados, de lo tremendamente difícil, de lo que nadie entiende.

Gilberto no disertará histérico sobre lo absoluto, será Gilberto y las circunstancias, crudas e imperfectas como son. Luego le dirán al periodista: “Camina por ahí, camina sin pena de ningún tipo, mira y pregunta”.

“Será Gilberto y las circunstancias, crudas e imperfectas como son” (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

Dice Gilberto que la gran deuda que tiene con la gente en todos los años que lleva en esto es la salá carretera. La carretera no solo te trae a Blanca Arena y te recibe. “Carretera” es probablemente la palabra más repetida en cualquier conversación del pueblo. Hasta una película del espacio les haría pensar en ella, porque cómo es posible, se dirían, mira tú, que los carros que van explorando la superficie lunar agarren menos baches que los que llegan hasta aquí.

La carretera de Blanca Arena tiene agravantes en su historial reciente. Decir que es la peor del país sería arriesgado, pero lo que aseguran todos y cada uno de los que aquí hemos visto, más que arriesgado, es de difícil crédito. La carretera de Blanca Arena fue reparada en 2019. “Reparar” no es la palabra, no cuando dicen que se asfaltó completa, no cuando asegura Gilberto que con los recursos que se vertieron ahí, no en 1987 sino en 2019, se pudo haber levantado este mismo pueblo otra vez. Esto ocurrió hace apenas cinco años, menos probablemente, porque este domingo siete de enero hace lucir al 2024 demasiado joven.

Nadie que pase hoy por acá podría imaginar tal cosa. En menos de cinco años el asfalto no desaparece, no debería…

Dice Gilberto que aquello fue de escándalo y que costó algún puesto, pero la gente de Blanca Arena no quiere ver rodar cabezas o sí, pero no solo. La gente de Blanca Arena quiere tener un camino decente, uno que cuando los choferes de alquiler lo escuchen no respondan que por ahí no se meten o no le multen mucho más el precio, uno por el que los de aquí prefieran irse a Bahía Honda en carro en lugar de enganchar el coche al caballo, uno que no miren día tras día bajo las ruedas de los camiones y sientan, como dicen en la granja de pollos, que fueron víctimas de la estafa del babalao.

Gente de Blanca Arena (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

Las casas

Blanca Arena parece un pueblo de muñecas. Casas de muñecas las de Blanca Arena, casi todas iguales, pintadas de colores cálidos, con jardines grandes y patios grandes también con árboles y frutas. Las casas distintas, además de los edificios de microbrigada, son las del más tarde, las de quienes llegaron después de que se levantara el pueblo o de los hijos e hijas de quienes ya estaban y quisieron independizarse de sus padres sin correr muy lejos. Esas casas distintas van desde las paredes de tablas hasta las de bloques, en dependencia de la suerte de cada vida.

Dice Gilberto que Blanca Arena es un pueblo de la Revolución, que antes solo había casas dispersas entre los marabuzales, como la que lo vio nacer y correr descalzo. Como niño, cuenta, no podía ir mucho más allá de la choza, porque era pequeña, un bohío, donde los hermanos estaban prácticamente enclaustrados, porque el monte de marabú tupido la cercaba completa. Quien único salía era el padre, a trabajar en lo que apareciera.

Con la Revolución se levantó este pueblo de mampostería, con bodega enorme, escuela, farmacia y consultorio y se les dio todo eso a los hombres y mujeres, los niños y las niñas… de las chozas y el marabú.

Tiempo después se levantó una granja avícola que hoy, junto al azúcar y los cultivos varios, es la fuente fundamental de empleo por acá.

Yendo a la granja

Carli nos lleva a la granja, donde nos mostrarán las múltiples naves que enclaustran 50 mil gallinas viejas, fuera de tiempo. Con la crisis casi desapareció el alimento y cada vez resulta más difícil hacer que nazcan y crezcan los remplazos. Las gallinas tienen que seguir trabajando más tiempo del que normalmente tendrían que hacerlo y por eso es menor la cantidad de huevo que producen, porque con gallinas viejas y comida mala no se puede pedir más que un huevo por cada dos pollos al día.

