El racismo y la xenofobia en Estados Unidos

Infografía: TeleSur.

No se puede culpar a Donald Trump de inventar el racismo y la xenofobia en Estados Unidos, ni siquiera de institucionalizar estos prejuicios, hasta el punto de convertirlos en política oficial.

En el 1790, apenas reconocida la independencia de Estados Unidos, el Congreso dictó la primera Ley de Naturalización, donde establecía la ciudadanía estadounidense solo para las “personas blancas libres”, lo cual fue ratificado por la Corte Suprema en el 1857.

No obstante, en diversas etapas, incluso los inmigrantes europeos blancos fueron víctimas de la xenofobia como resultado de su origen nacional. Franceses y alemanes fueron inicialmente discriminados por no ser anglosajones. Ocurrió lo mismo con los irlandeses, despreciados por miserables y católicos, e igual pasó con judíos, italianos y eslavos.

Los fue salvando el color de la piel y se estableció la lógica malsana de convertir a los discriminados en discriminadores. Sin embargo, en el caso de aquellos que no son blancos, tal condición los ha acompañado por generaciones, sin importar que hayan nacido o el tiempo que hayan vivido en ese país.

Desde los orígenes de la colonización estuvo presente la discriminación a las poblaciones indígenas, llevada al punto del exterminio masivo y la enajenación de los sobrevivientes, mediante su concentración en reservaciones todavía existentes. Al igual que los asiáticos, hasta el 1940 los nativos norteamericanos no podían optar por la ciudadanía estadounidense.

También desde los primeros momentos se expresó la discriminación contra los negros. Llegados al país como fruto de la inmigración forzada en condición de esclavos, la cual llegó a ser la más nutrida del mundo, la racionalidad de los explotadores incluso puso en duda la naturaleza humana de estas personas.

Ni siquiera las luchas por los derechos sociales, encabezadas por hombres como Martin Luther King, o la elección de un presidente afroamericano, ha liberado a la mayoría de la población negra de vivir en “ghettos”, resultar particularmente brutalizados por los órganos represivos, constituir la inmensa mayoría de la población penal y ser considerados una raza inferior.

La discriminación contra los latinos tiene su origen en los territorios arrebatados a México en el 1848 y ha continuado hasta convertir a la minoría hispana en la más pobre y menos educada del país.

La falta de mano de obra y el interés de los empresarios en depreciar los salarios, determinó que la frontera con México estuviese abierta a la inmigración hasta la segunda década del siglo XX. A partir de ese momento se establecieron las primeras restricciones y comenzó a aplicarse el concepto de “inmigración ilegal”, hasta entonces desconocido en la ley migratoria estadounidense, también conveniente para ciertos sectores del empresariado.

En el 1917 y el 1942 se diseñaron planes de reclutamiento de trabajadores temporales mexicanos para la agricultura. El llamado Programa Braceros existió hasta el 1964 e involucró a cinco millones de personas. Sin embargo, en el 1930 fueron deportados 400 mil mexicanos, el 60% de los cuales eran ciudadanos estadounidenses, y otro millón fue expulsado en el 1952, mediante la operación Espalda Mojada.

Esta situación se agudizó como resultado de la reforma migratoria del 1965, la cual incentivó la migración indocumentada, al limitar las opciones legales. Lo mismo puede decirse de los centroamericanos, incluso de los puertorriqueños, que han ingresado bajo otras condiciones, debido a la condición colonial de la Isla, pero igual ocupan los estratos menos favorecidos de sociedad norteamericana.

En estos momentos, un 60% de los inmigrantes que se establecen legalmente en Estados Unidos proviene de América Latina y el Caribe hispano, a lo que habría que agregar más del 80% de los doce millones de indocumentados que se calcula existen en el país. Tal avalancha, determinada por la aplicación del neoliberalismo en América Latina, con características culturales específicas, provocó la reacción de los supremacistas blancos y hasta surgieron teorías que hablan de una “guerra de civilizaciones”.

Al ser la última gran oleada de inmigrantes en arribar a Estados Unidos y cargar sobre sus hombros con una tradición de dependencia nacional que tiende a desvalorizarlos, en estos momentos los latinoamericanos sufren de manera especial los rigores de la lógica discriminatoria imperante en esa sociedad. Solo los musulmanes, principales víctimas de la “guerra contra el terrorismo”, encaran una situación similar.

No hay nada novedoso en las políticas contra los inmigrantes de Donald Trump, sino una reversión a la más primitiva xenofobia para justificarlas, asumiendo como propios los presupuestos más groseros de los ideólogos de la supremacía blanca.

El racismo y la xenofobia tienen su causa fundamental en la necesidad de los grupos dominantes de segmentar la sociedad y estimular diferencias que limiten las posibilidades de articulación política de las clases subalternas, algo particularmente funcional en Estados Unidos, debido a su extraordinaria heterogeneidad social.

No es, por tanto, solo fruto de la ignorancia, sino que constituye una ideología elaborada y diseminada por una sofisticada red de influencia cultural –medios de información, universidades, centros de investigación e instituciones religiosas–, que la convierten en factor de cohesión y beneficios para determinados grupos sociales, particularmente para la clase media blanca, principal base política del sistema.

En definitiva, desde la cultura y mediante el culto al individualismo, se pretende exacerbar los más primitivos sentimientos encaminados a excluir a los competidores en el mercado laboral, el acceso a la educación y el estatus social. También es una forma de explotar los temores de aquellos que se sienten privilegiados por el sistema, algo que Donald Trump utilizó con mucha eficacia en su campaña electoral, hasta el punto de retrotraer el debate a la etapa de la segregación institucionalizada.

El problema es que estas actitudes no solo amenazan a los inmigrantes, sino a poblaciones enteras y hieren la sensibilidad de otros sectores de la población, incluso de aquellos blancos que han adquirido una mayor conciencia de respeto al prójimo, lo que incrementa las tensiones sociales domésticas y polariza la sociedad en su conjunto. Ello explica la intensidad que ha adquirido el conflicto.

La resistencia a estas políticas no solo constituye un rechazo a conductas humanamente despreciables, sino que esconde, a veces de manera inconsciente, un fenómeno mucho más abarcador: la crítica al sistema que las promueve.

Esta es otra lectura que debemos hacer de los resultados de las pasadas elecciones en Estados Unidos.

(Tomado de Progreso Semanal)