Moscú, las sanciones y el trineo de Papa Noel

Foto: Vladimir Sergeev / RIA Novosti.

Acabo de regresar hace tres días de Moscú. Las noticias que leo por todos lados en la em-prensa internacional dan la impresión de que allí se ha desatando, o está a punto de desatarse, un caos social, como resultado de las sanciones económicas norteamericanas y europeas, y su coincidencia con la “imprevista” caída del precio del petróleo.

El sitio de Yahoo en Español publica un refrito de lo reportado en estos días desde Moscú por las ilustres agencias noticiosas EFE, ANSA y DPA, y lo titula La tormenta económica perfecta ya hace sufrir a Putin.

Y para afianzar el “gancho” periodístico que atrape y convenza a los lectores de habla hispana de todo el mundo, el primer párrafo de este cóctel informativo sentencia: El fastidio y el malestar lentamente se apoderan de los rusos…

Los párrafos siguientes aportan ejemplos “concretos” y difícilmente verificables de la actualidad social y económica de Rusia, para dejarnos convencidos de la congoja de sus ciudadanos, y de la tormenta que ya se avecina, cuyos rayos y centellas deben apuntar a un solo objetivo: el presidente Vladímir Putin.

Como ya sabemos, la propaganda preguerra de las potencias imperialistas de las últimas décadas se centra siempre en una sola persona, generalmente el gobernante de un estado “hostil”, a quien se culpa por los desmanes que sufren sus infelices súbditos, y cuyas acciones ponen además en peligro la seguridad mundial, y los intereses de los norteamericanos y sus aliados, no importa a cuántos kilómetros de distancia se encuentren.

Destituir, o preferiblemente eliminar a ese “dictador” de turno, ha sido pretexto suficiente para bombardear y asesinar con armamento “inteligente” a cientos de miles de civiles, niños incluidos, y provocar la destrucción de ciudades enteras y de parte del rico patrimonio cultural de las grandes civilizaciones del planeta; todo resumido y justificado en un mismo acápite: “daños colaterales” inevitables.

La ocupación del territorio o país en cuestión y finalmente la captura y asesinato (o viceversa) de su líder, se considera el final exitoso de cada contienda imperial. Tampoco importa si la muerte, el odio, el hambre y la miseria quedan sembrados en esas tierras, como la bota imperial y las minas terrestres, que nunca se retiran del todo.

El plan político y militar contra Rusia, que como el Ave Fénix se levantó del cementerio del fin de la historia, y en menos tiempo del que se esperaba resurgió potencia mundial, y no el osito manso e indefenso que esperaban los dueños del zoológico universal, fue elaborado hace ya mucho tiempo.

Las agresiones a Afganistán, Iraq y Libia y los intentos por someter a Siria y a Irán tenían, además del botín petrolero, el subproducto geopolítico de ir acercando las fronteras rusas al alcance de los cohetes de la OTAN.

De tal modo, Ucrania no es más que la consolidación del flanco occidental. Las sanciones económicas que los norteamericanos, en un mar de lágrimas, apresuraron a lanzar contra Moscú, a instancias de Kiev, obligaron una reacción similar de sus fieles aliados europeos. La brutal campaña propagandística para satanizar al presidente Putin, redondea el mismo modus operandi que tanto “éxito” ha tenido en el pasado reciente.

Debo decir, porque acabo de verlo con mis propios ojos, que el Moscú y los rusos que pintan los medios de la em-prensa internacional nada tienen que ver con aquella urbe y los millones de personas que ya comienzan a prepararse para las fiestas de fin de año, uno de los momentos cuando la capital del país más grande del mundo viste sus mejores galas, a veces con exagerada fastuosidad y oropel.

Es verdad que hay ahora allí un país capitalista, con sus leyes del mercado, el consumismo desbocado y sus visibles injusticias sociales. Sin embargo, Moscú es una ciudad que hoy vive a su ritmo, un ritmo discordante y apurado, un ritmo imposible de seguir.

Ya las tiendas y los supermercados se abarrotan con las compras navideñas. Y los viernes en la noche es una odisea desplazarse en automóvil por las inmensas avenidas moskovitas, porque todo el que tiene y puede (que no son pocos) decide irse en familia o con sus amigos a las “dachas”, que hoy son cada vez más grandes y bien equipadas mansiones, donde se va a descansar, a comer, a fiestar y a tomar “hasta el fondo”, como sólo saben hacerlo los rusos y las rusas.

