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Arrivederci, Daniele

Daniele de Rossi. Foto: Marca.

Un niño rubio camina sobre el césped y mira cohibido a su alrededor. Las pupilas crecen. El niño tiembla. Alucina. Ríe. Respira el aire que será luego su oxígeno por años. Exhala el elíxir de la lealtad y guarda en sus glándulas cientos de miles de gotas de este valor tan necesario: acumula cuanto puede y sustenta su criterio en el amor incipiente por un escudo. La historia es simple. Alguien, hace más de treinta años, camina y solo de sentir, se enamora.

Ese alguien es un alguien cualquiera. Ilustrísimo líder de mediocampos antológicos, talismán de tiffosis e inspiración de jóvenes, basta con mencionar su nombre para sacudir los recuerdos de los amantes del fútbol, sin importar colores. Daniele de Rossi y el fruto de su pasión tiene solo cuatro letras: Roma. A su lado, entre los dioses romanistas, aparece Totti. Junto a él, en el eterno altar de los campeones mundiales de 2006, una grey de leyendas italianas: Pirlo, Cannavaro, Buffon, Nesta, Del Piero. Daniele brilla entre tanta estrella.

Leal hasta los riñones, apenas imaginó su futuro aquel día en que incrustó por primera vez su vista en las gradas del Olímpico. Y pasaron jugadores y técnicos, la Roma fue vendida como un trozo de carne de mercadillo y muchos hinchas abandonaron su devoción mientras otros subían al barco de la Loba. Él vio el calendario renovarse una vez tras otra y tomó el champán de fin de temporada cuantas veces quiso envuelto en la elástica giallorrosa.

La Roma quedó muchas veces a las puertas de sus propósitos. Otras ocasiones gozó sus éxitos. Estuvo en Champions y rozó el brillo del Scudetto. Vio fenecer su grandeza y apenas pudo pelear por un mísero asiento en Europa. Estuvo arriba y abajo. El Olímpico lloró ante miles de palcos vacíos y luego engordó su ego con asistencias memorables de hinchas. Hostigó a la Lazio y bebió cerveza mientras media ciudad capital apagaba su celeste. También sucumbió en muchos derbis y vio entonces al enemigo festejar. Tantos años dan para mucho. Solo una vez tuvo las agallas para decir adiós.

¿Quién dijo que la gloria estaba lejos, cuando el maestro decidió apartar sus destinos de la yerba del Olímpico? ¿Quién le llamó loco, incoherente, incauto, cuando dejó en el final del reglón una historia de fidelidad con el club de su vida? Habría que ver, entre dioses y mortales, quién tiene la razón. Habría que ver, porque en el zócalo del fútbol, Daniele tiene sitio reservado. Y porque la gloria, en todo caso, guardaba también sus llaves en un suburbio bonaerense, en algún recoveco del barrio de la Boca, entre bufandas azules y amarillas y frascos olientes a mate.

“No pensé que pudiera amar tanto un club que no fuera Roma”, dijo hace unos días mientras acomodaba la idea de abandonar también la Bombonera, de desenfundarse la camiseta de Boca Juniors y dejar al fútbol huérfano al fin. El retiro es inminente. Quedan sus goles, su parsimonia inigualable con el balón, su jerarquía, su aureola de líder. La Azzurra le echará en falta cuando más aprieten los rivales y le busquen sobre la cancha. Ya no le verán y el sufrimiento tendrá menos paliativos.

De Rossi no quiere lamentaciones. ¿Cuándo puso sus manos en la cabeza al perder la marca de un córner o al verse superado en velocidad ante un joven delantero rival? Jamás lo vimos agachar la cabeza. Al contrario. Parecía hervir la sangre dentro de sí y el bueno de Daniele, mientras más dolía su herida, más arreciaba en su juego, casi mordía, quitaba, pegaba con furia y daba pases larguísimos y milimétricamente precisos. Metía un penalti como si jugara en la pachanga de su barrio. Ahora se va con la misma postura con que jugaba: cauto e imponente. Se va a la banda o a servir de utilero. Porque el fútbol es lo suyo. Porque al final, aunque esté ausente, no se va.

La frase:

“Tengo mucho que estudiar y aprender. Seguramente me junte con los mejores directores técnicos del mundo. Quizá sea dirigente o hasta utilero (risas), pero siempre cerca del fútbol. Es mi vida”. Daniele de Rossi.

Capturas de Superdeportes.

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