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Los ojos de Abel

Por: Katia Siberia
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En esta foto, aparentemente, no se ve la niña de los ojos de Abel.

Hay una metáfora escondida en la mirada de Abel, porque se supone que siendo él oftalmólogo sus ojos claros sean un mar en calma, si acaso salpicados de colirio alguna vez…y ahora tiene enrojecida su ¿esclerótica?

Así se llama esa parte blanca que se nos pone aguadita y casi rosa cuando estamos a punto de llorar. Y Abel no llora, pero está al borde. Ese día de agosto lo estaba y sospecho que lo ha estado, también en septiembre, y lo estará en octubre por más que los casos pediátricos sigan descendiendo con las cifras globales y el hotel avileño se llene de turistas en noviembre, y ya no de pequeños pacientes.

Sucede que el límite de Abel Denis Ruiz no son los más de 2 000 niños que han egresado del hospital pediátrico para la COVID-19, sino la niña que ha tenido en casa durante casi nueve años. No lo ha rozado por ser el subdirector de la instalación avileña, sino por ser el padre de casa.

Por eso, el doctor que se ha vuelto calvo por luchas de años —y no por el vilo de tener “hospedada” una tanda diaria de unos 200 chiquillos en riesgo por un virus pandémico al que le ha sido difícil neutralizar la inquietud— no puede hablar solo de los niños que tiene, sino de la que ha tenido desde antes. Mucho antes de que no pudiera besarla.

Aunque hubo una época en que Abel tampoco podía besarla porque estaba en Brasil. Tres años de lejanía irremediable que le fueron enrojeciendo la mirada hasta que allá, donde no había periodistas indiscretas mirándolo a él, todos los colores que sí le rodaron, le supieron a lo mismo: a sal y a Natalia. Desde aquí ella se rehusaba a hablarle muchas veces, porque lo que quería era que él volviera. Se negaba y lo presionaba en silencio. O en llanto.

Debe haber sido ahí donde Abel aprendió a vivir sin lo que más quería en la vida, y por eso mientras en el hotel-hospital enseña la foto que lleva en su móvil, todo parece menos traumático. “Ahora me dice que prefiere esta misión, que no vaya a otra, que en esta puede verme”. Entre oírlo y no abrazarlo, y verlo y no abrazarlo, la niña ha preferido la misión cubana que supone, al mismo tiempo, mayor contención, pues papi se mira pero no se toca.

“Lo difícil ha sido que la madre lo entienda”, dice entre risas que, por supuesto, se escuchan, pero no se ven. Casi nada ha sido completo desde que Abel se alejó de casa y dejó en su patio los limones persas y unas gallinas de raza extraña que no grabé. En el audio que tengo están otros detalles que debían ser sobre la Zona Roja avileña y terminaron siendo sobre otras zonas. Las de siete años en Venezuela y las de tres en Haití.

Allá lo impredecible lo llevaría desde el sur haitiano a la ciudad de Gonaive para socorrer a otros cubanos que casi son arrastrados por las aguas de Hanna en el 2008. Fue un diluvio del que escribiría estando allí un año después, y tal coincidencia la aprovecho para acercarme al Abel que me tiene, no obstante, en distanciamiento.

Sentados al borde de un sofá del improvisado hospital, habla en confianza de una rutina que no parece, a primera instancia, la del subdirector de un centro asistencial: gestiones del desayuno, el ascensor que se rompió, las hojas que le faltan para que los pediatras puedan escribir sus historias clínicas, los test de antígeno que subirá a hacer él para definir altas y camas… Habla en chancletas a las 9.00 de la mañana y se disculpa por un cansancio que se le acumula hasta en los dedos de los pies. ¿Quién no lo excusaría?

Tampoco es que existan protocolos que obliguen a los médicos a usar zapatos para hablar con periodistas, como no está escrito en ningún lugar que después de una misión venga otra y otra…y que, a contrapelo de algunos insidiosos que las asocian solo a economía de bolsillo, Abel haya “tenido” que incursionar en una tercera, cuyas ganancias no se reportan en esos términos.

Por el contrario: estar en Zona Roja casi permanentemente, le ha hecho “perder tiempo” con sus padres, con su esposa, con la niña de sus ojos (nunca mejor dicho)… Y él sabe, de la peor manera, que tiempo es lo que muchos ya no tienen.

Cuando habla de esas cosas vuelven sus ojos a humedecerse, aunque no se permita que la sensibilidad llegue al nasobuco. Pestañea y pestañea. Parece un truco oftalmológico.

Listo. Tiene la esclerótica blanca, otra vez.

Se han publicado 4 comentarios



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  • Harlem Eupierre dijo:

    Tengo que confesar que el título de este trabajo periodístico no deja de inquietarme.
    Los ojos de Abel como título, desde mi percepción aclaro, no debe ser para otra inspiración que no sea hablar, o escribir en este caso, del héroe del Moncada, asesinado vilmente luego de ser torturado de mil formas, incluyendo la perdida de un ojo. De veras no dejo en este momento de pensar en otra cosa que en ese joven revolucionario que a pesar de tantos vejámenes no reveló nada de lo que buscaban sus captores al precio del sufrido sacrificio de su vida.
    Me parece cuando menos desatinado que, por ser el protagonista de una historia real de nuestros tiempos un oftalmólogo de iris claros y escleróticas llorosas y con igual nombre que el moncadista, la autora encuentre motivo para componer ese título. Otras variantes pudieron ser, pero esta…por favor, más cuidado.
    Con mi comentario no quiero ensombrecer lo más relevante en definitiva de este trabajo, que es precisamente resaltar la consagración de los héroes de batas blancas en tiempos de pandemia y escaseces. A estos, como a Abel Denis Ruiz, todo mi agradecimiento y admiración. Para Abel Santamaría ¡Honor y Gloria! y mi lealtad a las ideas por las que entregó su fecunda vida.

  • Juanita Perdomo dijo:

    Hermoso. Muy hermoso Katia.

  • yohanka dijo:

    Bella historia Abel es de los grandes de los buenos mèdico que se enfrentan a la covid 19 dejando todo detràs hasta sus seres queridos.

  • Maria Teresa Castro dijo:

    Lloré si lloré X él X mi X todos esos que a mi Doctor se le aguan las niñas de sus lindos ojitose...mil gracias..mua..Un beso..mejor dos..mua...mua..

Se han publicado 4 comentarios



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