De las dachas los más pudientes regresan generalmente los domingos, después de un descanso y cero de aliento etílico, para poder acomodarse al volante de los Mercedes, los Audi, los BMW, los Lexus… los Jaguar de último modelo. En Moscú circulan hoy cerca de cinco millones de automóviles, y dicen que hay más Mercedes Benz que en toda Alemania, una locura total de tráfico, consumismo y polución.

Para los jóvenes y la clase media-baja, que es la mayor población en una ciudad que ya sobrepasa los once millones y medio de habitantes, el metro es la mejor opción para moverse. El subterráneo moscovita sigue siendo una gran obra de ingeniería y arte, y el más rápido y puntual medio de transporte terrestre. Ir en el metro en estos días de fiesta tiene ventajas extras, incluso para aquellos que poseen vehículo: se ahorran gasolina y largas horas de embotellamiento… Y pueden regresar pasaditos de tragos a sus casas, sin correr el riesgo de ir a la cárcel, porque así lo estipula una ley todavía reciente, que prohíbe terminantemente sentarse al timón, aunque sólo se haya ingerido una mínima cantidad de alcohol.

Este invierno muchos de ellos tampoco irán a las dachas, porque no las tienen, o no los invitan sus amigos ricos, y en lugar del whiskey o del champán importado brindarán con el vodka amigo de siempre, y se irán a la cama cuando ya no quede una sola botella por abrirse, o los venza el cansancio y la bacanal.

Los días festivos de fin de año en Rusia suelen extenderse desde el 24 de diciembre hasta el 14 de enero, cuando se celebra el advenimiento del “Viejo año nuevo”, una tradición ortodoxa, según el antiguo calendario Juliano.

A veces invisibles, pero no por pocos, están aquellos ciudadanos de tercera, que viven en la extrema pobreza. Salvo algunas apariciones fortuitas, sobre todo en el metro, uno apenas los percibe, porque no se atreven o no los dejan pulular en los lugares céntricos con sus harapos y sus ruegos de limosna. Tristemente deberán aferrarse a lo mínimo que tengan, y luchar un cobijo o un trago de cualquier alcohol, que les calienten los pies y los estómagos vacíos, cuando en el reloj del Kremlin suenen las doce campanadas. La crisis es para ellos el pan duro y negro de cada día, y si arrecia como la están anunciando, los afectará
posiblemente más que al resto, pero poco o nada cambiará en sus vidas.

En medio de sus contrastes y contradicciones Rusia se burla, pero se cuida de los planes imperialistas de desestabilización. Los últimos acontecimientos en torno a Ucrania son seguidos por muchos con un sentimiento de extrañeza y dolor. Escuché a un hombre muy serio y entrado en años decirle a una muchacha ucraniana, que recién había llegado a Moscú a causa del terror en su tierra: “Tu patria es también mi patria, no puedo concebirla de otra manera, no podemos permitir que nos echen a pelear entre hermanos”.

La postura firme del presidente Putin, y la inteligencia de la diplomacia encabezada por Serguei Lavrov, vociferen lo que vociferen sus enemigos de siempre, han servido para afianzar aún más el respeto de la mayoría de los rusos y las rusas por sus actuales líderes. No lo digo yo. Son los mismos editores y alquimistas del artículo ya mencionado, quienes se encargan de afirmarlo muchas páginas más abajo: El último sondeo de la encuestadora independiente Levada Center reveló que si hoy hubiera elecciones presidenciales en Rusia, el jefe del Kremlin obtendría más del 50% de los votos, un apoyo que se sustenta en las clases media rural y baja, las más afectadas por la crisis…

Paseando por la Plaza Roja con tres grados bajo cero, el día antes de mi regreso a Cuba, no podía encontrar el Mausoleo a Lenin y las murallas del Kremlin, porque estaban escondidos detrás de la parafernalia de una inmensa pista de hielo, que cada año alegra a los capitalinos y a los visitantes en la misma venerable explanada de tantos momentos históricos.

Un amigo de los años, que conoce de mis preocupaciones por el destino de su gran país, me confesó lo que, sin contar el absurdo ucraniano, más preocupaba y molestaba a la mayoría de los moscovitas este final de noviembre de 2014.

No era ni la tenue caída del rublo, ni si los productos en el mercado habían subido de precio, o resultaban de menor calidad como consecuencia de las sanciones americanas y europeas, según acuña el artículo de marras. No.

Lo que estaba en la conversación diaria de todos los amigos con los que compartí la semana pasada en la capital rusa, es que después de varias semanas con temperaturas bajo cero, y acercándose el año nuevo, ¡aún no había nevado en Moscú! Y para los buenos habitantes de estas gélidas tierras, (hablando otra vez de transporte) un Papá Noel sin la posibilidad de deslizarse en su trineo: es lo más triste del mundo.