Allí aprendí a andar, a oler las flores, a escuchar el susurro de los árboles; a tomar mis propias decisiones y a equivocarme; comprendí que las personas mueren pero dejan huellas; amé, soñé, “monté” berrinches infantiles y adolescentes; conocí el valor de la amistad y sus riesgos, la impronta que dejan una palabra sincera, un gesto de cariño. También conocí sobre maldades, egoísmos y miedos.
Mi barrio de la infancia puede resultar mejor o peor que otros, más pintoresco o aburrido, más cercano o lejano al desarrollo, más solitario o escandaloso, más puro o más contaminado, pero allí estarán siempre mis mejores esencias. Volver. Añorar. Reencontrase. No hay dudas, al menos yo no las padezco: aquel lugar será siempre raíz, nunca penitencia.