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La monarquía británica: El último Rey

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Hasta hace algunos años solía decirse que a finales del  s! iglo solamente quedarían cinco reyes en el mundo, los cuatro  de la  baraja y el de Inglaterra. Parece que, según van  las  cosas, solamente   permanecerán  los  de  la  baraja.   Los   escándalos de  la familia real británica  han  erosionado  la ascendencia  social de la institución monárquica y ya se  discute abiertamente  sobre las desventajas de continuar con  un  sistema que poco aporta al acervo nacional.
Inglaterra  tuvo en el trono a hedonistas como  Eduardo VII, preocupado solamente por el sexo, e! l vino y la buena  mesa y  a  brillantes inteligencias como la de Isabel I  y   su  abuelo,  Enrique VII, el primer Tudor. Tuvo a una tonta ama de casa,  como Victoria,  a la que apenas interesaba la corona y tenía  que  ser presionada  por sus ministros para que cumpliese con sus  deberes de  estado. Tuvo a libertinos como Carlos II,  a  dementes   como Jorge  III  - que se escondía tras las cortinas de  palacio  para asustar  a los pasantes-,  y a tímidos tartamudos como Jorge &n! bsp;VI, padre  de la actual reina. Tuvo a  irresponsables calaveras  como Jorge  IV  y  a  empecinados  en  sus  privilegios absolutistas  como  Carlos I. Tuvo reyes que  solamente  hablaban alemán,   como  Jorge I, y a simpatizantes del  nazi fascismo  como  Eduardo VIII, quien terminó renunciando al trono para casarse con una  horriblemente  fea  divorciada  estadounidense. 
Todos  ellos supieron  guardar  cuidadosamente sus defectos  y  mostraron una imagen  resplandeciente de la casa real. Eran tiempos en  que  un rey aun podía ser mítico, remoto y  mágico, pero en nuestra época de  televisión  y prensa amarilla, de republicanismo  y  apertura  de puertas,  el gran público conoce cada vicio y cada  debilidad  de las figuras públicas. Los escándalos de la vida privada de  Diana Spencer y de Carlos Mountbatten  son la comidilla de las revistas del corazón y de las taquimecas desempleadas.
El desarrollo   de  su economía,  la conquista de un imperio colonial y su  vasta  flota que  le  otorgaba el dominio de los mares, hicieron de  Inglaterra  la primera  potencia  del  mundo pero  la  opinión  pública  inglesa consideraba a la monarquía un embarazoso anacronismo y tenía poca consideración  y  respeto  hacia  la  realeza.  Hacia  1860   los sentimientos republicanos eran tan fuertes  que la burguesía  consideró que la prolongación y fortalecimiento de  la institución monárquica era la mejor manera de con! servar el poder. El ceremonial de la corte fue hipertrofiado para dar un  sustento prestigioso  a la corona.
¿De  dónde proviene la legitimidad del poder real?  Los parlamentarios  ingleses,  animadores de  la  primera  revolución moderna que decapitó a un rey, Carlos Estuardo, opinaban que a un monarca  se  le  respeta  en la  medida  en  que  constituye  una representación  de  sus  súbditos  y  una  encarnación  viva  del espíritu  de  la Ley, es d! ecir de las normas  que  organizan  las relaciones  humanas.  La institución monárquica  sirvió  en  sus inicios  como elemento unitario, fue la base organizadora de  los estados  modernos. La disgregación de los señores feudales  daba lugar a una dispersión de fuerzas y debilitaba la región donde se asentaban.  La  concepción del reino fue unificadora y  logró  la subordinación  de  las pequeñas soberanías a un  fuerte  gobierno central.  Después se pasó a trasmitir el poder  hereditariamente, aberración! que hace depender del azar genético el advenimiento de un buen gobernante.
El  atractivo principal de las monarquías reside en  su apelación  a  difusos sentimientos paternalistas,   a  la  cómoda irresponsabilidad  de quien confía en un tutor que se  halla  por         encima  de  todos los poderes, de un progenitor  omnisciente  que guía y estimula. Las repúblicas descansan en la racionalidad, &nb! sp;el pluralismo  y la consulta a las mayorías. Las monarquías  confían en una oscura mansedumbre, en una leal supeditación a un símbolo.
Hay un cierto apego a las tradiciones,  una idea de la identidad, un carisma, un mito nacional que se nutren de la imagen Real. Una de  las  ventajas  de  una  monarquía  parlamentaria  podía   ser contrabalancear  los poderes elegidos democráticamente,  vg.,  un  consejo  de ministros, un congreso, pero en estos días los  reyes ingleses tampoco poseen tales poderes. Un rey neutral en política puede  ser  un excelente árbitro, y esa parecería ser  la  última utilidad que le queda al monarca británico.
Walter  Bagehot, uno de los más acuciosos tratadistas de  la monarquía, recomendaba que los reyes debieran mantener un  velo de encantamiento  sobre  los   arcanos de su vida.  Pero  el  actual Príncipe de Gales ha dado a conocer minuciosamente los hechos  de su  intimidad  y sus opiniones hacia su propia familia,  como  si estuviese  recos! tado  en el diván de un  sicoanalista.  Ello   ha revelado  su  preocupante  inmadurez  emocional.  Después  de  la publicación  de su última biografía muchos lo juzgan  incapaz  de mantener  siquiera los débiles poderes simbólicos de arbitraje  que aun conservan los monarcas británicos.
El ser humano cede una parte de la soberanía que le es inherente a quien puede servir de conciliador, de regulador armónico de todas las fuerzas en  pugna en el seno de una sociedad. Pero si ese elemento mediador  pierde su  autoridad y prestigio sobre los factores que  debe  arbitrar, cesa su utilidad y conveniencia. Eso es lo que esta sucediendo en Gran Bretaña con la institución monárquica.
         Una  importante  revista  como  "The  Economist",   que representa   a  los  más  importantes  intereses  financieros   e instituciones sociales  de Gran Bretaña, ha llegado a afirmar  en un   editorial que el tiempo de la monarquía ha pasado  y que  la  única  razón por la cual se mantiene es  que  sería  muy embarazoso  y  molesto  deshacerse de ella.
gotli2002@yahoo.com

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Lisandro Otero

Lisandro Otero

Novelista, diplomático y periodista. Ha publicado novelas y ensayos, traducidos a catorce idiomas. Falleció en La Habana en 2008.