Ese gigante llamado Muñoz

A Jorge de Armas, que disfrutó aquel jonrón muy a su pesar y de su Marquetti.

Por Roberto Ariel Lamelo

Hay un detalle. Un detalle, que si una historia como esta fuera contada no podría obviarse. Quizás de nada valga decir “el hombre era submarino” porque para quien no conozca de pelota, beisbol, quimbumbia, softball, batos o areíto, el detalle pudiera pasar desapercibido. Incluso, puede perderse en la traducción. “The man was a submarine” ¿Qué coño significa eso? Por eso digo, que este es un detalle que necesita aclararse antes de narrar una historia como esta.  Y es un detalle importante.  Trascendental como la vida misma; porque quizás el cacacacan del NND no sonara igual si uno viera lanzar la pelota por encima del hombro, a tres cuartos, o por el lado del brazo.

Uno no puede mirar las estadísticas así como así. No sirve. Porque hay momentos en la historia en que los hombres se crecen (de hecho esta es una historia sobre un hombre que creció tanto que llegó al cielo), y si uno mira los números de aquel pitcher japonés, sus 5 derrotas sin victoria en la Liga Japonesa entre los años  1981 y 1984, jugando con el Yakult, uno puede pensar que Yukio Takemoto era un pitcher cualquiera, un aprendiz, un imberbe tira bolas; pero estamos hablando de un año después de Japón, años después de la Intercontinental de la Habana. Allí el hombre, ganó 2 y perdió 0. Cuando él era el 3er pitcher en el staff de pitcheo japonés.

Y esta es una historia que no tiene nada que ver con el jonrón que le dio Lourdes Gourriell a Jim Abott en Parma 1988, ni con las cuatro veces que Julio Romero retiró a Barry Bond en aquel juego del Campeonato Mundial, el 28 de octubre de 1984 (par de ponches incluidos). Esta es una historia que tiene que ver con otro jonrón, y es otro el protagonista.

Dicen que Vinent dijo: “Yo lo único que quiero es una carrerita pa´ ganar la mierda esta”. Claro que Bayiyo pudo haberlo dicho así, haciendo uso del vocabulario del idioma cubano, pero cuando la anécdota se contó, se dijo de otra forma, aunque claro, era lo mismo: Lo que Braudilio Vinent necesitaba era una carrera, solo una, para ganar. Pero Braudilio no bateaba y por eso es que fue al dugout a pedirle una carrera a sus compañeros, porque si él, hubiese podido empuñar el bate poco hubiese podido hacer (como tampoco pudieron hacer mucho sus compañeros, mucho más duchos que él bateando), contra aquel pitcher zurdo que iba retirando uno tras uno a los peloteros cubanos.

Dicen que Vinent dijo: “Hagánle una carrera al zurdo este porque si no vamos a estar jugando pelota hasta mañana, porque a mí no me van a hacer ni una”  Y tal vez le hubiesen hecho una carrera al zurdo, pero en el 7mo lo cambiaron y trajeron a un hombre de 6 pies de estatura, nacido el 1ro de agosto de 1956 en Shizouka, y ex alumno de la escuela Shuzenji Kogyo. Un “submarino” (voy a olvidarme de la traducción, pues aquí no pinta nada) que parecía raspar la tierra cuando se inclinaba para lanzar, en franco desafío a las leyes de la gravedad, importándole bien poco Newton y digerida la manzana en su estómago. Y dicen que los cubanos nunca se habían enfrentado a un submarino, que solo lo habían visto en videos y que esta era la carta que traía escondida bajo la manga el mentor japonés.

¿Cómo lo hacía? Aún no lo tengo claro. Dicen que la primera vez que alguien lanzó así, el manager del equipo contrario fue a protestar la violación de las reglas. Pero como toda ley que se respete, las reglas no estaban bien claras – parece -, y en ningún acápite, inciso o recoveco, decía que el pitcher no podía pitchear de la forma en que, por ejemplo, Takemoto lo hacía. Y este es otro detalle que no puede obviarse en la historia, porque cuando el equipo cubano de beisbol, que estaba cansado de darle palos a cuanto pitcher se le plantaba delante, enfrentó por primera vez a un submarino, todo el mundo cogió su trillo y se fue con tres congas para el recuerdo, que hoy sirven como anécdota para sus nietos.

No calentó mucho Takemoto. Apenas unos 10 lanzamientos y le hizo señas al árbitro para que le enviase el primer ridículo mortal al patíbulo. Y dicen que lo vio con el rabillo del ojo, con algo de desprecio, porque apenas dando la espalda al plato, fue que se acercó aquella mole de 1.91 de estatura y 215 libras al cajón de bateo y que a él, al pitcher, le importó bien poco quien era aquel gigantón noble que decía que sí a los árbitros cuando le cantaban los strikes y que nunca protestaba un conteo. Y creo que tampoco le importaba si era el 3er bate “del Cuba” o el 9no, y si tenía o no más de 10 carreras impulsadas y seis jonrones en aquel Mundial, porque él era Yukio Takemoto, el pitcher que lideraba en el torneo las carreras permitidas con menos de una limpia por juego.

Así es como nacen las leyendas: cuando dos titanes se enfrentan.

