Zonas de tolerancia

1950 – Tres lunas en una noche larga. Foto: Internet

Las “pupilas” aguardaban y se exhibían en el salón como la mercancía en las
vidrieras del mercado, y no se hacía necesario hablar mucho. El cliente, con
tiempo para calibrar y escoger, abordaba a la que era de su agrado con una
pregunta simple: “¿Te quieres ocupar?” y la muchacha, que podía decir que no,
respondía generalmente que sí -no estaba allí para otra cosa- e invitaba al
hombre a que la acompañara a su habitación. Ya en ella, cobraba por
adelantado y salía, por un momento, para entregar el dinero a la matrona.

En 1963 se acabaron las zonas de tolerancia en La Habana. En esa
fecha, las principales eran las de Colón –sórdida, sombría, ya en plena
decadencia- y la de La Victoria, que lucía aún su esplendor pasado. La primera tenía su eje en la calle del mismo nombre y se extendía por las de Crespo, Blanco, Ánimas, Bernal… mientras que la otra ocupaba un rectángulo
delimitado entre Infanta y Belascoaín, Carlos III y Llinás, en tanto que la calle
Retiro o Pajarito le servía de eje.

Y fue tanta la celebridad de esa vía que sirvió para identificar toda la zona: el barrio de Pajarito, así como la otra era conocida como el barrio de Colón.

Eran barrios como otros. El prostíbulo alternaba en ellos con el almacén,
la oficina, la redacción de una revista, el laboratorio, la fábrica, la casa de
familia. Por eso las familias que vivían en ellos debían poner en las puertas de sus casas, en la ventana que daba a la calle o en cualquier otro lugar visible, el cartelito de “No moleste. Esta es una casa decente”, que les evitaba de las incursiones de visitantes no deseados.

Varios esfuerzos se acometieron en Cuba por acabar con las zonas de
tolerancia. El dictador Gerardo Machado y el presidente Carlos Prío lo
intentaron cada cual en su época y poco consiguieron. Cerrarlas, en definitiva,
no acababa con el problema, más bien lo agudizaba porque aumentaba el
ejército de fleteras, que ejercían el oficio en la calle, sin vínculos con los
burdeles y que, al no estar registradas, no se sometían a las regulaciones
sanitarias que eran obligatorias.

Sloopy Joes Bar. En los años veinte La Habana era un cabaret universal. Foto: Internet

Tampoco acababa con las meseras de bares y cantinas, ni con las muchachas de las academias de bailes, ocupaciones que, en la mayoría de los casos,  enmascaraban la otra ni con la prostitución de lujo, con la que ningún gobierno se metía.

A diferencia de lo que se piensa, el chulo casi nunca era el dueño del negocio. La Victoria estaba en manos de dos o tres homosexuales y de una o dos mujeres que eran los que allí cortaban realmente el bacalao. Los proxenetas eran solo una parte de la cadena, y no de las más sólidas.

Daban protección a sus mujeres, apaciguaban o impedían la violencia en los prostíbulos, que no era mucha, como tampoco lo era en las zonas. Como norma, se podía recorrer Colón y Pajarito con tranquilidad y confianza absolutas. Nadie se metía con nadie.

El negocio marchaba sobre ruedas. Los precios no eran los mismos en Colón y en La Victoria. Aquí, ya en los últimos tiempos, la tarifa llegó a cinco pesos, cuando en Colón nunca sobrepasó los dos pesos. Existieron zonas peores, aunque no tan frecuentadas, como la de la calle Omoa. Muchachas que ejercían la profesión como electrones sueltos. Y burdeles disimulados bajo cualquier fachada.

Algunos de esos prostíbulos fueron muy famosos y permanecen en el
imaginario habanero. Tal es el caso de la casa de Marina; Marina Cuenya,
visitada por John F. Kennedy en sus tiempos del senador, el político
dominicano Juan Bosch cuando escribía los discursos del presidente Prío, y
Winston Churchill, ya finalizada la II Guerra Mundial.

Mientras que en La Victoria las muchachas eran escogidas por su
belleza y las ponían en la calle en cuanto se ajaban, en Colón podía
encontrarse cualquier cosa, mujeres avejentadas y deterioradas pese a su
juventud. Eso las obligaba a mostrarse agresivas y no era raro verlas
desnudas, o casi, a la puerta o las ventanas del prostíbulo, anunciándose a
voces y convidando al transeúnte.

La Victoria era más luminosa, por decirlo de alguna manera; no se sentía
allí esa sensación de podredumbre y hacinamiento. No por eso era un mundo
alegre. Al contrario. Resultaba bastante deplorable y, visto de hoy, deprimente.

En La Victoria, las prostitutas se adaptaban a ciertos preceptos. Aguardaban, vestidas, en el salón. Usaban, por lo general, un mono, esto es, una vestimenta de una sola pieza, que solo en las prostitutas se veía entonces.

Esa ropa, que se extendía hasta los tobillos, dejaba sus hombros al descubierto
y estaba provista de un zipper largo que corría desde el pecho hasta debajo de
la cintura. Era un vestido práctico para el oficio.

Como no empleaban ropa interior, se desnudaban y vestían con facilidad y rapidez. Solo con lo esencial estaban equipadas las habitaciones. Una cama matrimonial corriente y uno o dos espejos. No faltaban, dentro de la propia habitación, el lavamanos y el bidet, como únicos muebles sanitarios.

Ninguna muchacha en el giro se identificaba con su nombre real. Todas
tenían un seudónimo como nombre de guerra.