Historias del tabaco: Entre policías y bandidos y una palabra clave, moderación
Don Jaime fue uno de aquellos emprendedores catalanes que cimentaron el buen nombre del tabaco cubano. En 1827, aprovechando la derogación de los impuestos reales que cargaban a la industria tabacalera, fundó un modesto taller que llegó a floreciente fábrica y grabó desde 1845 su nombre en la historia del habano.
Para asegurar suministro en calidad y cantidad convenientes a su negocio, don Jaime compró vegas en la archifamosa Vueltabajo, en el occidente de Cuba. Su emprendimiento afectó los intereses de un comerciante tabaquero de la zona, llamado, por cosas del destino, Pedro Mató. Para vengarse, don Pedro comisionó a un moreno que se apostó en un vericueto del camino, esperó a don Jaime y disparó su trabuco. Corría el mes de junio de 1868.
El empresario no murió por las balas, sino a causa de fracturas en sus costillas provocadas al caer del caballo espantado por los tiros, según cuenta una vieja versión de prensa. Soportó el traslado en parihuela hasta un embarcadero, la travesía en barco y luego el viaje en tren hasta su casa, donde expiró.
Una historia donde el tabaco se mezcla con el crimen, amalgamados por los intereses. Un hombre que murió pero dejó a los fumadores de todo el mundo la excelencia de una marca de habanos bautizada con su apellido: Partagás.
Zona oscura
Crímenes no faltan en la historia del tabaco, como tampoco justicia. Conviven en ella –correligionarios en el disfrute del fumar– conspiradores, intrigantes, policías y bandidos, buenos y malos, héroes y antihéroes.
Cuenta Fernando Ortiz que el tabaco llegó a las peores vilezas en Europa, donde en el siglo XVII fue general el temor de ser envenenado con polvos ponzoñosos ocultos en rapé.
Según el cronista Fairholt, rapé perfumado era a veces el recipiente del veneno. En 1712, el duque de Noailles presentó a la delfina de Francia una caja de rapé español, regalo que la complació en extremo pero que, a los cinco días de estarlo inhalando, cortó la vida de la princesa en medio de fuertes dolores de cabeza.
Se rumoraba que el rapé envenenado era usado en España para quitar del camino a oponentes políticos, y que igualmente lo empleaban los jesuitas para emponzoñar a los enemigos, de ahí que algunos le llamaran “rapé de los jesuitas”.
En 1851, el tabaco fue asesino. El conde de Bocarme fue ejecutado en Mons por envenenar a un cuñado valiéndose de la nicotina, expresamente extraída de la hoja.
Pero también ha estado el tabaco del lado de la justicia: en pleno siglo XX, la policía logró detener a los autores de una tentativa de asesinato contra el sultán de Egipto porque uno de ellos, que fumaba cigarros de una mezcla especialmente rara, olvidó en la habitación del hotel algunos delatadores desechos de su placer.
Dupin, Holmes y compañía
En El hombre del labio retorcido, un caso sencillo pero en el que Holmes no consigue avanzar, Watson deja a su maestro en la noche, a la luz mortecina de la lámpara, una vieja pipa entre los labios, ojos ausentes, desprendiendo volutas de humo azulado.
A la mañana siguiente, lo halla en el mismo lugar e idéntica posición. Holmes ha resuelto el caso del periodista que se disfraza de mendigo para ganar más dinero a espaldas de su esposa. “Me gustaría saber cómo obtiene tales resultados”, dice Watson, y Holmes responde: “Este lo obtuve sentándome sobre cinco almohadas y consumiendo una onza de tabaco”.
Inseparable de su pipa, Holmes, cuando se dispone a una de sus largas sesiones de análisis en el episodio del sabueso de los Baskerville, acude a su asistente y amigo: “¿Quiere pedir que me manden una libra de picadura de tabaco, del más fuerte que tengan?”.
Luego, al reencontrarlo Watson, su primera impresión ante la humareda es que la habitación se ha incendiado. Holmes afirma que viajó con el pensamiento mientras su cuerpo permanecía en la habitación y consumía dos grandes potes de café y una increíble cantidad de tabaco.
El antecesor literario de Holmes, Auguste Dupin, es enterado de la trama policial de la carta robada entre la oscuridad y el humo de su pipa, analiza el caso en igual atmósfera y entre bocanadas de humo anuncia la solución.
