Regresar

Desnuda. Sin ninguna letra cubriendo mis pupilas, regreso cada año, como sagrada promesa que me ata, que me atrae en ciertas épocas para renovar fuerzas, respirar más puro y contemplar otra vez los mismos sitios, las mismas calles, los mismos árboles. Volver es un rito. Allí siguen quedando muchas esencias. Ahí quedan raíces que no pueden trasplantarse y cargar en la mochila de campaña.

Allí aprendí a andar, a oler las flores, a escuchar el susurro de los árboles; a tomar mis propias decisiones y a equivocarme; comprendí que las personas mueren pero dejan huellas; amé, soñé, “monté” berrinches infantiles y adolescentes; conocí el valor de la amistad y sus riesgos, la impronta que dejan una palabra sincera, un gesto de cariño. También conocí sobre maldades, egoísmos y miedos.

Mi barrio de la infancia puede resultar mejor o peor que otros, más pintoresco o aburrido, más cercano o lejano al desarrollo, más solitario o escandaloso, más puro o más contaminado, pero allí estarán siempre mis mejores esencias. Volver. Añorar. Reencontrase. No hay dudas, al menos yo no las padezco: aquel lugar será siempre raíz, nunca penitencia.