Brindis para un ciclón

Nadie quería quedarse en casa, aunque la tele llevara los incidentes a todo el país, en las voces de Héctor y Eddy, así como Bobby y Pacheco por las ondas radiales. Foto: Cortesía del autor.

A la memoria del Viejito Pando

La noche prometía torrenciales aguaceros, los que por fortuna no se dispararon y refrescó el ambiente. A como pudo, la gente se plantó en el duro cemento del estadio, o en las ya viejas sillas de los palcos, llenas mucho antes de comenzar el desafío.

Nadie quería quedarse en casa, aunque la tele llevara los incidentes a todo el país, en las voces de Héctor y Eddy, así como Bobby y Pacheco por las ondas radiales. Semejante revuelo ocurría allá por la zona oriental, donde televisores y radios se desgastaban y el fluido eléctrico quería colapsar.

El muchacho de unos veinte se enfrentaba al pitcher total del torneo, cuajado de experiencias en todos los niveles, aquel que ponía por encima de cualquier contratiempo, su inmensa calidad. Ídolo entre los ídolos, duro, durísimo, con sliders que al salir de su brazo tenían las de ganar.

Ruidos ensordecedores, trompetas al vuelo, encabezadas por Filingo, aquel personaje pintoresco cuyo oficio fue el de anunciar los muertos en la funeraria y despedir duelos heredados del padre, ambos hombres de logias. Todos coreaban al “distinguido” y querían estar junto a él, que resultaba imposible por el repleto graderío.

Congas, gangarrias, pitos, flautas y trompetines llegados de menos a más. La gente se desbordaba. Un viejo al que nadie podía oír en aquella estampida de corazones, sonaba una trompeta china y el otro con un cartelón: ¡TÚ ERES EL MEJOR! Y una estropeada fotografía del cíclope.

La salida de los árbitros fue amarga, el graderío chifló, porque días antes nos dejaron al campo en una mala y amarga decisión, incapaces de reconocer lo mal hecho. Y, que se sepa, nadie aplaude a los uniformados de negro, quizás en ningún rincón del planeta. ¿Se los han buscado?

Jorge Fuentes y Roberto Ledo caminan poco a poco, hacia el home, sobre todo el oriental. Se dan las manos irónicamente, porque los dos quieren ganar, y lo merecen. Las palabras tomadas por los árbitros, discurren un poco de lo mismo, hasta gritar a pulmón lleno: play ball, que en español quiere decir “a jugar se ha dicho”.

Salen los players de home club al terreno. Solo un poco después, con aires victoriosos, el ídolo de Vueltabajo. La mole arquitectónica parece estremecerse, algunos hasta temen un derrumbe. El pitcher toma la pezrrubia, la sacude con cariño, da un par de salticos sobre la lomita de espaldas al plato, para enseguida acercarse al mejor cátcher que quizás haya nacido, o entre los mejores. Y aquella yunta se reverencia para comenzar los lanzamientos reglamentarios bajo una tronera de voces.

Es entonces cuando del rincón aparece una figura morena, esbelto, de buen talle, vestido a la moderna y medallón al pecho, para elevar la voz cual si vacío estuviera el graderío: ¡ROGELIO, TÚ ERES EL MEJOR! Aquellos pulmones debieron ser irrepetibles, con fuerza telúrica grado cien.

Se vira de espaldas al home, con el hombre haciendo swines en el plato y frota con la calma del mundo la esférica, el guante bajo el brazo izquierdo. Quien lo desafiaba, parecía descompuesto; enfrentaba a un inmortal. Y él, con la parsimonia que le caracterizó, le sirvió un fusilazo encendido y le repitió, le repitió y volvió a repetirle. Daba lástima ver aquel buen jugador camino al dugout.

Sucesivamente, con rectazos frisando las 98 y quizás 100 millas, intercalando tenedores, sometió a uno de los mejores equipos del país, para dejar con los deseos al rival de lujo que solo soportó una carrera por bambinazo del Señor Pelotero.

Noche cualquiera de inspiración cualquiera, llena de matices, tremendas jugadas por bando, entrega total de quienes pisaron el terreno, mas sobre todo, aquella pareja de pitchers, entrañables para el país, donde resultó vencedor, una vez más, el muchachito que nació en Las Ovas y hoy pasea sus pergaminos por el mundo, cual si fuera uno de aquellos Olimpionikes griegos de la antigüedad.

Antorchas alumbraron la instalación, los pocos que no se lanzaron al terreno saltaban a pesar de acumular años.

Y en Occidente fuimos felices.

(Libro en proceso de edición)