Por la memoria cinematográfica y literaria de generaciones se pasean Hercule Poirot con sus leves cigarrillos, el comisario Maigret y sus pipas (su creador, George Simenon, tenía varias y las llenaba antes de trabajar, “así puedo hacerlo sin interrupción”), o los fumadores compulsivos de Hammett y Chandler (Bogart era caso aparte, el cigarrillo le acompañaba como Humphrey Bogart, Rick de Casablanca, Sam Spade o Philip Marlowe). Ian Fleming repite en su creación, el agente James Bond, el gusto por pitillos de una mezcla que conseguía en un establecimiento londinense.
Los “intocables” de Elliot Ness celebran su primer “golpe” fumando grandes puros en una escena que queda en fotografía para el recuerdo personal.
Poco antes, Robert de Niro-Al Capone, quemando a sus anchas otro grueso puro que completa el lujoso empaque y el confort de su habitación de hotel, se mofa de la novatada de Ness (su retrato en la portada de un periódico, rostro de sorpresa y contrariedad por la infructuosa redada, en la mano el pequeño paraguas chino sacado de una de las cajas en que esperaba hallar licor de contrabando), sin sospechar que se acerca el inicio del final de su imperio y que el agente especial del Tesoro no parará hasta detenerlo, llevado por aquella máxima de “nunca pares una pelea hasta que la pelea termine”.
Otra vez en Los intocables, capos en torno a una mesa en un suntuoso salón se deleitan entre copas de licor, tazas de café y el humo de grandes puros; celebran entre risas y frases de aprobación una charla beisbolera de Al Capone que de pronto, bate en mano y sin transición alguna, les hace presenciar un brutal escarmiento sobre las terribles consecuencias de ignorar el teamwork (y no en el béisbol, precisamente). “¡Jesús!”, exclama por lo bajo uno de los presentes mientras se limpia el rostro de salpicaduras.
Todos quedan congelados –excepto uno especialmente retorcido, de triste papel en la trama, que manosea una blanca servilleta–, mientras la sangre brota de la cabeza del escarmentado y ahoga el tabaco que este había encendido segundos antes. Ya no se ven puros humeantes, otros quedan mudos sobre el mantel, sin ser prendidos; su inmovilidad acentúa el ambiente de perplejidad y temor. Una escena que no fue pura ficción.
Puros y algún cigarrillo humean también en torno a una mesa de capos en la reunión en la que Vito Corleone busca asegurar la paz entre las cinco familias de Nueva Jersey y Nueva York, en El Padrino. En El Padrino: Parte II, Robert de Niro, como el joven jefe en ciernes, aparece fumando un tabaco, algo inusual en don Vito. Años después, su hijo Michael será su sucesor. Fumador de cigarrillos, con momentáneos arrebatos coléricos, es, sin embargo, flemático al negociar, taimado e imperturbable en esquemas a largo plazo y vendettas cronometradas.
El novelista cubano Leonardo Padura me comentó en una ocasión que en su tetralogía sobre el capitán de policía Mario Conde, donde hay espacio para el saber tabaquero, concibió al protagonista como fumador de cigarrillos –demasiado ansioso y desgarrado–, mientras que a su jefe y amigo paternal, el mayor Rangel –más asentado y conservador–, lo convirtió en un experto en vitolas, siempre a la caza de buenos puros.
¿Cómo imaginar a una Mata Hari cinematográfica cuya estampa no esté rodeada del humo fatal y lánguido, el aura de misterio y sensualidad durante la belle époque previa a la Primera Guerra Mundial, aun cuando en la vida del personaje real fueron mayores los contrastes entre glamour (danzas exóticas, historias de sexo y seducción, lujosos ambientes y cabarets) y mala suerte (fracasado matrimonio con un militar alcohólico y violento, desprotección y muerte solitaria)?
¿Es posible separar al gánster promedio del Hollywood de los treinta y cuarenta de su arma y el puro o cigarrillo ladeado entre los labios; a la arquetípica femme fatale en los cuerpos de Marlene Dietrich, Greta Garbo o Ryta Hayworth del humo serpenteando y replicando las curvas de sus anatomías? ¿Cómo olvidar al perverso y oscuro jefe policial que encarna Orson Welles, descuidado habano en boca, en Man in the shadow, o los duros y difíciles caracteres –un amplio rango que fue de criminal y villano en Cabo del miedo a tranquilo detective perseguido por un turbio pasado y traiciones en Retorno al pasado– de Robert Mitchum, apoyados en sus cigarrillos? ¿O a Edward G. Robinson, Mr. Cigar, aferrado a puros y pipas en sus filmes como mafioso o inspector?
