Vivir del cuento

Foto: Archivo.

Al igual que en la de hoy, existía en la Cuba de ayer el sujeto que se dedicaba a lo que los chinos, con su sabiduría milenaria, llaman “hacer nada”. Uno no sabía bien de qué vivían, si de las rentas o del cuento. Pudiera ser que vivieran, más que de la política, de alguna que otra “botella” que un pariente con “palanca” les consiguió en el Ayuntamiento o en alguna dependencia estatal que les permitía cobrar sin disparar un chícharo, pero que le proporcionaba una existencia incierta pues, para los de abajo, esas sinecuras aparecían y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos y en el mejor de los casos duraban lo que el alcalde o el ministro que la concedió.

Vivía en el Lawton de mi infancia un personaje al que apodaban Sisobra. Hacía vida de portal. Siempre apoyado en su baranda, debía tener callos en los codos. Así un día y otro, mañana y tarde, y, con su Sisobra para arriba y Sisobra para abajo, nadie sabía exactamente cómo se llamaba.

El hombre había sido suplente de los tranvías. El suplente, un personaje desaparecido, era aquel que concurría todos los días a su centro de trabajo y que, aunque quisiera, no siempre podía trabajar. Solo lo hacía y cobraba cuando suplía a un obrero o empleado de los fijos que, siempre por razones de fuerza mayor, dejaba de acudir a su trabajo.

Pues bien, el sujeto merodeaba a diario por el paradero de los tranvías de Lawton, en San Francisco y Novena —una esquina que sigue llamándose de “los motoristas”— y, con prudente distancia y el debido respeto, pedía al despachador que se acordara de él si sobraba algo. “Chico, tenme en cuenta si sobra algo”, repetía porque él no era el único suplente, y de esa manera, de tanto “si sobra” se ganó su apodo.

Esa no sería su única ganancia. Sisobra era decididamente un tipo con suerte. Un día “chocó” con unos pedacitos del billete que resultó premiado con “el gordo” de la Lotería Nacional, y pocas semanas después volvía a sonreírle la fortuna, también con “el gordo” en el mismo sorteo.

Entró en plata, supo invertirla y se olvidó de los tranvías, pero no dejó de ser Sisobra.

Del cuento sí vivía el señor González. Siempre de traje, camisa de cuello duro y corbata, apoyado en una muleta, pedía de puerta en puerta. Necesitaba de una cirugía que lo sacase de su incapacidad y le permitiese otra vez ganarse la vida, tener una segunda oportunidad.  “Usted no sabe lo duro que es pedir”, insistía. González era un hombre de respeto caído en desgracia por obra de aquel accidente que jamás terminaba de contar en todos sus detalles y bien merecía la compasión de los demás.

En realidad, se trataba de todo un profesional en el arte del timo. Convencía con el tema de su dolencia y sus deseos de restablecerse. Cuando recibía un donativo, por insignificante que fuera, sacaba del bolsillo izquierdo de su chaqueta, una libreta gruesa en la que, con un lápiz de los llamados de carpintero, anotaba el nombre de su benefactor, su dirección y cuantía de la contribución recibida, porque esperaba, decía, devolver hasta el último centavo.

Aquel gesto generoso y espontáneo se convertía en una obligación para el donante y la merced en una cuota fija porque al mes siguiente González llamaba a la misma puerta y reclamaba lo suyo para su cirugía.

De habérsela hecho, hubiera sido la intervención quirúrgica más cara del mundo. Recaudó dinero para ella durante unos 40 años y nunca la necesitó pues no sufría de invalidez alguna. La muleta solo era su instrumento de trabajo.

Cuando murió, se supo que, gracias a ella, vivía en casa propia, poseía otras que daba en alquiler y había costeado una carrera universitaria a su única hija.