La hora del cañonazo

El Cañonazo es una recreación histórica que se celebra cada día a las 21:00 horas. Residentes de La Habana, ataviados como los guardias militares del S.XVIII con uniforme y pelucas blancas, emulan los tiempos en los que se cerraban las murallas de la ciudad. Foto: fitcuba.com

Existe el propósito, y se trabaja por conseguirlo, de que el cañonazo de las nueve sea reconocido como patrimonio intangible de la nación cubana. Durante la Colonia, el cañonazo sirvió para anunciar que se abrían y se cerraban las puertas de las murallas que, decía el historiador Emilio Roig, “formando un enorme cinturón de piedra, rodeaban y defendían, como inexpugnables fortalezas de su época, la primitiva, modesta, sencilla, patriarcal y pequeña ciudad de San Cristóbal de La Habana”. Esa detonación sigue siendo aún parte de la vida de los habaneros y de su identidad. Marca la hora obligada pues el alcance del manto acústico de la explosión cubre todos los rincones de la urbe.

Aunque no se aprecia dado el ruido de la ciudad actual, se asegura que el sonido del disparo demora cuatro segundos en llegar al Capitolio, trece a la calle Paseo, en el Vedado, y diez y nueve a la loma del Mazo, en la Víbora. Treinta y dos segundos tarda en hacerse oír en el edificio de la empresa telefónica de Marianao, treinta y seis en el reparto Cubanacán (antiguo Country Club) y cuarenta y seis en Arroyo Arenas. Llega a Santiago de las Vegas con una tardanza de sesenta segundos.

Uno puede seguir el ritmo de la vida y poner su reloj en hora gracias a ese aviso lejano, “esa soberana institución del cañonazo de las nueve”, como le llama Jorge Mañach en sus Estampas de San Cristóbal.

La Habana sin su cañonazo es como si le faltara el Malecón, porque el cañonazo de las nueve es tan habanero como el Morro, La Giraldilla y La Fuente de la India. Mas entre el 24 de junio de 1942 y el 1 de diciembre de 1945 no hubo cañonazo que valiera en la ciudad. Cuba había entrado en la Segunda Guerra Mundial y el Estado Mayor del Ejército prohibía el disparo nocturno a fin de ahorrar pólvora y no ofrecer nuestra posición al enemigo.

Durante la Colonia, el cañonazo sirvió para anunciar que se abrían y se cerraban las puertas de las murallas. Porque entonces no era un solo cañonazo, sino dos. Y coexistían dos ciudades, que eran una sola, la de intramuros y la de extramuros, divididas por aquel paredón.

A las 4:30 de la mañana, al toque de diana, el cañonazo indicaba que debían alzarse los rastrillos, tenderse los puentes levadizos y abrirse las puertas de las murallas para permitir el tráfico entre una parte y otra. Y el de las ocho de la noche, al toque de retreta, disponía que se hiciera lo contrario. Caían los rastrillos, se elevaban los puentes y se cerraban las puertas y nadie entonces podía entrar en la ciudad amurallada. Ni salir. El disparo se hacía desde el buque de guerra que servía de Capitanía en el Apostadero; luego, empezó a hacerse desde la fortaleza de la Cabaña, y con el tiempo, cuando el toque de retreta dio paso al toque de silencio, el cañonazo empezó a escucharse a las nueve de la noche, costumbre que se mantuvo luego de la desaparición de las murallas con el único objetivo de anunciar pueblerinamente la hora.

Era la señal del retiro, de la digestión conclusa, del idilio suspenso, del cese de los patines en el parque porque salían los brujos con su saco, de abrir los catres en la clásica trastienda, puntualiza Mañach en sus Estampas… Tiempos en los que, en lo público y lo privado, la noche terminaba a las nueve. Hoy, a las nueve de la noche, escribía Mañach en 1926, comienza la amenidad de la jornada.

Pero no siempre, a lo largo de la República, el cañonazo de las nueve sonó a la las nueve de la noche. Y esa fue una de las mayores dificultades en el intento de anunciar dicha hora a través de la radio. Era interés de las radioemisoras llevar a toda Cuba el sonido del disparo que efectuaba uno de los cañones de la Cabaña. Y más si entre sus anunciantes figuraba la mueblería El Cañonazo. Pero no siempre era posible porque si llovía no había cañonazo y cuando lo había no siempre el disparo se realizaba a la hora exacta. El sistema para dar el aviso era rudimentario en extremo. Un cabo del Ejército, que era el encargado de ordenar que se hiciera el disparo, se regía para ello de un reloj de pulsera barato, el suyo, que casi nunca coincidía con la hora del cronómetro eléctrico de la radioemisora, que la Compañía de Teléfonos rectificaba hora a hora. Se quiso entonces que los jefes de la Cabaña tomaran carta en el asunto y el cañonazo se rigiera por un plan científico. Pero nada se consiguió.

Desde hace muchos años, el cañonazo se dispara a las nueve de la noche en una ceremonia que atrae a los que acuden a la Cabaña para presenciarla y que multiplica el encanto de una tradición arraigada por siglos en el imaginario de los habaneros, parte de su vida y de su identidad, patrimonio intangible de la ciudad y la nación.

Comienza con el sonido de los tambores y una voz pidiendo “silencio” a los asistentes. Luego, un grupo de astilleros se dirige hacia el cañón para dispararlo. Foto: fitcuba.com