En diciembre de 1946, en uno de los más concurridos encuentros de la mafia, el Hotel Nacional de Cuba acogió a capos como Lucky Luciano, Frank Costello, Vito Genovese, Carlo Gambino, Albert Anastasia, Santo Trafficante y Meyer Lansky. En total, unos quinientos personajes, entre jefes y subjefes de familias, directores, guardaespaldas, asesores, invitados especiales y abogados. Frank Sinatra viajó a La Habana para cantar en honor a Luciano. En las lujosas suites y en el salón de la reunión, además de exquisitas marinerías y otros manjares, diluviaban los rones añejos, las cervezas Hatuey y Tropical y, por supuesto, humeaban los habanos.
En la realidad y la ficción, era frecuente ver a un mafioso con su correspondiente cigarro o cigarrillo en mano o entre labios. También a policías, inspectores, comisarios, políticos, abogados, profesores, adinerados o no, en ambientes diversos. Pero en el cine llegó a ser marca de bandidos y policías, espías y conspiradores, capos y detectives o jefes policiales –iconoclastas, refinados e infalibles o corruptos– en historias y escenas oscuras, suntuosas o violentas.
Si en películas o series anteriores como Boardwalk Empire, Goodfellas o Los Sopranos hay más humo de cigarros y cigarrillos en el ambiente mafioso, en la más reciente, la extendida The Irishman (que recoge la versión del libro I Heard You Paint Houses, que en 2004 dio finalmente detalles sobre el asesinato de Jimmy Hoffa), los principales Joe Pesci (el jefe Russell Bufalino), Robert de Niro (el “pintor” Frank Sheeran) y Al Pacino (Hoffa), quienes antes desvalijaron puros o cigarrillos en otros filmes, urden y concilian sus asuntos en mesas hogareñas, cafeterías o clubes consumiendo desde tragos fuertes y vinos hasta sándwiches, helados, cereales y gaseosas.
Sí llevan puros, mayormente en momentos señalados de la trama, tensos e incluso hilarantes, los dos Tony: Stephen Graham (Anthony Provenzano) y Domenick Lombardozzi (el capo Anthony Salerno, que sería jefe de la familia Genovese en los ochenta; es, como sus pares, de frases veladas: las sentencias inapelables y en circunloquios transmitidas en voz baja vienen de “los de arriba”). También lo hace Harvey Keitel (otro jefe, Angelo Bruno).
Larga, pero perfectamente disfrutable en una sentada, quizás puro en mano (una buena fumada dará solo para parte de la cinta). Menos solemne, más clara en términos de ambientes, renueva la referencia a Cuba y al entorno político de Estados Unidos en los sesenta. Y es dirigida por aquel “tipo llamado Martin Scorsese que haría un muy buen trabajo”, como lo promovía a inicios de los setenta Coppola ante Bob Evans al proponérselo inicialmente como director de The Godfather: Part II –harto de los problemas y angustias e imposiciones que debió enfrentar filmando la primera parte–. El productor de la Paramount le respondería que “absolutamente, no”. (Finalmente, Coppola accedería a ser director, otra vez con Puzo acompañándole en el guion y trabajando con mayor libertad y menos intromisiones. Ganaría el Óscar que le quedó pendiente de la primera parte y repetiría el de mejor filme –caso histórico–, además de sumar otras estatuillas).
Volviendo a The Irishman… Hoy hay –estadísticas lo mostraban hace unos años– menos humo en el cine.
Pero lo cierto es que el puro, el cigarrillo y la pipa han servido eficazmente a lo largo de décadas en acompañar esperas y acechos, quemar horas y ansiedades, conducir cavilaciones, recalcar sarcasmos e iras o complementar galanteos y poses coquetas, gritar hombrías y envolver misteriosas sensualidades, definir personalidades y caracteres (cerebrales o compulsivos), acentuar placeres de todos los sentidos y aliviar soledades, realzar escenas dramáticas o eróticas… en la ficción y la realidad.
Habanos famosos
Contaba Zino Davidoff que la pequeña tienda de su padre en Kiev era frecuentada por “hombres algo extraños. Eran conspiradores y solían enviar mensajes secretos en el interior de los cigarros”. Un día, el círculo fue descubierto y Davidoff padre y su familia debieron abandonar Rusia en un vagón de tren clandestino y establecerse en Ginebra.
“Allí abrió nuevamente el negocio. Otros exiliados venían a la tienda y muchos preparaban una revolución. Uno de ellos me impresionó: siempre llevaba cigarros pero nunca pagó, mi padre jamás le quiso cobrar. Su nombre era Vladimir Ulianov, Lenin”.