Dicen que Muñoz le dijo a Pedro Jova: “Cuando venga del campo enciéndeme un cigarro que le voy a dar jonrón al zurdo ese.”

Pero eso fue antes que cambiaran al pitcher, y quizás en la memoria no quede el recuerdo si Jova encendió o no el cigarro, o la marca que era, o si Muñoz se lo fumó o no. Porque al pitcher lo cambiaron, y el cigarro quedó en el olvido, atrapado en la materia etérea de lo que iba a ser y no fue, o consumido hasta lo último, o agradecido que los fósforos no encendieran y perdieran, todos, la cabeza.  Y que Cuso – o Muñoz, o el Gigante, o Nicolás (su segundo nombre), llámele usted como le dé la gana, él no se ofende por eso -, entonces miró más allá de Pedro Jova y le dijo al banco entero: “Párense que voy a decidir esto.”

Uno puede creer mil detalles, o pensar mil detalles, o confiar en mil detalles, sobre todo, en sus propias fuerzas, pero lo que Takemoto nunca supo esa tarde fueron dos cosas:

Una, que Muñoz había nacido en el campo. Y que de la tierra lo sabía todo. Y que en algún momento de su vida infantil y juvenil, vió las papas y los boniatos en el surco, y los granos de café. O algún plantón de caña… en fin, que a Cuso (entiéndase Muñoz, El Gigante del Escambray) le daba lo mismo si se la tirabas con vaselina japonesa a la altura de un perro o si se la arrojabas a la podría con par de escupitajos en la costura porque a él, al Gigante del Escambray, nada que viniese de la tierra le causaba asombro.

Lo otro que Takemoto nunca supo fue, como Muñoz (si quiere dígale Cuso) pudo sacar esos largos brazos al primer lanzamiento que le hizo él, el líder en carreras permitidas en el torneo,… una bola que iba a la modesta velocidad de 140km/h. Pero así fue, y un pueblo de 10 millones de almas se puso de pie mientras las cámaras seguían a la de cuero mientras viajaba, indetenible, hacia el jardín central, y Vinent eufórico gritaba que “ahora sí c…” en fín, decía cosas como esas, adornadas con algunas palabras que los cubanos guardamos para momentos especiales.

Dicen que Yakemoto nunca se recuperó de aquel jonronazo. Y si uno se fija en su carrera posterior al mundial de Japón 1980, Yakemoto, nunca fue ni la sombra de lo que hasta entonces había sido. Es probable que la gente, allá, se haya acostumbrado a ver la bola salir de la tierra, tal como Muñoz no la confundió con una papa, o un hurón con hepatitis, pero tal vez él tampoco sepa, y esta será la tercera cosa que él desconoce, que durante años su imagen salía día tras día en Cuba, de Lunes a Sábado, por el canal TeleRebelde casi a las 7pm, cuando él justamente se levantaba para tomar el desayuno en su casa.  Y claro, uno le agradece a Yakemoto que hubiese lanzado aquella bola casi rozando el suelo, porque quizás el mito del jonrón de Muñoz en 1980 no hubiese tenido el mismo efecto si la hubiese lanzado por encima del brazo, o en curva y no en recta.

Porque solo los grandes, como Muñoz, esperan momentos como ese para subir al parnaso de la inmortalidad.

Claro, muchos dirán que Muñoz era grande, que era bueno, que aquí en USA “hubiese sido…” e incluso, no por gusto, he oído decir que era tan bueno como Reggie Jackson, Willie Stargell, Tany Pérez, Tino Martinez, o lo que es lo mismo, para que la generación actual sepa de que estoy hablando, lo han comparado con Giambi, David Ortiz, Mark Texeira o Albert Pujols, pero hay algo, existe algo que si no se cuenta ahora, esta historia no tendría sentido. Y no tiene que ver con el jonrón, ni con Takemoto, ni con Vinent, y sí con Muñoz, pero no con el Muñoz pelotero sino el otro Muñoz, el de carne y hueso.

Yo no sé cuan queridos puedan ser o hayan sido cualquiera de los otros nombres que yo he mencionado en estos párrafos, lo que sí sé, y varias personas me lo aseguraron, es que hace un año, cuando Muñoz enfermó y lo ingresaron en el Hospital de Cienfuegos, “pasar a verlo” era, al decir de mis colegas periodistas de Cienfuegos, más difícil que pasar a ver al Presidente Obama en la Casa Blanca. Porque fueron tantos y tantos los que fueron a verlo, que Cuso (llámele Usted como le dé la gana) apenas podía dormir entre visita y visita; y lo que es peor, cuando supo, cuando pudo palpar cuanto lo quería su pueblo de Cienfuegos, cuanto lo quería Cuba entera, Cuso empeoró y los médicos mandaron a poner CVP (otra palabra sin traducción) por todos los pasillos del Hospital; y que las medidas eran tan extremas en la Sala de Terapia que apenas lo que entraba y salía de ella, era el aire que intercambiaba el Aire Acondicionado.  Y esos son detalles que no tienen mucho que ver con la historia del jonrón en el Mundial de Japón en 1980, pero son cosas que si uno no las dice quedan, olvidadas, como El Zonzo, y aquella muñeca zurcida que un día le regaló a la niñita tullida, la mayorcita de Román.