La Adivinación, entre el Azar y el Destino (III)

En colaboración con Rubén Zardoya

El individuo -y la colectividad- no están exonerados nunca de afrontar su propio destino, de tomar una decisión ante el perenne dilema que implica la relación entre la fatalidad y el libre albedrío, entre el determinismo y la libertad.

Dios y las divinidades hacen saber de sí y de sus designios por medio de sus oráculos; pero éstos apenas ofrecen recomendaciones, de forma tal que el hombre es libre de aceptarlas o no, de avanzar por los derroteros indicados o asumir el azar a cuenta y riesgo propios.

En este último caso, sólo es posible apostar a las fuerzas propias y entregarse en los brazos de la fortuna, la suerte, el acaso, el encadenamiento fortuito de los acontecimientos, la indeterminación que se distancia del orden universal dispuesto para ser conocido.

Ya sabemos que los poetas representaban a la Fortuna calva y ciega, con uno de sus pies alados posado sobre una rueda que gira, símbolo de la inconstancia e inestabilidad de los asuntos humanos en la prosperidad y la adversidad. En los giros de esta rueda, las razones superiores y divinas permanecen ocultas a la inteligencia humana, y el mundo adquiere la forma de lo contingente, de la accidentalidad sin reglas y sin finalidad, desenfrenada y hostil, donde las causas plurales e independientes se entrecruzan insospechadas, ajenas a cualquier necesidad e, incluso, a cualquier probabilidad. En tales
circunstancias, todas las posibilidades se presentan ante el hombre con idéntica dignidad y valor, y la imprevisibilidad se convierte en norma. El destino se envilece en la figura del puro azar.

Sólo es sabio quien escucha al logos universal, decía Heráclito. Sólo es sensato quien ajusta su conducta a la palabra divina, podría inscribirse en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos o al pie del altar de Orula en una casa-templo habanera.

El azar es ciego; el destino, inteligente.

En virtud del proceso adivinatorio, las categorías míticas mediante las cuales se organiza el conocimiento divino se descuelgan de la eternidad y se convierten en instrumentos de la actividad conscientemente utilizados, en principios llamados a garantizar la objetividad de los juicios humanos, en imperativos cuya observancia ha de asegurar la eficacia de la actividad práctica. A partir de este momento, enjuiciar con rectitud un objeto o un suceso significa referirlo a una de estas categorías o a un grupo de ellas; y actuar con conocimiento de causa; es convertir estas referencias en paradigmas y en leyes irrecusables del comportamiento.

He aquí en qué radica el poder que confiere a los hombres su capacidad de interpretar la palabra divina: en el carácter humano universal de las formas míticas objetivas a las cuales se subordina y en las cuales se expresa. Mediante ellas, el hombre religioso otorga orden y unidad al contenido concreto de su actividad vital, se contrapone activamente a él y lo regula.

El destino que dimana del vaticinio adivinatorio es una creación cultural pletórica de potencias significativas.

(Continuará)