José Martí estuvo muy vinculado con los tabaqueros emigrados cubanos en Cayo Hueso. La orden de levantamiento para la segunda guerra de independencia, en 1895, fue enviada a Cuba enrollada dentro de un puro. Hubo también tabacos en la lista de cientos de intentos para eliminar a Fidel Castro.
Y hablando de Cuba, Estados Unidos y los habanos, un día de inicios de los años sesenta, John F. Kennedy comisionó a Pierre Salinger, su secretario de prensa, para que comprara mil de los mejores habanos.
Años más tarde, Salinger, puro en mano, contaba a otros la historia:
“Tiempo después de Bahía de Cochinos, el presidente me llamó a las cinco de la tarde: ‘Necesito ayuda’. ‘¿Qué desea, señor presidente?’. ‘Necesito algunos puros’. El presidente fumaba puros cubanos, recuerdo que eran los Petit Upmann. ‘Bien, ¿cuántos necesita?’, le pregunté. ‘Alrededor de mil’, dijo. ‘¿Para cuándo los necesita?’. ‘Para mañana en la mañana’. Le dije que era una tarea difícil, pero vería qué podía hacer”.
Salinger era conocedor del mercado. “Contacté a varias de las tiendas que usaba y a la mañana siguiente llegué a la oficina a las 8.00 a.m. y ya el presidente me estaba llamando desde la Oficina Oval: ‘Ven rápido’. Me preguntó: ‘¿Cómo te fue?’. ‘Muy bien, señor presidente’. ‘¿Cuántos conseguiste?’. ‘Conseguí 1 200’. ‘¡Fantástico!’. Abrió la gaveta de su escritorio, sacó el decreto que prohibía la entrada de productos cubanos a los Estados Unidos, y lo firmó”.
Comprados usando el privilegio de la información clasificada que tenía Kennedy en sus manos antes de firmar aquel documento. Fumados después, seguramente poco a poco, en momentos de placer y paz, pero también de tensión, cuando ya estaba vedado el mercado de Estados Unidos para los puros cubanos.
El secretario continuaba con sus memorias, esta vez relacionadas con una visita a la Unión Soviética en 1962, de donde regresó con una “gran caja de madera, la bandera cubana incrustada en su tapa, y 250 gloriosos puros dentro”, que le había llegado desde La Habana a Nikita Jruschov.
“Me dije, ‘mi Dios, ¿qué voy a hacer?’. Era ilegal llevarlos a los Estados Unidos. Entonces pensé ‘bueno, tengo un pasaporte en el que dice que estoy viajando en una misión especial para el presidente de los Estados Unidos. Probablemente podré pasar la aduana con eso’.
“Tan pronto llegué a Washington, el presidente me llamó, quería saber qué me había dicho Jruschov. Le dije: ‘Antes de pasar a los asuntos serios… Hice un tremendo negocio en Moscú’. ‘¿Qué hiciste?’, me preguntó. Le dije ‘nos conseguí 250 excelentes cigarros’. ‘¿¡Qué!?’, preguntó. ‘Que nos conseguí 250 excelentes puros cubanos…”.
Esta vez Kennedy fue más severo. “¿Te das cuenta del escándalo en este país si la gente se entera de esto”, le reclamó.
“Le dije: ‘¿Cómo se van a enterar, si solo lo sabemos tres personas: Jruschov, usted y yo’. Me respondió: ‘No, no… Tienes que deshacerte de esos cigarros. Tienes que ir al jefe de la Oficina de Aduanas, entregárselos y que te dé una carta confirmando que los recibió. De otra forma, vamos a meternos en graves problemas’.
“Fui a la Oficina de Aduanas, entregué los puros (conservé la caja). El tipo me firmó la carta. Cuando salía de allí, pregunté: ‘¿Qué van a hacer con los puros?’. Me dijo: ‘Los vamos a destruir’. Le dije: “Lo sé… uno por uno”.
La respuesta de Salinger puede haber llevado en sí el pesar sincero de un fumador por el final inmerecido de aquellos puros cubanos, o la irónica y también triste alusión a que –incrédulo, y con razón– sospechaba que aquellas tentadoras joyitas –que habían viajado miles de kilómetros y volado por encima de los muros de la Guerra Fría– tendrían el justo final para el que habían sido manualmente torcidas… pero en las manos y bocas de otros.
