Julius Fucík, cuando la pluma no tiembla

Julius Fucík.

Los golpes y las torturas del fascismo eran ráfagas en su cuerpo, pero cuando el corazón late por los demás, más que en uno mismo, es difícil despegar los labios. Nunca dijo ni una palabra a la Gestapo, aunque trataron de hacerlo añicos para que delatara a sus compañeros de lucha antifascista en Checoslovaquia.

En la prisión de Pankrác, la celda 267 vio los últimos días de Julius Fucík, un periodista de hierro a quien llegaron a anticiparle su acta de defunción. Pero el redactor de Rudé Právo (Derecho Rojo, órgano del Partido Comunista de Checoslovaquia) era un hombre terco. No moría. Tenía adentro, tal vez, la fuerza que le propinaba todo un pueblo segado por los nazis. Exhibía –según el médico de la cárcel– “naturaleza de caballo”.

Lo habían detenido en abril de 1942 y fue ejecutado el 8 de septiembre de 1943 en Berlín. En homenaje a su obra y a la resistencia que solo los hombres de temple saben tener hasta el último respiro, esta fecha representa, también, el Día Internacional del Periodista. El fascismo dejó que Fucík solo viviera 40 años; había nacido en Praga, a comienzos del siglo XX, el 23 de febrero de 1903.

El mes del amor lo vio llorar por primera vez y, para siempre, le entregó ese sentimiento que él tuvo por la libertad, por los suyos y por su pareja, Gusta
Fucíková. Ella no estuvo a su lado aquel año de dolores que Fucík soportó en la cárcel, pero no hace falta la presencia física para sentir, de cerca, a un ser amado. El olor, la voz y la mirada de su Gustina lo acompañaban.

“Durante años ella fue mi primer lector y crítico, me era difícil escribir sin sentir sobre mí su cariñosa mirada; durante años hemos participado, uno al lado del otro, en frecuentes luchas y durante años hemos vagado, cogidos de la mano, por los lugares preferidos. Hemos conocido muchas dificultades y hemos vivido muchas y grandes alegrías, porque nosotros éramos ricos, ricos como son los pobres”.

Así escribió Fucík en una de las hojas que, sacadas de Pankrác, luego conformarían su última obra: Reportaje al pie de la horca. No sabía aún la fecha de su muerte, aunque con bastante precisión la pronosticaba. Estaba consciente de que no tardaría en llegar.

Faltaba poco más de tres meses para su ejecución cuando, sin perder jamás la pasión por su esposa y los cantos dedicados a ella desde la celda 267, le hablaba en un papel: “Pueden quitarnos la vida, ¿verdad Gustina? Pero nunca nuestro honor y nuestro amor (…) ¿Cuándo se realizará lo que ansiamos, aquello por lo que hemos hecho tantos esfuerzos y por lo que ahora vamos a morir? Sin embargo, aunque muertos, viviremos en un pequeño rincón de vuestra felicidad, porque por esa felicidad hemos dado nuestra vida. Y eso nos da alegría, aunque la despedida sea triste”.

“No nos permitieron ni decirnos adiós, ni darnos un abrazo, ni estrecharnos la mano (…) Tú sabes, Gustina, y yo también lo sé, que no nos volveremos a ver más. Pero aun así, yo te oigo gritando desde lejos: “Hasta la vista, querido”. ¡Hasta la vista, Gustina mía!”.

Y fue verdad. Nunca más se vieron. Ella logró sobrevivir en un campo de concentración a una de las más desgarradoras torturas: la de no tener
noticias de él. Y pudo confirmar después –al publicar el libro de su esposo, escrito en prisión– que la adoración por ella le daba fuerzas cuando su cuerpo dolía de impotencia.

Fucík no bajó la cabeza jamás. Nunca puso las rodillas en el suelo ante un guardia servidor del fascismo que apagaba su vida y sus ansias de libertad. Sabía que no tendría oportunidad de escribir mucho más, aunque su muerte no sería el fin de la batalla: “El deber humano no termina con esta lucha y ser hombre exigirá, también en el futuro, un corazón heroico, hasta que los hombres sean completamente hombres”.

El periodista checo bregó por la liberación definitiva de su patria, con palabras –mediante un periodismo que le sirvió de esperanza hasta sus horas finales de vida– y con acciones clandestinas. El coraje estuvo, en todo momento, unido a su nombre.

“Ahora la cuenta es solo de meses y pronto será de días. Pero precisamente serán esos los más crueles. Siempre pensé cuán triste sería ser el último soldado que en el último segundo de la guerra lo alcanzara la última bala en el corazón. Pero alguien tiene que ser el último. Y si supiera que puedo serlo yo, ahora mismo iría”.

Ese sigue siendo Julius Fucík, un periodista que, pese a las torturas de los nazis que hicieron a muchos perder la fe, tenía sueños y los creía realizables por otros cuando se lograra la dignidad de los hombres; un reportero, como él se definía, de “agitación y propaganda”, con olfato periodístico. Sabía algo y así lo escribió: “El obrero es mortal; el trabajo es eterno”. Verdad que sí, indestructible Fucík.

(Tomado de Granma)