Cuba en la piel

En acto de elección indeleble algunos deciden estampar en su piel un símbolo que antes recorrió con intensidad los caminos del alma.

Nadie piense que el tatuaje es asunto epidérmico. Cada línea del dibujo entraña una suerte de juramento, de declaración de fe. ¿De qué otro modo podría asumirse la opción de dibujar en nuestro cuerpo algo que nos acompañará por siempre?

Vivir como si se fuera un lienzo vivo, palpitar mientras se da movimiento a una mariposa, a una salamandra, a una Isla, o a un héroe, implica una decisión muy personal, sin retroceso ni términos medios.

No caben atenuantes: no vale, por ejemplo, que el lugar elegido para el grabado suela estar oculto, pues en algún momento alguien será testigo de esa estampa que parece tener voz y poesía, que delata anhelos y certezas.

Si alguien se puntea la piel por simple capricho; si corre el riesgo de poner una señal sobre sí porque la moda lo impuso, habrá sido rehén del dolor y el riesgo físico -no más que eso-, y habrá perdido de antemano su batalla frente a lo que sabe perdurará. Porque el tatuaje ignora temporadas y levedades: una vez que nace, hay que asumirlo como verdad a la cual nada podrá arrebatarle su sentido.

Tal vez por eso atraen como letreros en rojo esos trazos que conforman obras de arte sobre la piel. Parecen haberse hecho cuando el corazón del dueño comenzó a desbordarse y ya no había dónde colocar tantos apegos, tanto sentimiento.