Aquí trabajan 23 mujeres y 21 hombres y normalmente son las mujeres las que se encargan de la alimentación de los animales. Por cada nave, cuenta Evydeilis Mieres, la directora, hay una mujer que, dentro, camina ocho kilómetros diarios en el ir y venir. El esfuerzo es tanto que, comentan, muchas tienen que recurrir al bastón al poco tiempo de que se jubilan.

Aunque aún estamos en Artemisa, este siempre fue un pueblo pinareño, hasta el 2011. La granja avícola es una de las últimas huellas institucionales de la antigua pertenencia, porque todavía hoy se subordina a las entidades de Vueltabajo.

La granja avícola de Blanca Arena (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

En Artemisa quieren que eso cambie, que las granjas de estas tierras tributen a la nueva provincia, pero en la granja prefieren seguir siendo de Pinar, porque la costumbre es más fuerte que el amor y porque ya están adaptados a trabajar con ellos. De alguna manera eso les hace sentir que la línea geográfica nunca fue corrida. Además, jefes nuevos muchas veces implican normas nuevas y casi que trabajo nuevo; implica ser los últimos que llegaron, cuando llevan en esto y aquí toda la vida.

En Blanca Arena se respira la maldita circunstancia del límite por todas partes. Antes pertenecían al último municipio de Pinar por el noreste y ahora son del último de Artemisa en sentido contrario. Siempre, antes y ahora, les ha tocado estar en una esquina.

Cuando se conversa con la gente de aquí, aparecen las huellas no institucionales, las más profundas, de la “antigua” pertenencia. Blanca Arena, en territorio artemiseño, se sueña, recuerda y siente pinareña. Las mismas frases del lado de allá, el mismo equipo de pelota por el que quedar despiertos y por el que apostar algo alguna que otra vez. Siguen en una esquina, cierto, pero no es la esquina de siempre.

Ahora regresamos a la casa de Carli y Margot en la volanta de Carli. Las riendas del caballo las lleva Dainel, que a ratos con su mano tierna le golpea las ancas de la yegua, para que apure el paso.

Carli lo vigila, mientras dice que no entiende a los que cambian la vida de aquí por la de una ciudad o un pueblo grande. En esos lugares, aclara, se pasa mucho trabajo para conseguir las cosas. Cuando la gente de Blanca Arena dice “conseguir las cosas” se refiere a la comida, porque comer —y nadie puede convencerlos de lo contrario— es más importante que vestirse de determinada manera o que poder salir con frecuencia al teatro y al cine. Carli sabe, además, que la mayor parte de la gente que se va, tiene más cerca los hospitales, sí, pero se les complica más la existencia y al final, como norma, siguen sin ir a cines o teatros.

Uno de los hijos de Carli y Margot, uno de los que se fue, quería comprar una casa en Bahía Honda, pero Carli lo convenció de que no, de que mejor se conseguía una en el propio Blanca Arena; le saldría más barata e iba seguir en el campo, en el lugar de siempre, con Carli y Margot cerca y sin tener que empezar de cero.

Al final se marchó a empezar todo de cero, pero también se compró la casa en Blanca Arena, porque contrario a lo que se dice, irse no siempre significa quemar naves y mucha gente está tranquila cuando, aún en la distancia, se sabe con puerto seguro adonde retornar, mejor si es cada año y mucho mejor todavía si es cerca de papá y mamá.

Carli corta hierba para los caballos (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

Más de Gilberto

Cuando se sienta en la terraza de su hermana, otrora terraza de su madre, cuando se recuesta y fuma, se ve un tipo feliz, de los que pueden ir por la vida con cara de “por mí no quedó”.

Fuma mucho, como una primavera, dicen aquí. Gilberto asegura que a él no le puede faltar eso, ni el café ni el cigarro. Dice también que el problema de este país es que nadie produce y que hay mucha gente con los brazos abiertos esperando a ver qué cae del cielo y exigiendo que caiga, pero que la vida hay que parirla y parir duele.

Antes, no hace tanto, cuenta, en Blanca Arena no faltaba nada, porque todo el mundo sembraba de todo. Pero ahora no es tan así, la gente se acomodó y se las pasa preguntando lo que vino a la bodega en vez de salir para el campo.

