Roberto, el gran intelectual que ayudó a una guajira

Roberto Fernández Retamar. Foto: Franklin Reyes/ Archivo.

Cuando en 1983 llegué a la revista El Caimán Barbudo como jefa de Redacción, sólo llevaba seis años en La Habana. No eran pocos los que me decían “la guajira”, como si con ese vocablo me ofendieran.

Y en ese mismo año me tocó hacer una llamada difícil: tenía que comunicarme con Roberto Fernández Retamar para proponerle un pequeño cambio en un texto. Si no me equivoco me tomé un sedante, porque se trataba del autor de Caliban, del poeta que armó esos versos increíbles de Felices los normales.

Roberto me escuchó en silencio para luego darme las gracias, y cuando me disculpé me dijo una frase que aun recuerdo en su voz bronca “pobre el escritor que no respete el trabajo y las sugerencias de un editor”.

Aquella tarde nació lo que se convertiría para mí en una lección que aplico siempre: los grandes, mientras más grandes, más sencillos. El brillante intelectual podía estar dos horas en mi oficina hablando de filosofía para discutir de lo divino y lo humano.

Para él yo no era una guajirita, sino alguien con muchos deseos de aprender, y que lo veía a él como un pozo infinito de conocimientos.

El poema Con que puedo retenerte, que Jorge Luis Borges escribió en inglés y permitió a Roberto traducirlo al español, lo publicamos en las páginas de “mi saurio”, pero antes se lo oí recitar a él, como si esta infeliz mortal pudiera opinar de un poema:

Dos poemas ingleses [viii]

A Beatriz Bibiloni Webster de Bullrich

¿Con qué puedo retenerte?
Te ofrezco magras calles, ocasos desesperados, la luna
de los corroídos suburbios.
Te ofrezco la amargura de un hombre que ha mirado
largamente a la luna solitaria.

Te ofrezco mis antepasados, mis muertos, los fantasmas
que hombres vivientes han honrado en mármol:
el padre de mi padre muerto en la frontera
de Buenos Aires, dos balas a través de sus pulmones,
barbado y muerto, envuelto por sus soldados
en el cuero de una vaca; el abuelo de mi madre
-con tan solo venticuatro años- encabezando
una carga de trescientos hombres en el Perú, ahora
espectros en desvanecidos caballos.

Te ofrezco cualquier agudeza que puedan contener
mis libros, cualquier hombradía o humor en mi vida.

Te ofrezco la lealtad de un hombre que nunca ha sido leal.
Te ofrezco ese meollo de mí mismo que he salvado,
de alguna manera: el corazón central que no
comercia con palabras, no trafica con sueños,
y está intocado por el tiempo, por la alegría,
por las adversidades.

Te ofrezco la memoria de una rosa amarilla vista
en el ocaso, años antes de que hubieras nacido.

Te ofrezco explicaciones de ti misma, teorías sobre ti misma,
auténticas y sorprendentes noticias de ti misma.

Te puedo dar mi soledad, mi oscuridad, el hambre
de mi corazón; trato de sobornarte con
la incertidumbre, con el peligro, con la derrota.

Pasaron algunos años y tuve que salir de El Caimán (eso es otra historia) y allá se me apareció Roberto para hablar de…, cualquier cosa. Hace poco le contaba a Leidy, su hija, lo que significó su papá para mí en aquellos tiempos de batallas, al frente de mi revista.

Por eso, cuando un vecino me dijo que “el hombre de Casa” había muerto, me senté a hilvanar estas líneas que nacen desde un corazón que sigue siendo guajiro, para un gran intelectual que no se lo creía, que lo era, lo es y lo será.