Perder

Foto: Voz Perica.

No sé si seré el único —cosa que desearía con todas mis fuerzas por una simple cuestión de solidaridad humana—, pero basta con que pierda mi equipo para presenciar como el golpe asestado por la derrota arruina totalmente mis días. Sin quererlo, el fútbol ejerce como decisor tiránico en mi estado de ánimo, y si a veces me endulza con algún que otro triunfo infrecuente, por lo general golpea satánicamente y me lanza al subsuelo de la decepción por la impericia de once jugadores en los que, incluso cuando intento evitarlo, deposito toda mi confianza, como quien lanza una moneda al aire y apuesta en sus veleidosos movimientos todo lo que tiene.

He sido tildado de loco: llorar por el fútbol, gritar, correr poseído por la euforia, encerrarse entre cuatro paredes con ganas de que la tierra se abra en dos y te trague por horas solo porque te acercas un poquito más al abismo de no cumplir con los objetivos de la temporada resulta, y seamos justos en esto, una tontería de dimensiones gigantescas. A fin de cuentas, quien todavía rompe sus neuronas para explicarse el manido enigma de cómo 22 tipos pegándose patadas para alcanzar un balón logran engatusar a medio mundo, a tal punto de colorear totalmente sus formas de vida, es alguien que está en sus cabales y cuya sensatez debería constituir motivo de envidia.

Toca reconocerlo: el resto de los mortales, aquellos que rechazamos un plato de comida el día en que nos recetan una goleada de espanto, o que gastamos las últimas migajas de nuestras pobres economías para celebrar éxitos sobre rivales enconados, no podemos estar bien de la cabeza. Somos unos dementes. Y digo más: felizmente dementes. Incomprendidos. Solo entiende nuestra locura quien comparte nuestra pasión. Y el fútbol, en tanto deporte universal, vicio, droga, hechizo ideado hace más de un siglo por alguien que quizás ni imaginó el futuro de su “invento”, es también un idioma de miradas, de gestos y bufandas, de lágrimas y de cánticos, de vehemencia extrema.

Les cuento mi última experiencia. Sábado en la mañana: media hora para las ocho. Ya es habitual, por el salado tema de las transmisiones en Asia, que el Espanyol juegue a primera hora para que los chinos puedan ver a Wu Lei. Soy perico (hincha del Espanyol): lo confieso con todos los riesgos que ello puede conllevar a partir de hoy. La alarma matutina no solo despierta mis sentidos, sino también un estado de ansiedad horrible que condiciona todas las labores en esta eterna media hora antes del inicio: hago un café que sabe a rayos, preparo el móvil para escuchar la radio y la señal tarda una eternidad en llegar con potencia, doy los buenos días con la boca medio cerrada, porque a fin de cuentas solo puedo pensar en un partido de fútbol que a nadie de los que me saludan les importa un comino y a mí, pasadas dos horas del inicio, me joderá el resto del día de manera irrevocable.

La alineación es un despropósito absoluto. Ya es habitual: los entrenadores, que presuntamente deberían saber diez veces más que un aficionado los entresijos de las pizarras, las tácticas y las técnicas, parecen unos ineptos en la simpleza de enviar a la cancha a los que mejor juegan y dejar en la banca a los menos capacitados para disputar con decencia un encuentro de Primera División. Cuando veo a cierto futbolista en el once, huelo la hecatombe que se avecina. Abelardo, hacedor de milagros en otras geografías, Asturias y Vitoria, lleva seis meses observando “face to face” a los causantes de tantos fiascos esta campaña, pero parece importarle poco. Les ofrece la titularidad, en un acto enorme de masoquismo.

A miles de kilómetros, la señal de la radio va y viene: se retira impúdicamente cuando mejor juega mi equipo y aparece para gritarme de forma escandalosa los goles del rival y amargarme un poco más la existencia. No hay nada más triste que escuchar fútbol por radio. Mucho menos cuando intentas buscarle una explicación a la derrota y como no has visto nada, tienes que tragarte la ira. Este sábado, cuando el partido terminó, yo debí guardarme unas cuantas palabrotas que pensé y no dije por pura educación y porque —así es la vida— a mi alrededor nadie comprendería. ¿A quién podría importarle que un equipo de fútbol, en la Europa que nunca has visitado, en un estadio de fútbol que solo has visto por televisión, con unos jugadores millonarios que probablemente jamás conozcas, caiga ante otros equipo de fútbol con características similares? La pregunta martilla a mucha gente y yo lo entiendo.

Pero sucede que a estas alturas ya no tengo remedio, y el resto del sábado fue un espantoso cúmulo de horas en que fui poseído por el mal humor, la indiferencia y las poquísimas ganas de sonreír. Si hubiésemos ganado, la alegría no habría sido ni siquiera un 50 por ciento del resquemor hacia el mundo que me provocó ver a los míos —que pocos entienden por qué lo son— humillados y casi condenados a descender a la Segunda División. Sin embargo, en un análisis frío de los días sucesivos, debo reconocer que no hay sensación que explique el fenómeno del fútbol como el sentimiento del fracaso. Y tan obstinados somos, que esperamos esperanzados el próximo encuentro con la fe de quien amarra su vida a las causas imposibles.

La frase:

El fútbol se hace menos dramático cuando lo ejecutan los que saben. (Marcelo Bielsa)