Barbería virtual con navaja y tijeras

A propósito del mutismo literario de Agustín Pi, cuando aún él vivía le oí a un relevante conocedor y cultivador de la literatura cubana un juicio que no se agota en la caracterización de tan enhiesto y atildado caballero, uno de los personajes vinculados con el Grupo Orígenes y perpetuados con nombres fictivos por uno de sus grandes amigos, Cintio Vitier, en la novela De Peña Pobre. Años después de su muerte, aún hay quienes lo recuerdan como el doctor Pi, y le atribuyen buena parte del mejor español que se haya usado en el diario Granma. Eso da más realce al criterio aludido en el comienzo del presente artículo, y que pudiera resumirse de este modo: “Si Agustín Pi no escribe, es por pudor”.

Para lanzarse a escribir, quien no sea indolente ni esté muy desinformado habrá de vencer murallas de pudorosa inhibición, ante una contundente realidad: ya lo han hecho Platón, Virgilio, Dante, Shakespeare, Hugo, Whitman, Cervantes, Tolstoi, Martí, Darío…, quienes perduran como algunos de los ejemplos de mayor valía para puntear gran parte del mundo y de los tiempos con una nómina de autores que mete miedo.

Vistas así las cosas, la decisión de escribir con pretensiones de profesionalidad pudiera tomarse como un acto de soberbia; pero constituye igualmente, quiérase o no, una muestra de humildad. No solo porque de antemano puede uno saberse “derrotado” por aquellos modelos, y por otros, aunque uno de los no mencionados aún en estas líneas, García Márquez, sostenía que en la escritura, para lograr algo valioso, hay que proponerse noquear al autor del Quijote, ¡nada menos! Pero quizás lo predominante para atreverse a escribir una página esté más cerca de la humildad que de la soberbia. A eso se refieren los apuntes que siguen, nutridos de conversaciones con distintos colegas.

Aunque se proponga ser abarcador en sus planteamientos, quien escribe sabrá, de antemano, que no puede poner en palabras toda la realidad. Y si desea que lectoras y lectores tengan en cuenta lo que ha dicho en otras páginas, esa aspiración tiene mayor probabilidad de fracasar que de tener éxito. La razón es sencilla: serán más quienes no hayan leído ningún otro escrito suyo, y ni siquiera faltarán quienes no estén dispuestos a leer —leer de veras— el que tienen delante.

Quien escribe debe proponerse ser lo más serio del mundo —aunque cultive el humorismo, que bien asumido es cosa seria— y acometer su tarea con el mayor rigor, desde el acto mismo de poner palabra tras palabra, como asume un buen albañil la misión de colocar ladrillo tras ladrillo para levantar una pared que sirva. Pero nadie crea que basta saber conjugar un verbo y escribir correctamente, por ejemplo, “esto se emparienta con aquello”. Puede venir quien diga: “¡Cómo es posible cometer semejante falta, si debió haber escrito emparenta!”

Lanzada esa piedra, y dado que no todo el mundo se toma el trabajo de consultar, entre otras fuentes, diccionarios —los libros, según se dice que decía Darío, a los cuales más debe acudir un escritor, ¿y por qué no los lectores?—, quedará en el aire una sombra descalificadora: “¿Creer en lo dicho por alguien capaz de escribir emparienta?”, podrá pensarse. Todo eso aunque el verbo emparentar tiene el mismo modelo de conjugación que acertar, por lo cual acierta quien escribe acierta y emparienta, no quien use acerta y emparenta.

No se le ocurra a usted suponer que basta tratar algo en un texto para que nadie venga a decirle que no lo ha tratado. Aducir tal “ausencia” puede ser fruto de una lectura desatenta o insuficiente, o de la intención de desautorizar a toda costa el texto, y al autor. Caben además otras maneras de impugnar: usted se refiere a una tormenta desatada en Japón, y alguien salta y dice que lo urgente es tratar sobre una llovizna que cayó en su barrio. Y si a usted, ¡líbrelo Dios!, se le ocurre hablar de una llovizna que le provocó un resfriado, prepárese para que, con razón, le restrieguen en el rostro (lo correcto es restrieguen, no restreguen) que usted ha sido un insensato irresponsable al tratar tan banal asunto cuando en Japón una tormenta causó muertes. Palo si bogas, y, si no bogas, palo.