Gilberto tiene una vega, como ya por acá le empiezan a decir a las fincas. No es suya, en realidad, sino de su vecina. Está aquí mismo detrás de su casa. No es suya, pero la tiene, porque la trabaja.

Para arar, nada de tractores, nada de bueyes. Gilberto a guataca limpia, guataca sucia de tierra. No es un pedazo grande. Es un pedazo, una lomita leve.

–¡Yo no puedo creer que las gallinas estas me estén comiendo el ajonjolí! –dice con el genio fácil de los guajiros.

Por aquí, junto al trillo, están los surcos de fresa. En paralelo, aunque más arriba, los de yuca. El quimbombó florecido y ya con frutos grandes, grandes los quimbombós, en un cuadrante al fondo.

Gilberto llena una jaba de quimbombós para que esta noche Margot nos cocine. Pero ya casi anochece y por acá se desayuna, se almuerza y se come a lo temprano, por lo que Margot ya está terminando de cocinar a estas alturas y, cuando vea los quimbombós, nos dirá que los dejemos en la jaba, que vayamos con ellos al siguiente pueblo, a La Mulata, que de seguro allá alguien lo hace. Por los surcos del medio está el boniato.

De lo que produce aquí, Gilberto nada vende.

–Es para tener nosotros qué comer, para repartir a la familia y los vecinos.

Dice que nadie puede sembrar pensando en sí mismo. Que cuando se siembra, siempre hay que pensar en la familia, en los vecinos y, por supuesto, en los ladrones, que también “pasan su trabajo”, “corren sus riesgos” y claro que merecen “lo suyo”. Como no existe forma de que Gilberto los controle, pues siembra para ellos con la esperanza de que le dejen algo, de que compartan.

Hace no mucho llegó y le habían levantado varios surcos de boniato. Entonces Gilberto, con su furia fácil de guajiro, dijo: “Ah ¿síííííí?” y sacó de la tierra todo el boniato que tenía. “Vamos a ver qué se van a llevar ahora”.

Es un pueblo tranquilo Blanca Arena, aunque a ratos alguna que otra cosa se pierde. Meses atrás, cuando el hurto de ganado mayor estaba “más arriba”, cualquiera que dejaba el animal pastando en la cuneta, cuando regresaba a ver ya no estaba. Los ladrones se los llevaban por la misma soga. Se metían con ellos por los trillos del monte y no había manera de seguirles el rastro.

El hurto de ganado se ha incrementado en Cuba durante los últimos años (Pedro pablo Chaviano, Cubadebate)

Era peligroso, además. Siempre se dice que quien va a robar, va a fin de cuentas a cualquier cosa, aunque no lo sepa, porque el animal acorralado se vuelve tres o cuatro veces más fiero y el ser humano, ladrón o no ladrón, es animal.

Quienes roban reses y caballos, no suelen solo robarlos. El hurto es parte de un ciclo cuya primera curva termina con la tierra de algún matorral intrincado encharcada de sangre. Quien viene a robar, trae un cuchillo, uno grande. Por eso hay que medir los grados de cada desgracia.

Es desgracia quedarse sin sustento inmediato, pero es desgracia mayor quedarse sin qué sustentar, sin vida, no quedarse, no quedar. Tiempos de robo, tiempos de incertidumbre, de mezcla dolorosa de sentimientos y emociones: rabia, miedo, prudencia, impulso, sensación de desamparo…

Dice Carli que lo de Gilberto ha sido duro. Tanto, que ha bajado de peso.

En la casa de Carli y Margot, donde nos quedamos, también se quedó durante la pandemia una doctora de Las Tunas que vino a ayudar al pueblo. Carli fue de los que se enfermó. Se había cuidado su poco, pero a muchas casas de Blanca Arena no llega el agua y alguien tiene que llevarla desde la fuente.

Carli era quien llevaba el agua. Tenía una yunta de bueyes y una pipa sobre una carreta. Carli se cuidaba, pero la situación no era de juego y la gente tenía que tomar agua, darle de beber a los animales, cocinar… y en esos lances salió enfermo. Tiempo después vendió la yunta con carreta y pipa porque se estaban robando mucho animal y antes de quedar sin nada, es mejor tener en mano la paloma.

