A MI MADRE, en un segundo domingo de mayo

Recuerdos de la infancia. Foto: Cortesía Manuel Calviño.

Nací en una época de contradicciones y desatinos, como casi todas. Una época en la que se sorteaban frustraciones en un mar de figuraciones y normas cultas, atareados en las batallas cotidianas por la subsistencia. Tiempos de éxitos ganados con esfuerzo en los honestos, y con corruptela delincuente en los poderosos.

Una época de ricos y pobres, de oportunidades diferenciadas, de derechos humanos selectivamente aplicados. Y en medio de todo lo bueno y lo malo, ya fuera como sentimiento auténtico o como norma formal reglamentaria, el cariño de hijo era un principio. Una luz de amanecer cada mañana que, aunque mancillada alumbra.

Muchas espinas tocaron el corazón de muchas madres. Pero cada segundo domingo de mayo, llegaron flores (naturales o dibujadas, profundamente sentidas) presagiando el futuro deseado, invocando el sentimiento puro, definiendo el sentido del amor y la gratitud.

Aún desde los lejanos tiempos de mi infancia, oigo mi voz desbocada de amor: Felicidades, mamita.

Nací en un barrio dónde la opulencia no era vecina, pero la pobreza se hacía presente. No la extrema, pero igual dolorosa. Un barrio pintado de todos los colores en una misma paleta. Todos éramos de algún modo familia, con acuerdos y desavenencias, con la dócil capacidad de olvidar lo que no hacíamos bien, y agradecer lo que nos acercaba y reconfortaba.

Un barrio en los que las casas se extendían más allá de la acera, hasta la calle misma, y allí todos convivíamos. Los amigos eran hermanos, y los hermanos se cuidaban y defendían mutuamente. La madre de uno era madre para todos. Por eso, en el barrio en que nací, cada segundo domingo de mayo las flores, las posibles, y las palabras de agradecimiento y felicitación, transitaban por la calle, de una casa a otra, hasta llegar a todas las madres.

La familia. Foto: Cortesía Manuel Calviño.Invariablemente recuerdo a la mía, acompañada de mi beso candoroso y el de mis hermanos, con un sentimiento que viene de lo más profundo: Felicidades, mamá.

Nací en una familia que educaba y velaba por los valores primigenios del sentido humano de la vida, acosada por pésimos ejemplos que nunca faltaron, propios de los tiempos que corrían. No eran una novedad, pero sí un motivo de malestar. Pero la educación espiritual doméstica, se erguía como escudo protector inamovible, y trazo preciso del camino por el que siempre andar.

La rectitud de ese camino familiar, no sin riesgos y obstáculos, se delineaba siempre por principios claros e ineludibles: honestidad, respeto, y gratitud; laboriosidad, esfuerzo e inteligencia; amor a la patria, civismo, y justicia; familia, hermandad, y amistad; fe, esperanza y optimismo.

Una ética cuya fuerza motriz era invocada desde el amor a la madre. Por eso, cada segundo domingo de mayo, se realizaba el sagrado pacto de defensa y permanencia.

Me veo entonces, junto a mi padre, mis hermanos, en familia, acercándome a los brazos de ella, que me esperaban abiertos, y diciéndole bajito como acto de intimidad pública: Felicidades, madre mía.

De mi familia, de mi barrio, de mi época, tengo a recaudo muchas cosas que alimentan mi alma, cubana por nacimiento, vocación y decisión. Pero, en un lugar especial, conservo y alimento el amor a mi madre.

Cómo podría no hacerlo, si ella, aún desde la distancia insalvable, pasa su mano amorosa por mi infantil deseo de tenerla cerca, e impulsa mi adulta decisión de llevarla conmigo. Cuido con esmero la gratitud.

Defiendo en ella la sagrada virtud de la maternidad, de todas las maternidades. Y cada segundo domingo de mayo, me despierto pensando en ella, y con mucho amor, nostalgia, y agradecimiento, le digo en su nombre a todas las madres: Felicidades, ¡muchas felicidades!