En los primeros tiempos en el “hueco” de Miami, permanecimos alrededor de 6 meses totalmente solos en nuestras celdas, y sólo después de muchas controversias legales con los carceleros a través de nuestros abogados y de pedidos internos, es que logramos que nos pusieran de dos en dos. Claro, como somos cinco, uno siempre quedaba solo. La rotación de cuartos era cada tres semanas cuando teníamos nuevo compañero de cuarto. Cabe decir que no teníamos nada a nuestro alcance para pasar aquellos días interminables. Fue entonces que surgió la idea de crearnos nuestros propios medios para entretenernos. Entonces surgieron los tableros de parchís, ajedrez, y lo que yo jocosamente llamo "los dados de la discordia"...
Después de haber confeccionado los dados, cuyo ingeniero principal fue nuestro Gerardo, pues nos dimos a la tarea de distribuirlos para cada uno. Llegó entonces el momento de disfrutar de aquel "invento". Era casi como un ritual. Nos preparábamos diariamente después de almuerzo, si no hacíamos ejercicios ese día, como caminatas, planchas, abdominales… Y después de comida, con el entusiasmo de colegiales nos entregábamos a las jugadas de cubilete. Pueden imaginar nuestros rostros.
Después de muchas partidas, empezaban siempre los debates "interminables". Durante el día, mientras había luz, jugábamos encima de la cama, sobre la sabana, la cual con sus dobleces creaba una visión inclinada de los dados y allí se formaba entonces “la de "San Quintín".
"Si te fijas bien, mi dado está en una inclinación de 15 grados a favor de mi "K", me decía Gerardo.
Y yo decía: "por esa misma razón, entonces en 85 grados están a favor de mi "Q" y yo soy el que gano".
"No, no puede ser. Yo creo que tú necesitas espejuelos, ¡estás loco!", respondía mi hermano.
“Caramba, Gera, yo pensé que eras más honesto". ¿Para qué yo decía esto? Ahí mismo se formaba la contienda infinita.....
En la noche, cuando se apagaba la luz a las 10, corríamos buscando el único rayito que nos llegaba a través de la ranura estrecha de la ventana de la puerta, sobre el suelo. Allí era aún peor el debate pues con las sombras casi ni se veían las letras de los dados.
"Esa es una K inclinada...", decía Gerardo. "No, es una A firme”, respondía yo. "Pero, Ramón, -- contraatacaba Gerardo-- tú estás ciego de verdad". “Y tú bizco completamente remataba yo."
Al final de la noche, bien tarde muchas veces, nos íbamos a dormir entre carcajadas por la cantidad de boberías que nos habíamos estado diciendo.
En verdad tenemos que agradecer mucho a aquellos 'inventos', a los dados, por hacernos pasar aquel tiempo tan difícil de manera bastante entretenida y jocosa, donde mucho aprendimos también de la hermandad real y de la madera firme de los hombres.