Carta de un discípulo de Fito a un discípulo de Páez

Foto: Iroko Alejo.

Mi querido Eric: No te vi en el concierto del miércoles. Había tanta gente que no sé si fue mala suerte o si no pudiste entrar. Te busqué entre los bultos. Te busqué a la salida. Intenté, entre miles de personas, aguzar el oído y distinguir un filamento de tu voz, una breve señal equivocada que me indicara tu ubicación exacta en el hervidero del Karl Marx. No fue posible, naturalmente, solo en momentos de desesperación o de mucha ansiedad a la gente se le ocurre cosas así, totalmente descabelladas.

¡Si ves!, casi desisto y me quedo afuera. Me faltaba la entrada, pero una amiga generosa salió a buscarme y me convenció de que pasara furtivamente, de que llegara a la puerta y con disimulo torciera a la derecha, escaleras arriba. Hice todo lo que me indicó, como un muchacho obediente, y no hubo mayores contratiempos. He perdido facultades. Yo recuerdo que antes hacíamos esas trastadas hasta con desfachatez. Antes creíamos que nos sobraba derecho para violar las normas. Antes hubiera pensado que nadie podía impedirme la asistencia a un concierto de Fito Páez en La Habana, pero el miércoles, cobardemente, pensé que si me atrapaban en la puerta pasaría mucha vergüenza. Es una señal de cómo los años te van acabando y te van alfilereando el alma con cuentas absurdas.

Quién nos iba a decir, por aquellos remotos tiempos perdidos en una extraña escuela de provincia, que íbamos a escuchar a Fito Páez así, tan de cerca, tan real, tan contundentemente. No lo pienses desde ahora, porque pensarlo desde ahora no tiene sentido, piénsalo desde la distancia, piénsalo desde la ingenuidad, y lo verás más claro. Ya doy por sentado que estuviste, pero igual te digo. Sé, con seguridad, que nada te frenó. Nada nos frenaba durante aquellas noches.

Apagaban las luces del albergue y el frío entraba en ráfagas por las ventanas derruidas. Nosotros arrimábamos las literas y las luces de Matanzas se extendían horizonte abajo, como la dorada piel de un tigre. Pero Matanzas no se escurría como un tigre, ni siquiera atacaba. Hay ciudades que atacan, pero hay ciudades que se entregan plácidamente incluso a los ingratos. Matanzas se mantenía en silencio, el mar en calma, las calles tranquilas, los huesos de sus muertos en sagrado reposo... y como en la madrugada las voces caminan sin medida, habría que ver hasta dónde llegaban esas canciones de Fito que entonábamos a coro, juntos, o uno primero y el otro después, solo por el placer de atendernos y por las ganas de molestar a los demás.

Tú me enseñaste Giros. Fue la primera vez que escuché, aunque bastante breve, un bandoneón. Incisivo y filoso. Luego leí que "el bandoneón es dramático y profundo (...) Solo este instrumento podía servir para cantarle a la muerte y la soledad. Es un instrumento de resonancia metafísica". ¿Fue eso lo que sentimos nosotros? ¿Eran aquellos estallidos signos de muerte y soledad? No sabría decirlo, a veces las cosas adquieren los más disímiles rostros, y parecen algo y quieren decir lo contrario. Y parecen luna y son sol.

En el Karl Marx, sin embargo, no hubo bandoneón, pero yo lo sentí, seguramente tú también, así como todo el que se haya dejado llevar por la música de su cabeza y haya decidido pulsar esos resortes internos, indescifrables. Al final, Fito cantó a capella. Pero no cantó con la voz, había que verlo. Cantó con el rictus de su cara, cantó con la contracción última de su rostro, con el desgarramiento por quién sabe qué pasado, o qué promesa hecha sobre qué verdad.

Fito se fue quedando solo, el teatro calló. Salvo dos o tres impertinentes con frases estúpidas, nadie perturbó su soledad y la gente se fue alejando. Lo íbamos mirando, cómo se marchaba por un camino recto, cómo nos íbamos nosotros en sentido contrario, a través de rutas personales, cómo, por ejemplo, nos separaba una cortina de humo, un suave cristal, y cómo nos reencontrábamos tú y yo y cada cual accedía a su sitio, bajo la luna de los pobres siempre abierta.

¿Qué edad teníamos, cuando descubrimos a Fito? ¿Quince, dieciséis años? ¿Alguna vez tuvimos esa edad? ¿Alguna vez hicimos eso que hicimos? ¿Y cómo dejamos de hacerlo? ¿Cómo potenciamos las palabras, si nosotros una vez también cantamos así? Con las vísceras, con gestos terminales, moviendo la cabeza hacia aquí y hacia allá, intentado encontrar el modo exacto para liberar una melodía que ya no sale y que nunca, bien lo sabemos ahora, saldrá por la garganta. Me fui del teatro a pie. Era inevitable, pero no necesario. En diciembre exhiben películas. La gente luce feliz. El transporte, incluso, lo mejoran.

(Tomado de OnCuba)