Abnegación

Sandra bien pudiera tener otros nombres y protagonizar historias distintas. Quizás podría llamarse Sonia o María. Tal vez lo ideal sería hablar de lo bello de este domingo junto a sus hijos, o como en tantas crónicas similares compararla con rosas o canciones.

Sin embargo, sería simplificar demasiado la vida de una mujer excepcional, solo una de tantas madres que en silencio, a golpe de sacrificios y valentía, rompen cualquier obstáculo por la felicidad de sus hijos.

Sandra tiene 33 años y dos trabajos, pesa más de 150 kilogramos, es una mujer divorciada, con dos niños pequeños y una casa a medio levantar en la azotea de sus padres. Cualquiera pensaría que la vida no le ha sonreído demasiado, pero ella es una mujer feliz. Contra los golpes del destino, la mala suerte y los desencantos, interpone una voluntad y un amor que impresionan.

Cada dos o tres días toma un gran cubo azul y recorre varios edificios de su barrio. En un camino repetido desde hace meses, poco a poco lo llena con las sobras que los vecinos le guardan y utiliza para alimentar a sus animales. Ahora cría tres cerdos y una decena de gallinas en una esquina del patio. Allí donde otros ven suciedad y mal olor, ella encuentra otra oportunidad para sostener a su prole.

Pequeños e inocentes, los hijos de Sandra quizás ni siquiera conozcan que este domingo es el Día de las Madres. Apenas los verá en la mañana y de nuevo muy tarde en la noche, cuando regrese con los pies hinchados y el cansancio de una jornada donde la cocina del hostal donde también trabaja estará más movida que de costumbre. Pero ella se queja poco. Sabe que existen muchas maneras de celebrar.

Como tantas otras veces, en su vuelta a casa de seguro recordará otras noches iguales, cuando venció el agotamiento y llegó con una sonrisa en los labios. ¿Por qué privar a sus hijos de la felicidad? ¿Por qué convertirlos en víctimas de su propio cansancio?

Eso no se lo ha permitido nunca. Incluso en aquellos primeros días, en los que se dio de golpe contra la soledad, la casa a medio terminar y los animales del patio, aprendió a amarrar las penas y llevar siempre una sonrisa como insignia.

Mientras Sandra camina en la oscuridad, ella es la luz. Cuando avanza despacio por las mismas calles de su infancia, tal parece recordar la niña que fue y cómo su propia madre se erige aun en puntal de su vida.

Entonces siente con más intensidad el vientre marcado por las cicatrices de las cesáreas y comprende que ella es parte de un ciclo vital. Tiene sobre sí el ejemplo de su madre, y a su vez ella es sostén para unos niños incapaces de comprender aun la grandeza de un beso o la rectitud de un regaño.

Definitivamente Sandra bien pudiera llamarse de otro modo y esta podría no ser su historia. A fin de cuentas, a cada paso uno encuentra decenas de mujeres como ella y las ve seguras y orgullosas por la vida. Este domingo Sandra no estará junto a sus hijos, pero no le pesa. Aunque muchos no lo entiendan, a pesar del cansancio y los obstáculos, ella es una mujer feliz.