El profesional que nunca abandonó su tierra

Andrés Ayón, uno de los mejores lanzadores de la historia del béisbol cubano. Foto: Dayán García.

El humo del tabaco dibujó figuras caprichosas en el techo de la habitación. Andrés, tumbado en la cama, recordó aquellos días de la infancia cuando repartía la correspondencia en las oficinas de los "Sugar Kings". ¿Quién iba a decir que aquel niño flaco e inquieto se convertiría años más tarde en un lanzador profesional? ¿Cuántas veces antes de dormir pudo oír el bullicio que lo vitoreaba en su mente después de alguna proeza inventada en el gran estadio del Cerro? "La vida es del carajo"- pensó, mientras tiró la ceniza dentro de una taza de café que tenía al lado de su mano de lanzar.

Fue allí donde volvió a ver el boleto a San Diego, doblado con cuidado encima de la mesita de noche.Otra vez una pesadumbre que lo envolvió, aquella cosquilla que le venía a veces cuando sabía que el hombre que estaba parado en el cajón de bateo le iba a conectar. Andrés estaba cansado de vestir franelas de ligas menores, harto de promesas y de presiones. San Diego le ofreció un nuevo contrato pero él sabía que nada cambiaria, sabía que mientras permaneciera firme en su decisión de no cortar los lazos con su tierra natal, de no renegar a su barrio y a la posibilidad de visitar a su familia cuando quisiera, el sueño de jugar en la gran carpa seria solo una quimera. "Malditos americanos", se dijo a sí mismo mientras exhaló el humo con fuerza.

Pero él era un profesional, y después de todo, mucho tenía que agradecerle a esa gente. Le pagaban bien, tenía una buena vida, y estaba haciendo lo que más quería, lo que tanto había soñado desde niño: Jugar al beisbol.

El boleto a San Diego estaba ahí. Andrés hubiera querido estrujarlo y lanzarlo por la ventana, quemarlo, romperlo en mil pedazos y tomar el próximo avión a Cuba para lanzar un partido con el Almendares, pero eso ya no era posible, ahora allí los equipos tenían otros nombres, los peloteros no cobraban por jugar, y él era un profesional.

Se levantó con asombrosa agilidad y tiró el cabo de tabaco por la ventana. "Me encanta esta ciudad", dijo mientras encendía el televisor. Hace ocho años salió por primera vez de Cuba para jugar aquí el campeonato mundial juvenil. Su comida, su gente y su música, lo cautivaron. Andrés no imaginaba lo que representaría México en su vida, pero lo presentía.

Anunciaban el juego entre los Pericos de Puebla y los Diablos Rojos, el estadio estaba muy cerca de su hotel. Sintió una fuerza extraña que lo envolvió y lo hipnotizó. Solo tuvo tiempo para agarrar dos tabacos, su billetera… y el boleto a San Diego. Después de treinta minutos estaba entrando en la oficina del dueño de uno de los equipos escoltado por dos amigos que lo presentaron como uno de los mejores lanzadores cubanos del momento.

-"¿Cuánto ganas en las ligas menores?"- preguntó el extraño personaje mientras seguía revisando unos papeles encima del buró.

Andrés soltó la cifra y por primera vez el ocupado dueño lo miró directamente a los ojos.

-"¡Ni pensarlo! con ese dinero le pago aquí a diez lanzadores"- le dijo mientras volvió a hojear los papeles que tenía delante.

Uno de sus amigos presentes era Tony Castaño, director del equipo de casa, y antes que Andrés pronunciara palabra alguna ripostó con firmeza:

-"Discúlpeme, pero ninguno de esos diez hará el trabajo que puede hacer este hombre".

El dueño no se inmutó. Pasaron cinco segundos que demoraron una eternidad y escupió unas palabras:

-"No estoy interesado, cierren la puerta cuando salgan".

Afuera, bajo la penumbra de una bombilla, en la estrechez de un pasillo que asfixiaba, Andrés le puso la mano en el hombro a Tony y le susurró en el oído:

-"Que no me paguen nada, déjame solo lanzar el próximo partido. Sin contrato, para que me vean. ¿Puedes hacer eso?"

Al día siguiente Andrés estaba encima del montículo con la franela verde y amarilla de los Pericos. Las gradas estaban llenas y el diestro comenzó a tirar pelotas indescifrables contra sus contrariados rivales.

A la altura del sexto capítulo absolutamente nadie le había llegado a la primera base. Dieciocho bateadores habían sido retirados por su orden y el estadio se había convertido en un escenario donde reinaban las interrogantes y las esperanzas.

Alguien llegó corriendo con un papel en la mano mientras las gotas de sudor le corrían caprichosas por toda su anatomía.

-"Dice el dueño que firmes aquí, que pongas la cifra que le dijiste. Apúrate, antes de que esto sea un escándalo"- Le dijo jadeando el joven.

Andrés firmó con una sonrisa complaciente. Buscó en su bolsillo trasero el boleto a San Diego y lo lanzó en una esquina después de estrujarlo con fuerza. Él era un profesional, pero con principios.

Ayón es miembro del Salón de la Fama del Béisbol mexicano. Foto: Vanguardia.

Andrés Ayón (22 de octubre de 1936)

Miembro del salón de la fama del béisbol mexicano. Se desempeñó por 14 temporadas en la liga mexicana (en tres ocasiones ganó más de 20 partidos) y logró un balance de 169-98, con 21 salvados y 3.15 de promedio de limpias. Lanzó un juego perfecto en 1972 contra los Sultanes de Monterrey.

En once temporadas en las Ligas Menores ganó 105 partidos y en sus cuatro años en la Liga Profesional cubana logró 21 triunfos y 11 fracasos. En total, terminó su carrera deportiva con 234 victorias y 148 derrotas.

Fue director del equipo Industriales durante tres series nacionales (1982-1985) con récord de 124-72, logrando un segundo lugar.

En la actualidad, con 82 años, continúa trabajando en el béisbol ayudando con su experiencia a diferentes categorías desde su cargo de vicepresidente del Consejo Nacional Martiano “Béisbol de siempre”.

Lea el trabajo anterior de esta serie:

El día que un gigante del béisbol cubano pasó de las gradas al terreno

(Esta historia forma parte de un libro en preparación)