Treinta y cuatro años después, otro presidente, también joven y del Partido Demócrata, firmó la ley Helms-Burton pero en el 2000, en Ginebra, y en abril del 2001, en Londres de paso hacia la India y ya retirado, no perdió la oportunidad de comprar considerables partidas de habanos Cohíba.
Antes, otros Cohíbas, enviados desde La Habana como regalo a Clinton y llevados a Washington por un congresista, fueron destruidos por el Servicio Secreto, “por temor a un atentado” o a la repercusión política que podría tener aceptarlos, según versiones de prensa que citaron el testimonio de Richard Nuccio, asesor especial de la Casa Blanca para América Latina.
Bill Clinton también tuvo sobresaltos a causa de sus puros.
Tras reconocer sus relaciones con la interna Monica Lewinsky, al debate en torno al juicio político llegó el absurdo: un comentarista ultraconservador advirtió en la radio que si era cubano el cigarro que, según constaba en las declaraciones juradas, usó Clinton en sus relaciones “inapropiadas” con la Lewinsky un día de marzo de 1996, el presidente habría violado una ley federal –la que establece el bloqueo a Cuba– y cometido un delito muy grave al “comerciar con el enemigo”. Luego se rumoró que había sido un Gurkha Grand Reserve.
Esas maravillas de La Habana
“Solo tenía un cuchillo, una pipa y un poco de tabaco en una cajita”, cuenta Robinson sobre los momentos que siguieron al naufragio. Luego hallaría en aquella tierra “una gran cantidad de tabaco que crecía vigorosamente”.
El tabaco fue también, para el mundo occidental, luego de aquel final de siglo en que Rodrigo de Xerez y Luis de Toledo encontraron en Cuba “mujeres y hombres con un tizón en la mano y yerbas para tomar sus sahumerios”, compañero de lobos de mar, aventureros y guerreros, presencia en tertulias y recepciones, trincheras y cumbres de paz, oscuras buhardillas y florecidos jardines, expediciones y estudios de científicos y escritores.
De Xerez, al verle exhalar humo por boca y narices ya de regreso en la Península, pensaron que estaba poseído por el diablo. Quienes lo siguieron en aquel “vicio indio”, como le llamó Jacobo I, tampoco la tuvieron fácil. En distintos países, según religiones y costumbres, y por muchos años, se les hizo la guerra, se les llamó “sucios” o “perros cristianos”; hubo deportaciones y hasta narices cortadas, penas de muerte, castigos y amenazas de empalamiento y decretos papales de excomunión.
Así transcurrieron el siglo XVI y parte del XVII, pero a principios del XVIII, y a pesar de las prohibiciones, el mundo se había entregado al placer de fumar.
Los primeros en llevarlo al Viejo Mundo en su forma original, torcido, fueron los hombres de Colón, y fueron los marineros quienes extendieron el hábito y la planta por los puertos de Europa: primero España, Portugal, Italia, Francia, Inglaterra y Holanda... Luego la lejana Rusia y Turquía, y por la ruta del Cabo de Buena Esperanza, el Oriente: Filipinas, India, Japón, China...
Al inicio, el tabaco, para uso de marinos, viajó en la forma más apropiada: andullo para la mascada o la pipa, rapé o polvo para las narices. La Guerra de los Treinta Años (1618-48) fue una especie de consumación, envueltas en ella casi todas las potencias europeas. Luego la fiebre fue indetenible.
Torcido, en pipa, mascado, aspirado en forma de rapé o como cigarrillo, el “diabólico indianejo” era alivio para pobres y daba deleite y clase a los potentados. Si fue vulgar en un inicio, en tiempo relativamente breve devino complemento de elegancia.
Para los indios era, a veces mezclado con yerbas más intensas, remedio contra males del cuerpo y del alma. Jean Nicot, introductor del tabaco en la corte francesa, lo aplicó contra úlceras en la piel. Existió la “fumada médica”, como precaución contra la peste en Inglaterra, donde se veía a los enterradores de las víctimas fumando constantemente. En Holanda, durante la peste de 1636, todos se dedicaron a fumar por considerarlo un método desinfectante. El rapé llegó a ser dentífrico, y se exportaba de La Habana a Londres bajo la marca Peñalvar.
Si Goethe dijo “le tengo horror a tres cosas, la primera es el tabaco”, Bach puso música a “cuando mi pipa tomo, de buen tabaco llena, por placer y diversión” y “por lo tanto satisfecho, en el mar, en tierra o en mi casa, meditando fumo mi pipa”; Moliere escribió que quien no lo conoce no merece vivir, Robert Luis Stevenson lo consideró fuente de felicidad, Liszt le llamó puerta contra las vulgaridades y se cuenta que el irreverente Mark Twain declaró que “si fumar no está permitido en el cielo, yo no iré”.