Quien escribe puede dedicar gran parte de su tiempo a valorar figuras que no están de moda pero merecen ser recordadas. Las causas del olvido pueden ser muchas, pero al menos una hay de índole ideológica: esa figura fue marxista, lo cual animará a determinadas fuerzas o inercias —estas últimas son fruto de fuerzas asimismo— a borrarlas, o por lo menos a intentarlo. Y ningún cuidado es suficiente para librarse de reparos. Después de haber rendido tributo usted a distintos marxistas en varios textos, en otro menciona de pasada un pacto erróneo hecho en determinadas circunstancias con el canalla Fulgencio Batista por representantes partidistas del marxismo, y habrá quien le salga al paso y le diga que hubo comunistas honrados, heroicos, y que usted es sospechoso de haber querido ignorarlos.

La verdad es que siempre debe uno intentar ser claro, expresarse con claridad, y que a una hiperestesia como la aludida en las líneas precedentes no le falta base de peso: palmarias son las maniobras para devaluar todo lo que huela a izquierda, no digamos ya a marxismo, a socialismo. Sí, la suspicacia tiene una función que cumplir en la vida, solo que a veces termina confabulada de algún modo con males como el secretismo, que tanto y hasta ahora con no mucho éxito se le ha reprochado a la prensa cubana.

Hace poco publiqué “Cultura de sincera democracia contra nepotismo”, y una lectora aguda y afectuosa me hizo llegar una nota con sabor a queja: “Lo estuve viendo anoche en Cubarte pero el final del artículo, justo las frases finales, me deja ciertas dudas que justo te venía a preguntar... eso de hijos [de papá y mamá], etcétera... tal parece que apunta justo a nuestros líderes...” Quedé, como quien dice, atónito, y de inmediato le respondí: “¿Tú crees? ¿Dónde ves motivos para pensar que apunto a eso?” Luego me vino a la memoria una respuesta que en circunstancias parecidas, aunque sobre otro tema, dio el agudísimo Guillermo Rodríguez Rivera: “A quien le sirva el ensayo, que se lo ponga”.

Cada nuevo avance en la tecnología sirve para ampliar la difusión, pero no solamente de los aciertos. Aunque nunca he sido parroquiano de barberías, de mi infancia recuerdo que en ellas solía haber revistas destinadas a que los clientes leyeran mientras esperaban ser atendidos por el barbero. Entre ellos podían suscitarse diálogos, debates, lo que ahora se ha multiplicado en los espacios virtuales, que son reales, desde luego, aunque no tengan sedes tan localizables como las barberías, y en ocasiones puedan resultar alucinantes.

En todo eso desempeña una función importantísima la real o supuesta democratización de los medios de información y comunicación, que no siempre honran ese nombre: mucho facilitan, y enredan. No por gusto se han impuesto palabras como internet y web, que en inglés significan inter-red (algo así como red de redes) y telaraña, respectivamente. Y ¿quién que no sea un malnacido se pronunciará contra la democracia? Pero harto diferente es que un autor se erice porque, habiéndose propuesto ser serio y profesional, luego vienen y se le tiran encima, a mordiscos verbales, algunos comentaristas que parecen dar por innecesario tener al menos una ortografía elemental. En Cuba, desde la Campaña de Alfabetización para acá, para eso ni siquiera cabe la excusa de no tener acceso a centros de instrucción.

Acéptese que todo el mundo tenga y ejerza el derecho a impugnar lo que se le antoje, y aun a despotricar contra lo que desee; pero ¿debe todo tener espacio en las páginas impresas o virtuales de una publicación seria? Una cosa es una sección periodística reservada para que lectoras y lectores hagan cuantas reclamaciones estimen necesarias, y otra bien distinta es que una revista, un periódico, un sitio digital multipliquen pifias de todo tipo. También en los debates de barberías habría, o hay, criterios valiosos, merecedores de la mayor atención. ¿Serían todos?

El espacio en que los comentarios virtuales —calificativo que no es sinónimo de virtuosos— han desplazado, por lo menos en cifras, a los comentarios de barberías y otros similares, puede ser o convertirse en un medio útil para el debate; pero ¿debe dársele cabida a todo aunque carezca de niveles mínimos de corrección verbal, no hablemos ya en otros órdenes? Para las publicaciones puede ser del mayor interés conocer qué se opina de lo aparecido en ellas; pero sus responsabilidades con la ciudadanía, con el público, incluyen el buen uso del lenguaje. A veces se difunden hasta ofensas mal encubiertas, aun en órganos donde se advierte que los insultos no tendrán cabida.

