La reina de los récords

Recuperada de los originales juegos olímpicos de la Grecia antigua, la locución latina Citius, altius, fortius («más rápido, más alto, más fuerte», fue acuñada por el barón Pierre de Coubertin al inaugurar en 1896, en Atenas, la versión contemporánea del citado evento. Y con ello deportistas de todo el orbe han competido desde entonces no solo para compartir el sano disfrute lúdico, sino también para demostrar superior capacidad y preparación en vencer barreras.

De ese incansable batallar por desafiarse a sí mismos y a los rivales en los diversos terrenos de porfía, se perfiló con inusitado énfasis el objetivo de alcanzar marcas, romper las establecidas, subir cada vez más listones o reducir los tiempos según las disciplinas. En pocas palabras, irrumpía la lucha por los récords, por todo lo que entrañaban de proeza humana, de valores éticos, orgullo nacional, o de fama y retribución material.

A juzgar por los registros de justas regionales y mundiales, a lo largo del pasado siglo y lo que va del presente ha habido récords que se rompieron y por varias veces en relativos lapsos; otros demoraron bastante en quebrarse, como fue el caso del que poseía el saltador con pértiga ucraniano Serguey Bubka o los hasta ahora imbatibles 2,45 metros de salto de altura del cubano Javier Sotomayor, dos talentos excepcionales fuera de serie, a citar entre un número de brillantes ejemplos.

Pero simultáneamente, gracias al flagelo del dopaje –cada vez más encubierto, sofisticado y escandaloso–, parecen existir sospechosos récords ilegítimos, o cuanto menos dudosos, de acuerdo con el número de atletas descubiertos en falta y sancionados en las últimas décadas debido al desarrollo de avanzadas tecnologías para detectar engaños.

No obstante, vale destacar el universal afán de los seres humanos, individualmente o en colectividades geográficas e institucionales, laborales, científicas, artísticas..., por superarse a sí mismos y conseguir lo inédito aunque efímero,  en consonancia con las tendencias competitivas de cualquier sociedad; lamentablemente no siempre encauzadas hacia lo que enriquezca la vida espiritual y material de hombres y mujeres, en lugar de lo ostentoso y banal.

Qué mejor fuente de constatación reflexiva que el famoso Libro de los Récords Guinness, en el que se registra y certifica con reconocido rigor mucho de lo que hombres y mujeres en distintos sitios del orbe lograron hacer o conseguir por primera vez, merecedores de cetros que pueden ser arrebatados en fechas posteriores. En sus anales han quedado inscritas verdaderas proezas a favor del mejoramiento humano, junto a quienes en otras latitudes han jugado con sus vidas en los llamados deportes de riesgo al estilo de la célebre ruleta rusa.

Me alegro cada vez que en nuestros ámbitos nacionales y locales, sus  protagonistas se proponen, esfuerzan y hasta consiguen establecer récords en competencias deportivas, cosechas agrícolas, llegadas de turistas, hazañas científicas y realizaciones artísticas.

Pero si me piden coronar un récord, eligiría la reducción de la tasa de mortalidad infantil de 4,0 por cada mil nacidos vivos al concluir el 2017, la más baja alcanzada por Cuba en toda su historia; que no ha sido golpe de suerte ni búsqueda de espectacularidad para Guinness, sino fruto de un denodado y sostenido empeño de años de Revolución en bien de la vida y del futuro, de una política de Estado, de instituciones materno hospitalarias, de médicos, enfermeras, trabajadores de la salud, y del forjador Fidel, del humano celo inspirador de quien siempre nos seguirá acompañando. Y fue así que dejamos atrás gradualmente una tasa de mortalidad infantil de 38,7 en el año 1970, que ya era inferior a la del previo periodo capitalista.

Vale la pena contrastar que la Unicef, la agencia de Naciones Unidas para la infancia, pronosticó que durante el primer día de este año nuevo habrían nacido 366 mil bebés, y alertó que muchos de estos niños no superarían su primer día de vida, puesto que el 90 % de ellos pertenecen a las regiones menos desarrolladas, o dicho sin eufemismos, más pobres.  Tal vaticinio se fundamentó en los tristes datos del 2016, según los cuales unos 2 mil 600 murieron cada día durante sus primeras 24 horas de vida, y para casi dos millones de recién nacidos, su primera semana fue también la última. Además, 2,6 millones de niños murieron antes de cumplir su primer mes y más del 80 % de estas muertes se debieron a causas prevenibles y tratables, como el nacimiento prematuro, las complicaciones durante el parto o infecciones como la sepsis y la neumonía.

Conviene fijar estos datos para no extraviarnos entre insatisfacciones, por legítimas que sean,  y apurar el paso donde a cada cual nos toque actuar para seguir la ruta perseverante de la soberana reina de los récords de la salud pública de Cuba; que es un feliz augurio de cuánto podemos  proponernos en todos los demás terrenos este 2018.