Instantes en que Baracoa fue ciudad desierta (+ Video)

Escrito por Arelis
Blog La Baracoesa

Yo no sentí el temblor de tierra que percibieron muchos de mis compañeros de trabajo poco antes de las cinco de la tarde. Pero muy rápido tuve que darme por enterada ante la ola de comentarios e incluso llamadas telefónicas para hablar del suceso. Se entiende, porque los temblores de tierra son un fenómeno bastante raro aquí (aunque reportado en otras ocasiones); pero por entonces no había ningún signo de alarma.

Me apresuraba en terminar un trabajo urgente mientras miraba de reojo el reloj de la computadora y pensaba en que ya casi era hora de coger la guagua que me llevaría de regreso a casa. Demasiado concentrada y preocupada a la vez no comprendí a tiempo la alarma en la voz de mi esposo cuando entró a buscarme y a conminarme a que saliera de prisa mientras gritaba para hacerse escuchar por nuestra hija de cuatro años que jugaba en el pasillo inocente a todo peligro y corría su encuentro. Me disponía a salvar mis archivos y apagar la máquina, aunque sin mucha prisa todavía, cuando un agente de seguridad entró al departamento para decirnos que debíamos evacuar inmediatamente la emisora. Él fue más explícito: una ambulancia había pasado pidiendo vía, la gente hablaba de algún problema relacionado con el terremoto que se había sentido poco antes y la Defensa Civil ordenaba dirigirse de inmediato a lugares altos.

Era hora de correr, aunque antes unos instantes bastaron para ordenar categóricamente por teléfono a mis hijas mayores que no salieran de la casa, distante unos tres kilómetros del centro de la ciudad, más lejos del mar y asentada sobre la falda de una loma.

Al salir a la calle escuché por primera vez la palabra tsunami. De mi esposo y mi pequeña no veía rastros, lo cual, lejos de preocuparme, sentí como un alivio. Él disponía de una bicicleta para trasladarse, y en ese momento la prioridad era la seguridad de la niña. Especulé que quizás había corrido a la casa. Me preocupó pensar que para llegar allá tendría que pasar por zonas muy próximas al mar, pero era un aliento creer que estarían más protegidos allí y que era imprescindible que un adulto acompañase a las gemelas de solo 12 años de edad.

En unos instantes el panorama se dibujó ante mis ojos en todo su dramatismo. Cientos de personas corrían por las calles rumbo a la subida del Hotel Castillo. Me sumé al grupo desesperada mientras pensaba en mis hijas solas en la casa y sentía la cabalgata atormentada de mi corazón. En un primer momento, con el resuello cortado por el esfuerzo físico y la angustia, llegué hasta la calle Calixto García. Por allí transita la ruta Aeropuerto-Cabacú en ese horario, en condiciones normales. Esperé larguísimos minutos con la esperanza que esa guagua, o cualquier otro vehículo, me acercara a mi casa. Esperé en vano. Cuando me di cuenta que el ómnibus no iba a pasar y que ningún carro se atrevía a circular, me decidí a subir la loma, primero escalonada y luego asfaltada y pendiente, que conduce a la vieja fortaleza colonial española. Me alentaba solo la esperanza de encontrar un teléfono para poder comunicarme con mis seres queridos.

Fue difícil abrirse paso. Fui quizás de las últimos en llegar entre miles de personas que se aglomeraban en áreas interiores y exteriores de la instalación hotelera. Trabajadores del hotel intentaban poner un poco de orden en medio del caos, acomodar a niños y personas ancianas, trasmitir las últimas noticias que veían por CNN, calmar a los más desesperados, consolar a los afligidos... Fue un milagro que pudiera llegar hasta la carpeta y que el carpetero, en medio de la lluvia de llamadas entrantes y salientes, accediera a comunicarme con mis hijas. Mi esposo y la menor no habían llegado, así que debieron buscar refugio en las lomas. Breve explicación. Segunda advertencia de no salir y permanecer tranquilas.

Cuando llega el equipo de la televisión ya estoy en condiciones de asumir el trabajo como remedio a mis miedos. Y no hablo de la sensación física sino de la ansiedad de no saber qué terreno piso. No llevo encima grabadora o instrumento alguno de trabajo, solo mi credencial sacada a última hora del bolso, y eso basta para recuperar mi seguridad y mi aplomo, la confianza en mí misma, la determinación de sentirme útil.

Los minutos transcurren mucho más de prisa desde entonces. Estar al tanto de lo que sucede me devuelve cierta sensación de seguridad. Al final, la noticia que todos no sé si esperan, pero sí sé que ansían escuchar. Ha pasado el peligro, es hora de regresar a casa.

Quizás quien haya seguido hasta ahora la historia sin haber sido protagonista de los sucesos, podría pensar que la odisea termina aquí. Si así fuera el relato dejaría fuera la carrera casi frenética de cientos de personas para encontrar a los seres queridos a los que perdieron el rastro en medio de la confusión. Tan difícil como la ascensión fue para muchos el descenso. Y casi tan angustioso.

En la casa, mis hijas aguardaban. Fue mi récord de tiempo en salvar la distancia hasta mi zona de residencia. Una larga y agónica caminata de varios kilómetros por una interminable calle semidesierta y cubierta de charcos. Sin prestar mucha atención, algunos comentarios escuchados al pasar hablaban de términos comunes como tsunami y cambio climático.

Al llegar, me esperaba quizás la más terrible de las noticias del día, más que todo por inesperada e inexplicable. La pequeña aún no había regresado con su padre. La angustia se convirtió por primera vez en desesperación. ¿Dónde estarían? ¿Cómo es posible que yo llegara primero si mis piernas, por más que ordenara mi cerebro y dictara mi corazón, no podían correr más deprisa que una bicicleta? Otra vez a la carga con el teléfono tras una desesperante cola frente a un aparato público. Pero mis esfuerzos quedaron sin respuesta, así que tuve que sacar esa reserva extra que guardamos no sé donde y resignarme a le espera como un acto de fe. Muchos minutos, no sé cuántos minutos después, una llamada telefónica me anticipó el retorno de la tranquilidad a mi vida, del equilibrio que se asentó definitivamente sobre tierra firme cuando pude apretar fuerte a mi pequeña entre los brazos sin que ella pudiera comprender, ni yo explicarle, el por qué de mi llanto que, hasta entonces contenido, dejó libre los diques de la tensión acumulada.

Y comenzó entonces el verdadero tsunami para mí. Dispuesto el mínimo avituallamiento para dejar acomodada a mi familia, la computadora reclamó su tiempo como la íntima compañera de los buenos y los malos tiempos. Tenía mucho que decir. Necesitaba vaciar mi alma. RadioBaracoa acogió mis primeras notas de prisa y el teléfono se convirtió en un insustituible instrumento para dirigir el equipo de trabajo ya instalado en la sede de la emisora local, dispuesto a reportar para el país y el mundo los sucesos. La crónica de los instantes en que Baracoa fue ciudad desierta reflejó la visión de una vivencia colectiva. Pero me hacía falta conjurar mis propios fantasmas y compartir con alguien el susto más grande de mi vida. Solo me fui a la cama cuando se me acabaron las palabras, agotada, exhausta, tranquila, cuando un gallo en el patio vecino y el reloj se confabularon para anunciar las tres de la madrugada.