La adivinación, entre el azar y el destino (I)

En colaboración con Rubén Zardoya

Atrás han quedado los tiempos en que la adivinación era castigada con la muerte y en que la Iglesia la consideraba inspirada por Satán. El espíritu religioso griego, marcado por la noción del carácter divino del acto adivinatorio, parece prevalecer en nuestros días. Su presupuesto tácito es la creencia en que la divinidad manifiesta sus deseos y veleidades y se comunica con los hombres a través de los más diversos medios, entre los cuales, sin dudas, un lugar privilegiado lo ocupa el oráculo. Su fundamento lógico más general es la oposición entre el azar y el destino.

Rige aquí la vieja conjetura de Crisipo: las profecías de los adivinos no serían verdaderas si el destino no dominara el cosmos, vale decir, el orden primordial de las cosas y los seres. Las profecías oraculares se fundan en la idea de que el mundo tiene un orden necesario; la adivinación es posible gracias a que el universo no está presidido por el caos, sino por el orden total, en virtud del cual cada cosa puede ser tomada como signo de las demás, en particular, como expresión de la palabra y la voluntad divinas.

La noción del destino inherente a la práctica adivinatoria no es el producto de un determinismo ciego, concebido como el encadenamiento de todos los acontecimientos en un sistema cerrado e inaccesible a la inteligencia y la voluntad humanas.

Es cierto que esta noción lleva implícita cierta dosis de fatalidad, el reconocimiento de que los sucesos están predeterminados por un poder trascendente; pero ante esta fatalidad el hombre no es un ser del todo indefenso y desvalido, cuyos esfuerzos para modificar lo que tiene que ocurrir resultan siempre baldíos.

No se trata, pues, de un hado ciego e inescrutable, de un fatum absoluto, de algo dicho o escrito de manera irrevocable y que, por consiguiente, ha de suceder por fuerza, sino de un destino susceptible de ser conocido a través de los medios de adivinación, capaces -por inspiración sobrenatural y, por consiguiente, sin dudas, vacilaciones ni ambigüedades- de descorrer el velo de misterio que cubre las cosas distantes o futuras.

El destino es siempre destino humano, destino del hombre en un orden universal que, de alguna forma, también él construye y modifica.

Lo dicho o escrito en el libro de la eternidad alcanza su plenitud justamente en la acción de los hombres; al margen de ella, sólo es posible hablar de tendencias, de potencias virtuales, de condiciones favorables o desfavorables para uno u otro acontecimiento, de oportunidades y amenazas que se abren ante los individuos y los colectivos humanos o que los acechan, y que éstos pueden empujar a su favor si su juicio es recto y su conducta tiene lugar con arreglo a los fundamentos de la fe religiosa.

La actividad humana constituye un eslabón necesario y, en cierta medida, decisivo, en la cadena cósmica de la fatalidad. El hombre, 1) puede conocer el destino infalible, la predeterminación divina, los designios de las deidades; y 2) puede cooperar con lo inevitable, y esperar ventajas colectivas e individuales de esta cooperación.

El conocimiento es poder.

(Continuará)