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Marta Valdés: un mundo en la imaginación

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Martirio y Marta Valdés en los Estudios Abdala. Foto: Cubadebate.

Martirio y Marta Valdés en los Estudios Abdala. Foto: Cubadebate.

Un poco a la manera de Jacques Brel, Bola de Nieve, Stephen Sondheim o el mismísimo Cole Porter, su música es un gusto adquirido. No quiere decir esto que falte entre sus muchas canciones un tema popular. De hecho los hay, y son esos los que me harán compartir estas líneas con numerosos admiradores. Pero lo cierto es que más allá de esos títulos que se repiten en antologías, en noches de confesiones insólitas y en los momentos en que la propia música se parece tanto a la memoria o la nostalgia, la obra de Marta Valdés es un mundo de referencias muy amplias y profundas, en las que siempre se puede hundir la mano para sacar a la luz nuevos deslumbramientos.

Lo que ella ha creado, lo que a la altura de estos días en que va a cumplir 80 años sigue asombrándonos es esa sensibilidad irrepetible que ha sabido, sin embargo, parecerse tanto a nuestras vidas. Y a la manera en que, desde ese grado de intimidad, nos devuelve a la poesía.

Digo poesía y quiero aclarar que no me refiero a los poemas ajenos que ella ha musicalizado. En sus letras, en canciones tan insólitas como “En la imaginación”, “Juego a olvidarme de ti”, “Tú dominas” o “Canción sin título”, se filtra una voluntad poética enteramente libre de los clisés de lo lírico, desde una autenticidad que, cómo no, se enlaza con ese anhelo de transparencia comunicativa que fue tan cara a los miembros del filin.

Eran los años 50 y, sobrepasando los lugares comunes del bolero, aquellos jóvenes se dejaron llevar por un hálito más moderno, hasta conseguir una vibración que ha hecho a las mejores obras de ese movimiento sobrepasar décadas y gustos, hasta convertirse en clásicos por derecho propio. José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz, el Niño Rivera, son figuras imprescindibles de ese ámbito que tuvo extraordinarios intérpretes en artistas muy diversos. En ese paisaje está también Frank Domínguez y, Dios sabrá por qué, siempre lo imagino muy cerca de ese reino tan íntimo en el que Marta Valdés ideó sus primeros temas.

La historia de sus canciones es también la de no pocas dificultades. La singularidad de su talento le costó varios disgustos, como aquel del empresario mexicano que no supo reconocer el valor inusual de una de sus primeras creaciones. El éxito indudable de “Y con tus palabras” o “Tú no sospechas” la defendería de esos desaires. Fernando Álvarez o Pacho Alonso estaban de su lado, y el sello Gema la acogió junto a otros autores de aquel nuevo estilo. Pero el filin mismo puesto en tela de juicio, como música de enfermos, en los tempranos 60, cuando esa manera sutil de hacer las confidencias y dejar caer al oído de la amada o del amado verdades aparentemente frágiles, desentonaba con el aire marcial que quiso imponerse. “El día que cierren los cabarets morirá el filin”, profetizó Gilberto Valdés en 1964, sin imaginar lo que se avecinaba.

Vicentico Valdés, Marta Valdés, Giraldo Piloto y Rosendo Ruiz en 1957.
Durante los años 70, el refugio estuvo en los escenarios, y Marta Valdés se convirtió en asesora de Teatro Estudio, la mejor compañía teatral de su tiempo, en diálogo intenso con Vicente Revuelta, Abelardo Estorino, Berta Martínez y muchos más. Sus canciones seguían viviendo en la noche que el país tenía como secreto. Solo faltaba que el agua volviese a su nivel, y que en La Habana cayeran aquellos muros de recelos tan efímeros. En 1978, con “Canción de la eterna juventud”, obtiene el Gran Premio de la primera edición del concurso Adolfo Guzmán. En la noche de clausura no solo recibió el enorme trofeo, sino también la certeza de que acaso quedaban atrás períodos más inciertos.

A la sombra de los mangos de la Casona de Línea, sede de aquel grupo que lideraba Raquel Revuelta, Marta Valdés recibió la década del 80. Teatro Estudio le regaló nuevas sorpresas, como el encuentro con los muy jóvenes Gema y Pável, y un grupo fiel de seguidores que esperaba sus peñas en aquel patio donde se ensayó y se ensayó aquel montaje dedicado a José Jacinto Milanés que finalmente nunca se estrenó. Oír, ahora, en su voz o en la de Elena Burke, la canción dedicada al poeta matancero, me hace pensar en las imágenes de ese espectáculo que nunca se vio en las tablas y que, sin embargo, perdura como ensueño o pesadilla entre quienes fueron parte de su proceso.

La nueva década trató de restañar heridas, y el bolero y el filin se abrieron nuevamente camino hacia los cabarets y clubes que aún quedaban en pie, tratando de hacerse escuchar entre los ritmos del momento. De esa década provienen algunos discos que ya nos decían quién era Marta Valdés. Los poetas, en particular, afinaron el oído para descubrirla, para recuperarla, distinguiéndola entre el coro de actrices que, en alguna escena memorable de esa gran película que es Lucía, entonan una de sus más bellas composiciones.

