Un año muere para permitirnos vivir otro. Para develarnos cuánta magia habita en el alumbramiento de un día. El “viejo” bisiesto se va y con él se lleva tiempos y esperas, utopías de la memoria y la memoria de las utopías, dolor profundo, decisiones de gloria y riesgo, imposibles consumados: la ganancia fiel de haber vivido para contarlo.
En esta fecha, nos asaltan todos los recuerdos y pretendemos reunir todas las vivencias, impulsar los sueños más peligrosos. Nos cuestionamos si seremos capaces de seguir andando sin los que ya no están y descubrimos que ellos se encargaron de allanar el camino antes de la partida, de dejarnos una “Revolución nuestra, amor nuestro”, que es inmortal, hermosa y dura, como dijera el poeta.
Padecemos, isleños al fin, el soplo sutil de la nostalgia por los que esta noche faltarán a la mesa, por los que emigraron prometiendo quedar en una última imagen o por los que en tiempos cercanos llegarán, porque siempre regresan.
Salvaremos los gratos momentos y en ellos erigiremos un altar, gozaremos habernos esforzado y hecho todo cuanto pudimos, aun cuando no hicimos todo lo que podríamos, pero poner la mano en el arado y mirar hacia atrás no hará reino nuestro mundo y hay que seguir, con el favor de los días, haciendo historias.
Junto a la última cena en familia de 2016, el cubo de agua que lanzan las vecinas a la media noche, el crujido del coco roto frente a la casa o el muñecón que arderá en el corazón del barrio, hoy se despiden los abrazos rotos y las fierras tristezas, se festeja la felicidad y el júbilo.
Que mañana, cuando amanezca otro enero, nos encuentre fundando, amando. Que la meta para el año que viene sea descubrir la grandeza de las cosas chiquitas y lo ínfimo del esplendor, encarnar optimismo, aferrarnos a la dignidad como ley suprema y confiar, sobre todo en nosotros mismos.
El paso de un año a otro es más veloz que el abrazo que esta noche nos daremos, con su halo de melancolía y euforia. Cuando el 31 de diciembre muera, alocado y feliz, tendremos la certeza de estar cerrando un ciclo y deseando que el próximo sea mejor. Así se reta al futuro, con la fe de los vencedores como estampita, porque un año muere para permitirnos vivir otro.