Gilberto también se había asustado mucho con la enfermedad. Los iba viendo caer, uno por uno. El de atrás de la casa, el de al lado, este otro de aquí…

–Yo me dije: tú verás que al que le toca ahora es a mí. Pero la vida me la jugó buena, buena… Hubiera preferido morirme yo mil veces antes.

El nieto de Gilberto apenas tenía dos años. Estaban en la playa. En un abrir y cerrar de ojos desapareció el niño. La locura y la histeria se apoderaron de la búsqueda desenfrenada, esa maldita búsqueda que solo podrían calibrar en su justa medida de dolor quienes la hicieron y acabaron hallando, como un corrientazo que aún no acaba por el medio de la espina, al pequeño sin vida.

Dice Carli que tuvo que correr, porque cuando llegó a la casa ya Gilberto estaba con la soga en la mano buscando el gajo de la mata.

Esto de sembrar la vega, asegura Carli, fue lo que encontró Gilberto para pensar en otra cosa, para reventarse a guatacazos contra el surco y quedarse sin vértebra sana en la columna, diciéndole oprobios a la tierra.

Estamos saliendo de la Vega y nos detenemos a la sombra de un árbol. Gilberto pone un puño contra la cintura y deja caer la otra mano hasta el muslo. Fuma mientras mueve la cabeza suavemente en negativo y mira al suelo.

–Ya a mí se me desgració completa la vida. Yo lo único que quiero es que un rayo me parta en dos ahora mismo. Yo no quiero vivir más.

Gilberto (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

La vida que sigue

Dainel es como el duende de la casa. Tiene unos cinco años y prácticamente no habla. La risa de Dainel es la risa pura y curiosa de los niños que intuitivamente saben ser malditamente felices.

A Carli y a Margot les toca hacer de abuelos resabiosos y bastante mal les sale. Demasiado cariño el de todo el mundo aquí como para que el refunfuño dure.

Menos hablar más de dos palabras para pedir cualquier cosa, Dainel hace de todo lo que hacen los niños de cinco años. Agarra los trastos que se encuentra regados por el patio y se inventa la cabina de un auto, justo al costado del auto de verdad. Corretea, se ensucia las manos y los pies, se embarra de almíbar la boca, juega con los cangrejos diminutos que cazaron ayer en la playa y que trajeron en un pomo de allá. Busca la atención de Margot, de Carli, de su madre, le agarra la cola al perro que sin entusiasmos solo lo regaña con la vista, va al prescolar, siente curiosidad por todo…

La curiosidad por todo es el mayor síntoma de vida que puede dejar ver un niño de cinco años; la curiosidad por todo adosada con la risa fácil, porque el mundo es muy grande, muy complejo, enredado y rico como para no empezar a preguntarse desde temprano qué diablos hay dentro de la gaveta o detrás de los árboles o bajo las piedras.

Lo mejor de todo, aunque poco lo recuerden ya la gente grande, es que el mundo premia esa curiosidad. La frase célebre y manida versa lo contrario, porque en algún punto macabro e inexacto de la historia, la gente cínica comenzó a intentar hacerse cargo del mundo y los cínicos no soportan a los que lo preguntan todo.

Los cínicos controlan estrictamente la capacidad de cuestionar las cosas, no quieren que nadie pregunte, dicen que la motivación no hace falta, que es lo mismo que decir que puede vivirse sin motivos. La victoria de los cínicos es que todos lo sean, para que a nadie se le ocurra señalarlos con el dedo, para que nadie tenga la moral de hacerlo, para que a nadie le importe.

Pero ni los cínicos estarán a salvo si los cínicos ganan. Por eso el mundo juega de potro difícil de ensillar y les hace la guerra produciendo más y más niños, “¡malditos niños!”, que le sonríen hasta al alacrán y que buscan, buscan…

El mundo los hace, les siembra las curiosidades y se las premia, sin dudas se las premia, porque detrás de los árboles les muestra la sabana o el río, entre la ropa del final de la gaveta esconde un aparato que el niño aún no tiene idea de cómo llamar y bajo las piedras están las cochinillas, que solo juegan con mocosos y que son los bichos más maravillosos del mundo.