Darwin, otro aficionado, quizás escribió su teoría sobre el origen de las especies entre el humo del tabaco, aunque prefería el rapé para “estimular la lucidez”. La esposa de Einstein contaba que cuando el genio se abstraía en sus pensamientos, echaba humo cual chimenea; Einstein decía que “fumar en pipa predispone a juzgar con calma y objetividad los actos humanos”.
El premio Nobel Rudyard Kipling dijo que “una mujer es una mujer, pero un buen puro es una fumada”, pero Freud parece responderle con una frase que se le atribuye: “A veces un puro es solo un puro”, aunque también afirmó que no podía trabajar sin tabacos y que “fumar es uno de los grandes placeres de la vida”. En el siglo XIX, Wagner agradeció unos cigarros escribiendo: “Indiscutiblemente, ayuda usted a mi ópera El crepúsculo de los dioses. Esta mañana llegaron esas maravillas de La Habana”.
Son muchas las historias –y hay mucha historia– en torno al tabaco. Historias que pueden venir a la mente mientras se fuma, en medio de una conversación o en un rato de contemplación. Tiempo habrá, porque el tiempo es esencial para disfrutar un habano y hacerlo conscientemente, sabiendo que hay en él –además de aroma– siglos de oficio, tradición y sabiduría añejados.
En el caso de los habanos, el tabaco pasa por el campo, la casa de cura y la fábrica en manos de iniciados para asegurar la hoja mayor y más fina, flexible y no reseca, sin manchas; la ligada especial de capa, aquella que dé el mejor aroma y la mejor combustibilidad; una tonalidad igual en cada caja. Son más de 500 pasos en el campo y la factoría, cero agentes químicos, cero máquinas… Una treintena de marcas y decenas de vitolas o formatos que suman 250 posibilidades de habanos diferentes.
Es toda una cultura, y se precisan años para adentrarse en ella.
Un habano se quema y en las grises volutas va mucho más que el mero resultado de la combustión. Hay tiempo, misterio, iniciación, reglas e instinto, sabiduría… Historias, ficción y realidad. Siglos después, el mito sigue creciendo y el gusto se mantiene, aunque hoy las alertas sean más visibles y frecuentes –en cajas, cajetillas, campañas de salud y páginas de tabacaleras– que en tiempos de Boggie, Steve McQueen y Marlon Brando.
José Martí llamó al tabaco “consuelo de meditabundos y deleite de soñadores arquitectos del aire” y escribió: “Nada tenemos que decir contra fumar a horas oportunas y con moderación”, aunque, como apuntaba en aquel artículo en la década de 1880, “contra lo que deseamos protestar es contra el hábito de fumar cigarrillos de papel en grandes cantidades, imaginándose que estas dosis pequeñas de nicotina no son dañosas”.
En una tarde habanera de finales de los noventa, Compay Segundo, con la autoridad que le otorgaban sus 90, me repitió entre el humo de su puro que “en la vida, todo con moderación”.
Es innegable el cúmulo de cultura acumulada y viva en torno al tabaco –cinematográfica, literaria, musical, histórica, agrícola, plástica, manufacturera, de consumo de quienes aprecian con todos los sentidos el producto único y natural, ajeno a rutinas compulsivas–. Es también parte del mundo que rodea hoy el acto consciente de fumar un buen puro. Moderación podría ser la clave, pero en serio, sin tomar al pie de la letra el jocoso enfoque de Twain: “Fumo con moderación, solo un cigarro a la vez (…) Mi regla ha sido siempre no fumar cuando duermo”.
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"es el sabor de Cuba en los labios." (W. Churchill). En Cuba se usó lo se llamó "La diplomacia de los tabacos"
Interesantísimo! Gracias, Don Ciro!
Este artículo no es del profe Ciro.
El tabaco nunca esta en la luz, siempre esta en las sombras: es un vicio que afecta la salud humana. No importa cuan "encumbrado" sea el fumador, el tabaco no perdona ni cree en rangos humanos. afecta a todos por igual.
El autor no hace una apologia de la costumbre de fumar.Simplemente hace un ameno recorrido por la historia de esa cultura.
Grande está publicación, Don Ciro, demostrando lo grande de las tradiciones cubanas, ahora quisiera ir alguna del ron cubano ligero, saludos