Nada de eso parece interesar de veras ni por igual a todos los comentaristas —la de comentarista, o forista, ha pasado a ser una especie de profesión—, pues algunos dan la impresión de tener escritos sus comentarios, o pensados, antes de que se escriban los textos que supuestamente comentan. A veces se diría que estos funcionan como resortes, pre-textos —nunca mejor dicho—, para poner en blanco y negro, y difundir, criterios ya pre-parados en espera de la primera oportunidad para lanzarlos. ¡Si ni siquiera hay que escribirlos con un grado elemental de corrección!, y, con corrección o sin ella, la rabia mal disimulada de algunos comentarios apunta hacia la pre-textualidad aludida. Ante uno de esos desafueros biliosos dijo un sicólogo: “La persona que lo escribió, sufre”.

Algunos autores logran mantenerse al día en el diálogo —pelea campal a veces, y no siempre elegante— con quienes comentan sus textos. Personalmente comparto la opción de quienes, en general, no participan en esas contiendas, salvo con notas imprescindibles para aclarar determinadas ideas, y, sobre todo, para rectificar algún error propio. No es que me proponga ignorar a los comentaristas, aunque también entre ellos —como en cualquier actividad humana— algunos pudiera haber ignorables.

Para el silencio me mueven otras razones: estimo que bastante me permito al suponer que mis escritos pueden merecer lectura, y asumo como una salida racional dejar tiempo y espacio a quienes se tomen el trabajo de comentarlos, ya lo hagan desde la simpatía o desde la discrepancia, o con una mezcla de ambas perspectivas, e incluso —ojalá que partiendo siempre de una verdadera lectura— con esa actitud que, en alusión a ciertos conocidos roedores, se define como de muerde-y-sopla, o, más a las claras, con rabia mal disimulada. En todo caso, la humildad bien llevada no debe ser privativa de los autores de los textos comentados, pero asomará por ahí algún comentarista que crea ser el único que medita y se sienta dueño del derecho de ordenarles a los autores meditar.

Aunque —reitérese— muchísimos comentarios son valiosos, lúcidos, en general creo más productivo, antes que dedicarse a pulsear con ellos, escribir otros textos que, además de expresar ideas que nos interesen defender, propicien el camino por donde se muevan a sus anchas quienes disfruten hacer sus comentarios o no puedan vivir sin hacerlos. Algunos hasta parecen disponer de todo el tiempo para esa tarea. Con la aspiración de decapitar autores, no faltará quien haya escrito el mismo o casi el mismo comentario, calzado con distintas firmas que no alcanzan a enmascararlo eficazmente. ¿Serán de veras tan apasionados? ¿Responderán a una vocación fatal? ¿Actuarán por encargo?

Párrafos anteriores conciernen a lo que se pudiera considerar una especie de hiperestesia izquierdista; pero ¿es esa la más frecuente en la actualidad? En materia de hiperestesias, el mayor y más entusiasta espacio parecen ocuparlo las de derecha. Para que a usted “se le perdone” —si tal perdón le interesara— oponer un roce crítico al capitalismo, deberá hacerles críticas todavía más severas a los afanes socialistas; y ni con ello esté seguro de que será perdonado. El avispero derechista de este mundo espera, y solamente admite con gusto, ataques demoledores contra todo cuanto huela a socialismo, o parezca tener ese olor.

A la derecha le molesta incluso que al socialismo se le hagan críticas desde dentro de él: porque así se demuestra que no es cierto que en el socialismo las críticas estén completamente prohibidas. Por favor, aunque no todo cabe en un texto, ni en varios, cuento con que no se me vaya a exigir que ahora insista en señalar deficiencias que la prensa ha padecido en contextos de afanes socialistas, a las cuales me he referido no pocas veces. Pero va y se me reclama que haga loas a la “objetiva” prensa capitalista, dominada por los mismos intereses que generan guerras genocidas y apabullamientos de pueblos, como el griego.

¡Pobres textos!, incapacitados para abarcar la realidad completamente; ¡pobrecitos autores!, que nunca podrán complacer a todos. Pero más lamentable resultan los textos y los autores que quieren quedar bien con Dios y con el Diablo. El mito de la imparcialidad es eso, un mito, cuando no una impura mentira. No es casual que el mismo poeta renovador, revolucionario, que lanzó este desafío: “¡Venid, tábanos fieros, / Venid, chacales!”, escribiera con la seguridad de la honradez: “Todo lo que han de decir lo sé, y me lo tengo contestado”.

De cada persona —ya sea autor de textos autónomos o de comentarios sobre esos textos— habla lo que ella escribe, más que de aquellos contra quienes lance sus textos, o sus dardos. El ejemplo de Agustín Pi no hay que convertirlo en dogma paralizante, pero su sentido del pudor, del decoro, sigue siendo una enseñanza respetable.

(Tomado del blog de Luis Toledo Sande)