Lázaro Dainel (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

Los analfabetos

Cuando aún todo está oscuro, Carli se levanta y pone a hacer café. Gilberto llegará dentro de poco y tomará con nosotros. Dainel también despertará con su rostro soñoliento de sonrisa fácil y caminará descalzo por el piso frío. Las primeras luces saldrán con el café entre los labios y las segundas alumbrarán la imagen desgarradora de una familia en pleno en el portal de la casa que nos dice adiós.

Gilberto y Margot Cordero Castillo, Carlos Ángel Testar Porra, Lizandra Testar Cordero y Lázaro Dainel Cordero Testar, nos miran desaparecer.

Ante nuestros ojos pasa la nave de las maquinarias de azúcar, sale por un portón Esteban con un caballo hermoso, pasan los cañaverales… y cavilamos en las conversaciones múltiples e irrepetibles de los últimos días. Pedalear con el fresco de la mañana hace que repasemos cualquier cosa menos la carretera. Por eso pensamos en las conversaciones recién terminadas.

“Yo soy analfabeto”, nos decían campesinos y pescadores, como si se disculpasen antes de soltar la idea. Entonces, en tanto pedaleamos con la mente en los kilómetros del pasado, la vergüenza nos embarga al calibrar la falsedad del hecho. Mientras nosotros nos rompemos la cabeza, infructuosamente además, para zafar una goma de bicicleta en 30 minutos, estos hombres, en 15, restructuran y reinventan una maquinaria azucarera que se quebró en un forcejeo de tantos y que solo a mandarriazos vuelve a la vida. Ellos saben a qué profundidad come el emperador, a cuál se encuentra el castero y cuántos minutos de cloro necesita el ostión para no envenenar a quien lo coma. Desde una rígida y oxidada palanca de tractor conciben la delicadeza suficiente para mover una uña hacia arriba los hierros de la alzadora de caña.

Analfabetos somos nosotros, quienes desgraciadamente solo sabemos leer y escribir y habrá quien tenga argumentos para espetar que ni siquiera eso.

El ruido de un camión nos regresa al ahora. Frenamos las bicicletas y el camión también detiene su paso. Nos adelantará 13 kilómetros, pasando Bahía Honda, hasta el entronque del Central Harlem. En la tarde, ya en La Mulata, el primer pueblo de Pinar, recibiremos la llamada cariñosa de Margot, que nos dirá que ese camión de cabina azul salió de al lado de su casa, que Carli se acercó a pedirle al chofer que, por favor, nos recogiera.  Y que allá también se fue la luz.

Margot, Lizandra, Dainel, Carli y Gilberto (Pedro Pablo Chaviano, Cubadebate)

Se han publicado 10 comentarios



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  • Julio dijo:

    Gracias por este hermoso reportaje. Me trajo grandes recuerdos de cuando anduve por esos lares. Mis condolencias a Gilberto. Respeto para esos héroes de la Zafra y de nuestro pueblo. Sigan así, desentrañando las estampas del pueblo más allá de la ciudad y del turismo. Muchísimas gracias.

  • jotab dijo:

    Excelente relato.....conmovedor, humano, real....escrito desde el corazón...

  • Erik dijo:

    Disfruté la lectura!
    Gracias x dar voz a esos que luchan y no se rinden. Así somos, así es Cuba

  • Sordo dijo:


    Graciasss Ernesto y Pablo... por esta hermosa historia - anécdota de un pueblo hermoso que no es ciudad, mucho mejor que cualquier ciudad de ese Espíritus se trata, de Amor, y sobre todo de Lealtad a su terruño a su labor a su lo que sea...; de ésos que ya no existe en abundancia en la actualidad. Creo firmemente que ese pueblo de Pinar (No de Artemisa), esos habitantes, se merecen que les llegue cualquier arreglos y soluciones a su petición que sea (carreteras, cosas para sembrar de costumbres, naves y/o fábricas, transportes de su tipo de costumbre cañero con sus piezas etc) Digo se merecen porque ellos si trabajan a pesar de todo, siendo humildes dando todo lo que tiene para lo que los rodea porque sus almas y sus corazones no han cambiado nada a pesar de las situaciones. Merecen más de los que reciben (ayuda y/o atención) la ciudad por la situación económica/geografica-territorial.
    Eso sentí cuando leía de ese maravilloso pueblo mientras rememoraba antes y después de las famosas medidas de eeuu en los 90 y también después del Covid que cambió todo y se dejó atender cómo era costumbre a los pueblos como ellos de Arenas "Hermosa". Mi sentimientos de amor y paz a esas familias ❣

