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La muerte de García Márquez

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qué rara intensidad de muerte hay en nosotros

OSCAR CRUZ (Retorno a Salamina)

Para mi amiga Brenda.

I

gabriel garcia marquezTodos nos convencimos de algo: un sopor aislado nos trajo el tremendismo. Una muerte es siempre tremendista, cruda, a expensas de la moral. García Márquez ha muerto en México, pero en un México abstracto, un México vencido por lo onírico, un México donde el Subcomandante Marcos bien pudiera ser un personaje de ficción, un intruso, o un canciller extranjero. La tierra poco importa: las multitudes siempre han hecho caso omiso de este México surreal.

II

Un Escritor se debatía entre espasmos inconscientes. El alma vulgar venía por la impronta, pero la impronta ya no era desafío, ni rigor, ni complacencia. Cuando esto ocurre, la muerte se vuelve residual, tiende a proscribirse, y más cuando la tierra poco importa. Cabalmente, todos hemos estado muertos alguna vez, el escritor lo sabe, pero no recuerda hace cuánto fue la última vez que lo estuvo. Ha perdido la finura de la exactitud: todo puede parecerle tremebundo en instantes agónicos, incluso el pasado.

Hace diez años publicó su última novela. En diez años todo ha sido misticismo: se ha convertido en recluso ajeno a la nostalgia y ese es el peor delito. El D.F. ha sido el mismo hervidero de sombras, de polución incansable…

III

Según el norteamericano Jack Kerouac, en México, la soledad suele provocar que un hombre no crea en el valor del vacío y se sienta cómodo sin honor, y que otro tenga la libreta en que anota las direcciones postales, plagada de “Que en paz descanse”. Poco ha cambiado, más bien, se ha vuelto todo más caótico. La posmodernidad latinoamericana es un sesgo violento que va dando tumbos hacia ninguna parte.

Si no hago nada/ nada lo hace, terminaba Kerouac. La nada participa como elemento que, por compasión, suprime al hombre. La nada debajo de las sombras. La nada como sinónimo del vacío. El hombre como un proceso que termina en espasmos inconscientes si la nada comienza a actuar pertinentemente.

IV

El Escritor no sería capaz de narrar aquellos espasmos sin caer en el vacío. Un vacío selecto, poco circunstancial, apremiado por el cierre. Mejor seguir con el silencio, piensa quizás. El silencio como escapatoria, los últimos diez años, la ciudad ensordecedora, el público inquieto, a pesar.

Hay un hombre que no sabe morir (la tierra, ya lo hemos dicho, poco importa). Sin miedo cierra los ojos. Ha leído a Schopenhauer: entre el sueño y la muerte no hay diferencias radicales, ni el uno ni la otra ponen en peligro la existencia.

Se han publicado 2 comentarios



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  • Vater dijo:

    Nacer en Aracataca, como diría el buen amigo y notable cirujano matancero Oscar Olivera, es una desgracia como otra cualquiera. Los mortales las padecemos, los inmortales las trascienden.
    Cuando leí por primera vez Cien años de soledad hace ya bastante años(que suerte que mi teclado tiene ñ!) no tenía la menor idea de cómo sería Macondo. Mis pocas referencias culturales me lo hacían imaginar como un pueblito de casas de adobe y techos de madera y tejas, con calles sin asfaltar, que arremolinaban el polvo o chapoteaban de fango según la estación. Hoy, he buscado imágenes en Internet y constato que Aracataca, más allá de sus nobeles lustres, conserva en sus adentros el Macondo raigal de mágicas miserias que Don Gabriel, el Gabo, Gabrielito dibujó en sus relatos. Su grandeza mayor fue globalizar a Macondo, de suerte tal que hoy Aracataca se encuentra al doblar de cualquier esquina del mundo, lo mismo en La Habana, que en Nueva York, Montería, Cuenca, Magdeburgo, París, Moscú o Pekín. Tarea nada fácil cuando los polos culturales tenían cimientos tan europoides. Hizo valer aquello que decía Guillén, de que solo se alcanza la universalidad siendo intensamente local.
    E hizo valer aquello que el mismo dijo y que alguna vez anoté en un ya perdido librejo de citas citables: la lengua española está presa y los escritores latinoamericanos haríamos bien si la ayudáramos a escapar. Pero escapar hacia arriba. Escapar hacia el ascenso ampliándole horizontes, giros, conceptos y gracejos populares, que no es lo mismo que vulgares.
    Y eso fue lo que hizo toda su vida, ascender, trascender. Y después que llegó al Olimpo siguió siendo el mismo buena gente de siempre, el mismo niño asombrado que miraba al mundo a sus pies, desecho en aplausos en Oslo (o fue en Copenague?) y vestidito de blanco puro se preguntaba ¿por qué? “Lo asombroso no es que aplaudan, lo triste es que sonríen” pensaría tal vez, después de haberlos fustigado minutos antes:
    “Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fué para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construirse su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de la incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aun en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa como soldados de fortuna. Aun en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes”.
    Y ahora, como si tanta transcendencia no fuera suficiente, se fue del mundo como cualquier vecino. En lugar de ascender en alma y cuerpo en busca de su Amaranta; taimado y juguetón, simplemente murió. Tengo la sospecha de que lo hizo para quedarse, para que reverenciásemos su demencia poblándola de mariposas amarillas en casa de los Buendía y otras estirpes condenadas a soledad.

  • jose carlos dijo:

    Murió el Gabo pero no ha muerto su esencia, su obra , su pincel literario, su descanso sobre el oficio de escritor que tanto le va a recordar en su ausencia.

Se han publicado 2 comentarios



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Aynel Martínez Hernández

Aynel Martínez Hernández

La Habana, 1992. Periodista cubano. Graduado en 2016 en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. En twitter: @Aynel92

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