De Madre a Patria: Fútbar

A mis sobrinos Manel y Fabio, pichones azulgranas

"¿Eres cubano?". La pregunta me la hace con ojos entornados y lengua tropelosa. Yo apenas lo miro, me limito a asentir y vuelvo la mirada a la pantalla del plasma de setenta pulgadas donde los pericos del Espanyol le están plantando cara al Barcelona de mis alegrías y tristezas.

"Me parece que se lo comentaste a aquel señor de gafas. ¿Eres cubano, verdad?", insiste el tipo, y yo, que quiero ver la escaramuza mágica entre Messi, Iniesta y Xavi, le digo "sí, compadre, sí, déjame ver el fútbol", y él a contarme que ha visitado Cuba no sé cuántas veces, y que "allá las mujeres son muy guapas", y yo trato de no ponerle asunto, "aunque el calor es duro", apunta, y me resigno, porque al final de cuentas ahora mismo estoy en un bar de Cataluña donde no cabe un alma, en el terreno juegan los eternos enemigos y en la barra las cañas de cerveza forman caravana.

Estoy sufriendo. Esta noche mi Barça no conecta entre líneas, el mediocampo luce blando y los pericos cada vez se acercan más a la cabaña de Valdés. Si logran el empate, el Madrid -el empalagoso merengue del Madrid- llegará a cinco puntos de ventaja, y la Liga se va a poner distante como las estrellitas de Cuba que vanamente intento ver en este cielo enorme y gélido de España.

La pelota es de ellos. Los mejores ataques son de ellos. Los míos, los de Guardiola, los blaugrana, van de cabeza en el partido. El ejercicio futbolístico del Espanyol es impecable, incisivo, hasta macabro, y aunque por estos lares no sea costumbre dar un puñetazo en la madera y gritar un par de palabrotas, se me van puñetazo y palabrotas, y el vejete que está a mi derecha sonríe con sadismo.

"Perderéis este derby, me augura. Al Espanyol le sobran huevos". "¿Y eso qué? Al Barça también, y los junta con algo que está a cuatro palmos de los huevos y se llama talento", le contesto. "Que no, que no, que vosotros le sacáis mucha lasca al arbitraje. ¿Veis al Messi? Lo cuidan y lo dejan hacer cuanto le viene en ganas. Es el niño lindo de la Liga". "No fastidie. Usted es del Espanyol, y eso lo tiene ciego"... "No, chaval". Su sonrisa es oleaje que revienta en mi rostro. "Yo soy madridista", sentencia presumido mientras engulle un boquerón avinagrado.

Lo dejo por incorregible (la verdad, padezco intolerancia al madridismo), y vuelvo a la pantalla. La agonía culé se dilata en el terreno, donde el grande asemeja un enano, y viceversa. Pero noto que los agobiados somos pocos. A mi alrededor hay entusiasmo, y vítores, y algunos brindan como si fuera fin de año o se casaran. Entonces me doy cuenta. Me percato de que soy el hombre equivocado en el lugar equivocado, a la manera de un industrialista por las gradas de primera del Latino. El público está en contra. Aquí y ahora, apenas dos o tres hinchamos por este Barcelona que corretea sin brújula ni encanto por el feudo de Cornellá-El Prat.

Dentro de la desgracia, hallo consuelo: detrás de mí hay un azulgrana. Otro azulgrana atribulado, tenso, como yo. Lo miro un instante, y enseguida sintoniza mi desazón en el dial de su tormento. Diligente, me extiende la mano. "Hola, mi nombre es Antonio. Vaya mal rato, ¿eh?". "Y mi nombre es Michel. Tienes razón, da la impresión de que nos cambiaron el equipo". Dudo mucho que haya escuchado lo último. En el bar, las marionetas del Madrid (les juro que es verdad lo de la intolerancia) empiezan a corear "olé, olé, olé", y en el plasma el narrador sube el volumen con las acometidas de un Espanyol que es río crecido.

"Pasa que este no es lugar para culés, me explica Antonio. El dueño es bético, y casi todos los que vienen son verdes, o lo que es más jodido aún, merengues. Pero a mí no me importa, el bar me queda cerca de casa, y como los cabrones de la tele no han transmitido el juego por la pública, no me quedaba otra".

El vejete de al lado, burlón, mete la cuchareta. "¿Dónde está el Messi? ¿Será que no ha salido al campo? Ya lo digo, el Cristiano es el número uno". Sin embargo, mi espontáneo compañero de causa no pierde la calma. Ni se inmuta. Tan solo se limita a preguntarle: "¿Sabe por qué se llama Cristiano?". Hace una pausa breve, sin obtener respuesta. "Pues porque el Messi es Dios. Por eso él es Cristiano".

Incluso en pleno Malecón, mi carcajada habría parecido escandalosa. "Compadre, eso es genial. Tengo que publicarlo pronto". "¿Qué, eres periodista?". "Sí, de un sitio digital cubano". "Pues pon ahí que el Barça es el mejor club del puto mundo". "Es que eso se sabe. Lo que pasa es que hay gente...", y la frase se me atora en la garganta como el hueso de pollo que acabó con la vida de la gorda de The Mamas and the Papas.

Ha sucedido lo peor, y el jolgorio del bar es infame. Thievy ha peinado un centro de Raúl, y la testa de Álvaro acaba de mandar la pelota al fondo de las redes. Dos cabezazos en el área, ya se sabe, terminan en gol. Ni siquiera este Barça, mi Barça -más brillante que el Ajax de Rinus Michels, y que el Milan de Sacchi, y que el Dream Team de Cruyff-, es capaz de contradecir la norma.

Faltan unos suspiros para que pite el referee. Y como 'a perro flaco todo son pulgas', el colegiado se traga un penalti descarado, una mano flagrante que detiene el zurdazo de Pedro Rodríguez y evita la victoria in extremis de los míos. Es el fin. Se oye el pitazo. Barça 1, Espanyol 1. La Cibeles celebra el llanto de las Ramblas.

"Le ronca la malanga", balbuceo, echo un vistazo en derredor y veo que Antonio, cabizbajo, se despide con ademán velado. "¿Eres cubano, tío? Venga, que os invito a una caña", dice en tono festivo el pedante de la lengua tropelosa. Yo, por puro y elemental orgullo herido, me levanto y enfilo hacia la puerta entre un seco "no, gracias" y un "otro día" tajante.

A punto ya de irme, el rabillo del ojo me lleva hasta el vejete socarrón, que apura un sorbo de cerveza y, todavía con espuma en los bigotes, grita un "hala, Madrid" que secundan con el "olé, olé, olé" las marionetas.

"Encima son desafinados", pienso, y salgo a la calle. Los termómetros marcan cuatro grados, pero no siento frío.