Un piano en órbita

Hace unos años nos invitaron a la excelsa cantante cubana Esther Borja y a mí a ofrecer un concierto compartido en un pueblo de la antigua provincia de Las Villas, hoy Villa Clara, en el centro del país. Yo estaba muy entusiasmado porque Esther es de las intérpretes que más he admirado, respetado y querido en la vida. Llegamos a ser muy amigos. Su larga agonía y posterior fallecimiento todavía me conmueven. Por suerte tengo su voz, tesoro invulnerable de la nación cubana, en registros sonoros varios.

En esa época, a finales de los años setenta, era habitual que las coordinaciones artísticas entre las empresas de cada provincia se realizaran telefónicamente, y como la comunicación no era buena, a veces ni nos escuchábamos los unos a los otros.

El pianista que acompañaba a Esther, un verdadero y talentoso caballero llamado Nelson Camacho, se quejaba de que los pianos fuera de La Habana nunca estaban afinados, y eso, entre dos profesionales como Esther y él, era algo escandaloso. Como yo cantaba acompañado de mi guitarra no tenía problemas tan agudos.

Me tocó hablar vía telefónica —insisto en el detalle— con el organizador de aquel pequeño recital, y recordando las recomendaciones de Nelson le imploré que afinaran el piano en LA 440 Hz, que es la afinación universal.

El hombre gritaba, pensaba yo, precisando el detalle de la afinación del piano: “¿Qué me dice?” y yo insistía: “¡En LA 440!”. “¡No lo escucho!" Repetía. "¿En cuánto?” “¡440!”, le remachaba yo. Ambos nos estábamos desgañitando, literalmente. “¡Creo que ya entendí! ¡No se preocupe compañero 'Amauris' lo tendré todo listo." Colgamos. Extenuado llamé a Nelson y le dije que el asunto estaba resuelto, menos el tema de mi nombre, pero que eso no tenía importancia. Debo resaltar que el cambio de la "y" final de mi nombre por la "i" latina, y una "s", además, todavía produce en mí un efecto devastador.

El día de la actuación salimos los tres un poco tarde de La Habana por cuestiones de transporte. Por lo tanto llegamos a Santa Clara cayendo la tarde y al pueblo, cuyo nombre prefiero obviar para no herir susceptibilidades, casi a la hora de presentarnos.

La Casa de la Cultura del sitio era vieja y de puntal muy alto. Desde afuera se notaba que casi todos los pobladores nos esperaban, al menos a Esther, y entre ovaciones y vítores penetramos al recinto por la puerta principal. La escena que encontramos nos dejó patidifusos y sin aliento. El piano estaba colocado casi tocando el techo: lo habían subido en unas diez tarimas de más o menos un pie y medio cada una. Parecía un lamparón negro suspendido del cielo, un oscuro platillo volador: Nelson tocaría a la altura de los cosmonautas en órbita, y Esther y yo un tanto más arriba.

Los dos amigos me miraron desconcertados, mientras me asustaba, apenado e incrédulo, y preguntaba por el compañero con quien había estado hablando por teléfono. Lo localizaron y se acercó cabizbajo. Le pregunté horrorizado: ¿Qué es esto? Y nos dijo: “Qué pena, Amauris, pero no llegamos a la altura de 4.40 ¡METROS! Lo subimos lo más alto que nos permitió el puntal, que es 3.35. Espero que puedan tocar ahí y nos perdonen la falla. Miren ¡Hasta les fabricamos ésta escalerita!”, dijo satisfecho señalando una escalerilla de pino.

Esther y Nelson, sin pronunciar palabra, dieron media vuelta y se regresaron por donde habían venido con dignidad monárquica. Yo, ya divertido y resignado, agarré mi guitarrita, tomé la escalera y subí los peldaños hasta los 3.35 metros. Afiné mi instrumento en LA 440 Hz y desde “las nubes” canté mi mitad del recital.

Muy de noche, desde el cuarto que ocupábamos en el hotelito del pueblo, y a través de las paredes, escuché a la gran Esther Borja carcajearse sola hasta bien entrada la madrugada. Nos pasamos media vida hablando de esto.

En Video, Esther Borja interpreta "Siboney"