Ruido

La música del centro recreativo estremece sus alrededores con los altísimos decibeles que los disc jockey le imprimen a la música…El chofer del P-4 usa su claxon de aire inmisericordemente mientras tortura a sus pasajeros con un reguettón pobre de letra pero alto de sonido…El vendedor de discos de la esquina vocea su mercancía mientras inunda a la fuerza el barrio con la música que promociona…Bajo el único farol encendido de la cuadra una decena de jugadores de dominó inquieta la madrugada con el ruido de las fichas y de sus voces (¿Trabajarán mañana?).

La ciudad es cada vez más una selva hiperdecibélica, como la nombró el fraterno colega Pepe Alejandro. El respeto a los demás se esfuma con demasiada facilidad. La impunidad parece campear en el ambiente sonoro. Una más de las indisciplinas que nos corroen.

No podemos vivir en la tristeza y la amargura, pero tampoco en la agresividad y el desparpajo. Necesitamos educar en la civilidad y exigir respeto, sin dejar de disfrutar de los encantos de la vida.

Las leyes están claras. Los organismos responsables de enfrentar la contaminación sonora, identificados. Falta más acción y menos complacencia. Aunque cuesta pensar que una multa de cinco pesos va a ahuyentar los deseos de excentricidad y el vandalismo de quien pone música para él y sus vecinos sin el menor recato o crea escándalos a cualquier hora.

Y se necesita también mayor compulsión social para enfrentar esa desgracia de la modernidad incivilizatoria. Cuando los muchos exigimos y actuamos, a los pocos se les acaba el terreno de la impunidad.