Becerros de oropel

Todos los presidentes estadounidenses, desde 1959 hasta hoy, han sido antagonistas de la Revolución Cubana. Algunos intentan mostrar como excepciones a Kennedy, quien –es cierto– intentó entablar conversaciones con el Gobierno cubano antes de ser asesinado; o a Carter, durante cuyo mandato fueron abiertas en La Habana y Washington sendas oficinas de intereses y que, en honor a la verdad, fue menos agresivo que otros de sus colegas.

Pero todos, incluso Kennedy y Carter, fueron adalides del capitalismo, cabezas visibles de un sistema opuesto radicalmente al proyecto socialista que desde el triunfo revolucionario intentamos construir en Cuba. No es un problema personal, son meros intereses de clase, que en su irreconciliable antagonismo se constituyen piedra angular de eso que llamamos “política”.

Obama fue uno de los paladines más inteligentes de esa guerra contra “la alternativa”, contra el modelo contrahegemónico cubano. Convencido de que el enfoque previo a su periodo en la presidencia había sido un fracaso, el primer emperador negro decidió cambiar de táctica, mas no de estrategia: los fines seguían siendo los mismos, pero se precisaba, para alcanzarlos, métodos más sofisticados. Y junto al prometido y nunca concretado fin del bloqueo, un paquete de medidas y leyes ilegítimas y genocidas, Obama y su maquinaria de smart power, pretendieron dotar de glamur a la contrarrevolución.

La tarea era difícil. Los mismos especialistas de inteligencia estadounidense menospreciaban e incluso despreciaban del todo a sus “operativos” cubanos. Los sabían mercenarios, personas sin una agenda pública o un programa político serio, sin principios ni moral, vulgares asalariados que solo se movían por interés pecuniario y que, a menudo, se lanzaban dentelladas unos a otros por el óbolo imperial. No es algo que, siendo justos, debamos asumir como inherente o exclusivo a la “oposición cubana”: estas son características y atributos comunes a todo actor político que, en cualquier época, mira de qué lado se vive mejor y no de qué lado está el deber.

Por ello, el enfoque Obama fue, desde un inicio, descarta esa contrarrevolución “tradicional”, viciada por la bajeza, la usura y la ignorancia; y brindar apoyo a una “neocontrarrevolución”, una plataforma de restauración capitalista que utilizaría las redes sociales, los blogs, los eventos académicos y cualquier canal o escenario de cierto vuelo intelectual para articular un frente de pensadores contrarios al orden constitucional cubano, del cual el socialismo es su rasgo fundamental.

Así fueron pululando medios “alternativos” que sirvieron como ejes articuladores de ese discurso que superaba los clichés, las frases burdas, los personajes caricaturescos, y que intentaba conformar una élite intelectual para influir en la toma de decisiones en Cuba. Nada de cabezazos contra un buró, falsas huelgas de hambre, peticiones de intervención militar; nada de vulgaridad ni sensacionalismo. La novísima contrarrevolución tendría que encarnar un espejismo de país prometido, una suerte de promesa de ídolos puros y altos, sin mácula, un cónclave de hombres y mujeres brillantes que merecían el poder por encima de “los ineptos y corruptos burócratas” del Gobierno cubano.

Pero llegó Trump y, con él, el trumpismo fue cercenando el “enfoque Obama”, infiltrándose en todos los canales y organizaciones que se habían articulado para darles un “lavado de cara” a los asalariados del pensamiento septentrional. Volvieron las vulgaridades, los lugares comunes, los youtubers histéricos, los tuits con malas palabras, las alabanzas a una invasión yanqui, el sempiterno show sin argumentos ni frases elaboradas.

Como le sucede a las “joyas de fantasía”, estos falsos ídolos, becerros de oropel, fueron perdiendo su brillo prístino y acabaron marchitándose de manera irreductible. El barniz de glamur que intentó darles Obama a sus “operativos” en Cuba no resistió el arrebato retrógrado y burdo del mandato de Trump. Millones de dólares después, la contrarrevolución vuelve a su posición inicial: un puñado de diletantes sin propuestas para el país, sin proyecto nacional, sin ideas ni habilidad oratoria.

¿Qué nos toca a nosotros? Pues evitar aquello de que cuando uno mira dentro del vacío, el vacío también mira dentro de uno: que esa toxicidad no nos dañe ni nos invite a imitarla. Si supimos lidiar con los “intelectuales orgánicos” del capitalismo, sepamos darles su lugar a estas “fierecillas domadas” que, sin estilo ni gracia, hacen lo único que saben hacer: buscar dinero.

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Freedom Inc.

(Tomado de Granma)