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Óscar Romero: El paso de Dios por nuestras vidas

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Carlos Mario Castro*

"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo"

(Cien años de soledad, Gabriel García Márquez)

Mi abuela y yo, llegamos a las 2 de la tarde a la Catedral de San Salvador. Monseñor Romero iba a celebrar una misa en la cripta de la Catedral en memoria de un sacerdote asesinado por defender los derechos humanos de los pobres. Mi abuela era seguidora de Monseñor Romero, una más de aquellas mujeres maduras que no se perdían casi ninguna de las homilías dominicales del obispo Romero --aunque eso significara venir desde muy lejos para poder escucharlo. No sé cómo lo había conocido, probablemente cuando Monseñor Romero era sencillamente el padre Romero, párroco de la iglesia central de San Miguel, tal vez cuando Óscar Romero fue obispo de la diócesis de Santiago de María... No sé, pero mi abuela quedó atrapada de la manera de predicar de Monseñor Romero, de la claridad y la fuerza con que hablaba, y por eso lo había seguido por cuanta parroquia él pasaba.

Lentamente la se llenaron las bancas de la cripta de la Catedral. Apareció Monseñor Romero con sus ropas sacerdotales; la gente se puso en pie e hizo una valla para recibirlo con un prolongado aplauso. Él caminaba solemnemente, su báculo levantado, repartiendo bendiciones mientras se acercaba al altar. En el momento en que pasaba frente a nosotros, mi abuela me tomó del brazo y alargando mi mano me hizo tocarlo, para luego guiar esa mano por la frente y el pecho, santiguándome. Fue un rito curioso y significativo: curioso porque esa era una costumbre que mi abuela me hacía cumplir solamente con las imágenes de los santos de las iglesias para pedir su bendición, y significativo porque eso quería decir que Monseñor Romero representaba algo más que el simple obispo que en aquel momento pasaba frente a nosotros. Con el tiempo he comprendido que mi abuela me estaba diciendo, con el lenguaje sencillo pero profundo de la fe, lo que más tarde, con otras palabras menos sencillas, diría Ignacio Ellacuría: que en aquellos momentos era Dios mismo pasando delante de nosotros en la persona de Monseñor Romero. O dicho en profano, el paso de Monseñor Romero por nuestras vidas era el paso de un modelo excepcional de ser humano.

Todos los domingos mi familia encendía desde temprano la radio. El aroma de tamales y café flotaba en el ambiente, mezclándose con los tonos de la homilía de Monseñor Romero, que hablaba por la radio con su voz sencilla, valiente y clara. Todavía en el recuerdo puedo escuchar los aplausos de la gente en Catedral cuando Monseñor Romero decía algo con lo que ellos estaban de acuerdo. Aquellos aplausos que más nunca se han vuelto a escuchar fueron el símbolo de la cercanía amistosa entre un obispo singular y su pueblo.

Un domingo mi abuela me llevó a una de esas homilías. La catedral estaba a reventar. Había muchos periodistas, nacionales y extranjeros, gente importante y bien vestida, y mucha gente sencilla y pobre. Me quedé sentado a los pies del púlpito desde donde Monseñor iba a hablar. Allí había otros niños, y alrededor de nosotros algunas grabadoras de periodistas o de gente común que quería grabar la homilía. Monseñor habló de Dios que ama la justicia, habló del proyecto de Jesús de construir una sociedad basada en el amor, la justicia, la paz y la tolerancia. Habló de la conversión cristiana como fruto del encuentro sincero entre Dios y la humanidad. Hubo un momento en la homilía cuando Monseñor hizo una recapitulación de los hechos más sobresalientes sucedidos durante la semana en el país: el ejército había entrado a una aldea campesina y había desaparecido a personas por su vinculación a grupos cristianos o a organizaciones populares; en tal carretera el socorro jurídico del arzobispado había exhumado cadáveres con evidentes y crueles señales de tortura. Monseñor Romero se notaba muy afectado por todos los atropellos que mucha gente sencilla estaba sufriendo en diferentes partes de El Salvador. Por eso buscaba iluminar con la palabra de Dios a una sociedad oscurecida por los odios de clase. Intentaba señalar el camino a todos los que sucumbían ante los espejismos del poder, del dinero, de la violencia, sembrar la semilla de un mañana mejor para las vidas de innumerables salvadoreños, eternas víctimas de la distribución desigual de la riqueza.

Muchos que entonces éramos niños queríamos ser como Monseñor Romero cuando fuéramos adultos. Él se convirtió en un modelo de ser humano y de cristiano; un referente a dónde mirar para encontrar la belleza de valores como la honradez, la solidaridad con las víctimas de la historia, para luchar con perseverancia y convicción por hacer de la compleja aldea humana un lugar fraterno donde el amor fuera la norma y no la excepción. La figura de Monseñor Romero se transformó en un ideal de persona, en alguien cuyos valores humanos teníamos que seguir y cultivar para alcanzar una condición humana más plena y auténtica. De hecho muchos jugábamos a ser Monseñor Romero; nos poníamos unas mantas y dramatizábamos sus homilías dominicales.