  • Ultra dijo:

    Coño Caballo !!! Con cuánta avidez he leído esta crónica recién descubierta para mi!... Cuånto le debemos Todos a esta gente sencilla de pueblo!!! Cuánta sabiduría acumulada! Cuántos problemas No resueltos! Cuánta sencillez! Su texto tiene la Gran Virtud de transportarnos al lugar que se describe... Gracias, Muuuchas Gracias por alegrarnos el día... Buscaremos las anteriores para leerlas.... Ojalá hubiera menos programas de farándula (no ninguno), menos novelas ambientadas en La Habana, menos reportajes triunfalistas... y nos enfocáramos más en los millones de cubanos que sostenemos este Proyecto y detrás de cada cual hay una Gran Novela de Su Vida.

  • Líen Matos Herrera dijo:

    Bonito reportaje de personas humildes y sencillas que todavía dan la vida . Por la caña y el azúcar cuánto deseó hacer y trabajar. Por lo que corre por venas por lo que es la caña y lo que representa para ellos. Que vuelva la vida a los campos de caña lo merecen.

  • Ing. Marcelo Cárdenas Rojas dijo:

    Estimados Mario Ernesto Almeida, Pedro Pablo Chaviano; acostumbrado a leer sus crónicas, esta vez casi he llorado por reconocer los lugares que visitan que me traen muy bellos recuerdos de esa gente buena y franca que los habita. Varias veces fuimos de exploración y parrandas al igual que ustedes al Morrillo y a la playita de La Altura, donde eramos hospedados en casa de los hermanos Fabregas, donde su difunto padre no sabia que hacer para complacernos. y siempre pasábamos un fin de semana completamente desetresados, intercambiando cuentos y anécdotas acompañados de algunos tragos de aguardiente. Admirando al "niño" que con sus mas de 250 libras de peso se jactaba de cambiar él solo la rueda grande de los tractores abrazándola con sus dos brazote, de lo que fuimos testigo, porque el "niño" era ponchero y muy querido en la zona. Nadie que no haya visitado esa zona puede entender que hayan campesinos tan buenos y nobles y trabajadores en nuestros campos.
    Mario y Pedro, deben continuar su periplo y descubriéndonos a nosotros mismos los cubanos buenos. hay mucha gente buena en Cuba que debe aun ser descubierta. Gracias por tan bella crónica.

  • Ing. Marcelo Cárdenas Rojas dijo:

    Mario y Pedro; olvidé recordarles que en esa zona nos comíamos las mejores y mas exuberantes cangrejadas de nuestra vidas, después de salir a cazar cangrejos con perros cangrejeros que sacaban a los cangrejos de sus cuevas

  • Yiya dijo:

    Magnífico relato o crónica, no hay palabras! Conozco esos lugares y muy bueno q aún hayan profesionales como ustedes que escriban a tinta completa las aventuras y desventuras de todos en la historia de lares perdidos no solo en el mapa, la historia, vaivenes de conceptos y olvidos de que aún allí somos cubanos. Muchas gracias a Uds. Y a Cubadebate por publicar. Sigan con su interesante y provechoso andar en el mundo de las vivencias y la tinta. Ah! Algo muy importante para mí ellos quieren seguir como pinareños por qué será?

  • Alexei dijo:

    He leído las tres crónicas y todas las he disfrutado. Gracias por incidir en la espiritualidad de todos los que sabemos de su valor.

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Mario Ernesto Almeida

Mario Ernesto Almeida

Periodista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. Colaborador de Cubadebate.

Pedro Pablo Chaviano

Pedro Pablo Chaviano

Licenciado en Periodismo (2021) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana

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