Fiel a sí misma, ha ido creando una obra en la cual van quedando atrás las convenciones. No se trata solo de su manera de rehuir o procurar una modulación o una tonalidad; se trata de cómo ha enlazado su existencia a la canción como un acto de fe del cual emanan, a la manera de páginas de un diario que se imagina como música, estos temas y estas melodías que se filtran a través de sus devociones.

La música, para Marta Valdés, se parece a la vida de un modo que solo la canción puede explicar mejor, y es de esa convicción que nace su legado. O para decirlo de un modo más humilde: su razón. Y nuestro agradecimiento. Una y otra vez, ella ha insistido en hacernos advertir lo mejor de la música cubana, y por ello escribió notas y artículos sobre valores tan firmes como Freddy, Teresita Fernández o Ñico Rojas. Y en sus discos rinde tributo a compositores como René Touzet o Vicente Garrido, con los cuales ha entretejido una empatía que deja a un lado modas y ritmos pasajeros.

Inclasificable, esta mujer ha encontrado intérpretes de excepción que se adentran en sus temas conscientes de sus riesgos, pero que no pueden evitar la seducción tan sutil que de ellos emanan. Recuerdo aquel concierto de Elena Burke que, en 1995, repletó la sala del Museo de Bellas Artes. Esa tarde coincidieron las canciones de Marta, y Elena y Frank Emilio. Cuando descubrí el disco que editó Virgin Records en su colección Sonora Cubana dedicada al cancionero de esta mujer, refresqué la memoria de aquel recital y repetí algunas estrofas junto a los cantantes de esa selección. Pablo Milanés, Bola de Nieve, Miriam Ramos, Miguelito Cuní. Pensaba que nadie podría cantar “En la imaginación” como la Burke, pero finalmente, gracias a Sigfredo Ariel, oí a Doris de la Torre adueñarse de ese tema de modo irrebatible. Claro que Elena, como en aquel concierto, poseía los diamantes que serán siempre, en su garganta sin par, “Llora” o “Hay todavía una canción”. El disco que ella grabó con esos y otros temas la confirma como dueña y cómplice de lo que esos temas dicen, callan y sugieren.

El tiempo ha añadido otros rostros a ese álbum. La española Martirio y Chano Domínguez, Renée Barrios o Silvia Pérez Cruz han reclamado a la propia Marta en nuevas grabaciones. Ella, por su lado, nos ha regalado empeños como Nuestra canción, junto a Sergio Vitier. Ahí se inclina ante compositores a los que admira, y los traduce amorosamente a su manera de ser y entender la música.
Porque acaso sin saberlo, ya todo lo que ella toca se convierte en Marta Valdés, y de esa suerte de prodigio somos parte quienes vamos una y otra vez a buscarla, cuando La Habana tiene que imaginar otra clase de invierno, o saberse más recóndita de lo que nos deja ver la dura luz del día. A manera de contraseña, de cuando en cuando apelamos a las estrofas de “Canción desde otro mundo”, o a las de “Hay mil formas”, para echar a andar de nuevo sobre la vieja ciudad, con la esperanza de que el mar nos suavice el paso y el pensamiento.

En Matanzas, no puedo dejar de ver ya la estatua de Milanés sin que aquella canción que Marta le dedicara me atraviese la mente. Ni qué decir de las piñas del Templete, que ella evocara demostrando que no le es ajeno un fino sentido del humor. Y así, acaba uno explicándose a través de la vida y las palabras de otras personas eso que vivimos. No todos los compositores, no todos los artistas consiguen tal cosa. Ella lo ha logrado desde la canción misma. Cantarla, una y otra vez, sería el mejor modo de agradecerle tal regalo.

Dice el calendario que Marta Valdés va a cumplir, este 6 de julio, 80 años. Son décadas de búsquedas, de caminos siempre difíciles, y también de lauros y reconocimientos, como el Gran Premio Cubadisco o el Premio Nacional de la Música. Pero el tiempo no puede medir la edad real de ciertas cosas. No puede medir la edad de una canción, cuando esta ha desafiado décadas y contingencias. No puede medir la poesía, sea cual fuere la manera en que esta se encarna. Así pues, no sé ahora mismo qué hacer ante esta fecha, cómo hacerle saber a Marta Valdés cuánto le agradezco que nos haya dejado, a sus fieles, entrar en ese mundo apretado e intenso que sostienen sus canciones, descubrirnos como fieles de ese gusto adquirido sin el cual ya no podríamos respirar del mismo modo.

Me queda toda una madrugada para seguir escuchando esos temas. Toda una madrugada con esas mujeres incansables que reinventan lo que ella imaginó. Al final de la noche, todo parecerá una canción única. Como La Habana ante el mar, sin edad, sin prejuicios. Sin más melodía que la del mar recordándola, y recordándonos.

Ivette Cepeda interpreta, Sin ir más lejos de Marta Valdés

(Tomado de CubaContemporánea)

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