Ha pasado el tiempo, han cambiado muchas cosas.  La Catedral y El Salvador ya no son lo que eran cuando nuestras vidas vieron pasar a Monseñor Romero. Nosotros, los de entonces, tampoco somos los mismos. Los niños nos convertimos en adultos, los adultos en viejos, en memoria y polvo. Y mientras tanto, la figura de Monseñor Romero se ha globalizado, llegando hasta los corazones humanos más distantes y diversos, que han encontrado en su vida y en su mensaje una fuente diáfana de inspiración y esperanza. Monseñor Romero representa el convencimiento lúcido de que vale la pena luchar por la humanidad en esta hora de pesimismos y desesperanzas. Su mensaje resulta aún más vital hoy que crece la indiferencia, hoy que los cómplices de los poderosos son más, hoy que la arrogancia del dinero sigue sembrando la semilla del egoísmo, de la intolerancia y  de la injusticia.

Un día murió mi abuela. Su agonía fue larga y silenciosa. Pero estoy seguro de que, en esa inconsciencia que lentamente llega con la muerte; ella, al igual que Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, recordaba aquella remota tarde de mayo de 1979, cuando con ilusión me llevó a la Catedral de San Salvador a conocer a Monseñor Romero.

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*Licenciado en filosofía y candidato a maestro en comunicación por la Universidad Iberoamericana Ciudad de México.

Se han publicado 4 comentarios



Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.

  • Carlos Valdés Sarmiento. dijo:

    Este artículo me ha emocionado hasta la humedad de los ojos, no por la experiencia del autor, sino por que una vez más se comprueba que la sangre de los buenos no se derrama en vano, Monseñor sigue siendo la guía,el faro, el ejemplo a imitar para los salvadoreños y para todos los cristianos que conozcan de su vida ejemplar, cuando el pesimismo nos agovia, cuando nos parece que no es posible hacer nada para detener las crisis de nuestra sociedad, figuras como la de él, son un reto y un aliento; sin querer expulsan a los mercaderes del templo, ponen en tela de juicio a los religiosos o personas que tratan de convencerse a si mismo que solo es necesario declaraciones y artículos, más o menos fuertes para denunciar las injusticias, esos que son recibidos en los centros del poder, que se les invitan a dar conferencias en universidades de países del primer mundo, y se cren progresistas, izquierdistas, radicales, luchadores por la justicia, les debe doler lo que demustra la vida de Monseñor, a los que de verdad echan su suerte con los pobres de la tierra se les persigue hasta desaparecerlos, esa es la forma de conocer los verdaderos comprometidos, los demás no preocupan al imperio; por muy bonito que hablen, por más que se definan como que su opción preferencial es con los pobres; Romero y el mismo Jesús, nos demuestran que no es tener una opción preferencial por los desposeidos, es comprometerse hasta las últimas concecuencias con ellos, ejemplos sobran, por favor no los manchemos, reconozcamos con toda hunildad que no somos dignos ni de pronunciar su nombre, hoy Jesús nos hace la misma pregunta que hizó a Pedro, ¿tu seras capaz de beber el caliz que yo bebere?, Romero dijo sí y lo cumplio.

  • RAD dijo:

    Este recuerdo de Mons. Romero esta muy apegado a la realidad que hemos vivido y...cobtinuamos viviendo. Mis felicitaciones al autor.

  • Daniel Américo Figueroa Molina dijo:

    Excepcional y elevado artículo, estimula a todos para seguir los pasos de un verdero luchador por los derechos de los más pobres.

  • Frank El Salvador dijo:

    Lo alcance a oir por la radio, mi abuela me llevo a verlo cuando estaba en catedral, un poco antes de su entierro. No lo alcance ver, el feretro estaba a una altura superior a mi estatura. Hicimos una cola enorme, pues eran muchisimas personas que pasaban a verlo por ultima vez en su presencia fisica. No entendia muchas cosas, tampoco de lo que pasaba o mucho menos de porque pasaba, sólo se que el silencio y el llanto son formas de rendir tributo, regresamos a casa y parecia que todo terminaría en esos pocos días, hasta su entierro.

    Quisieron los personajes responsables de su martirio, hacerlo mucho más importante, el día de su entierro el gobierno y/o cuerpos de "seguridad" y/o grupos paramilitares, organizaron una balacera enorme. Las terrazas de los edificios fueron ocupadas por tiradores, que dispararon contra los deudos, las balas hicieron su parte y otra parte el miedo que origino la estampida. Se hizo llanto y nuevamente el silencio, quedo un monumento breve "los zapatos" dejados en la calle (este año hubo un monumento de zapatos en ese mismo lugar).

    Hoy hay calles, plazas, festivales y conmemorativos con su nombre, pero Romero sigue siendo el personaje de los olvidados, de los sin voz, es que los hombres y mujeres con santidad no son propios de una denominación religiosa o lugar y tiempo, pero parece ser que asi como hay personas que siguen su ejemplo, algunos han de considerar la existencia de ellos como la más dura afrenta a su poder.

    No hay argumentos contra una vida digna y la santidad y devocion en el servir a los demás. No hay balas que traspasen la muerte, porque el recuerdo se lleva en el corazon de los que sobreviven no de los que matan.

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