Todavía

El sentimiento cabal hacia las madres no es la devoción, creo yo, sino la deuda. La devoción tiene algo sobreactuado y al mismo tiempo cobarde. La deuda, en cambio, es terrenal y punzante. Uno puede dejar de sentir devoción por cualquiera en cualquier momento, pero no puede dejar de sentirse en deuda hasta que no haga algo por pagarla, y si es una deuda de peso, un saldo estremecedor, tendrá que pagarlo con todo, con los aciertos, y con los errores también.

Si el beneficiario es un beneficiario de ley, como son por lo general las madres, sabrá valorar en su justa medida el pago con el éxito, eso que provoca satisfacción y orgullo, pero principalmente, un poco más en serio, con la extensa y avergonzante lista de pecados, los deslices predecibles y las intenciones malsanas. A mí no me caben dudas: la alianza definitiva entre las madres y los hijos se forja únicamente en la derrota.

En ese ideal se basa todo lo que le pedimos al resto de las personas. En la incondicionalidad –el hombre es un ser desvalido- se forja lo que le pedimos a los amigos, a los padres, a los hermanos o a los mentores. Yo nunca he logrado estar en paz con mis cercanos, al contrario, siempre estoy a prueba, en bancarrota, como si todo el tiempo tuviese que estar pagando las contribuciones de su amor.

Mi relación con la vieja es incluso más larga que yo. Empieza antes de mi memoria. Mi madre y yo vivimos solos durante una extraña temporada, pero luego, ya lejos del mar, mi madre salió de madrugada conmigo, a caminar durante años por las calles vacías del pueblo, para aliviarme el asma severa, y más tarde, curado, me escapé y mi madre me estampó en el cuerpo un par de cintarazos, porque las cosas son como son, y la vieja es como es.

Salí mal en las pruebas y me peló al rape. Me defendió de esto y de aquello y llegado el momento no se dejó ver, para mirar entonces si como ella me había enseñado era como yo me defendía. Cuando me bequé, apenas volví a la casa, no me interesaba, y si volvía me encerraba a leer como un recluso.

Durante muchos años me importó bastante poco la familia. Pero debemos anotar aquí, para los hijos bonachones y falderos, que digo asombro donde otros dicen costumbre. Mi madre no supo qué hacer con mi ausencia. Me sacó a conversar, me observó lánguidamente, tramo a tramo, como un pedazo de sí que le sería imposible retener, y en mí comenzó, dolorosamente, de un dolor abismal y obtuso, y desde una caldera desconocida, lo que hoy ya resulta una certeza: que estaba empezando a ser un poco el padre de la vieja.

Ahora, con veintidós o veintitrés años, ha comenzado un retorno, pero cualquiera sospecha que es el retorno previo a la despedida. Todo lo que mi madre ama en mí, así como todo lo que yo amo en ella, está revestido por la capa del triunfo, pero lo que nos une son los mutuos desamparos. Mi madre tiene un miedo atroz a que yo no sepa, de un modo total, que ella es mi madre. Mis temores, en cambio, que son muchos, no los sé, ni los sabré nunca, porque mis temores son propiedad suya.

Todo esto no lo he aprendido con los años, sino de repente, en la retención atormentada de una imagen. Luego de una sucesión de enfermedades, mi madre ha terminado cayéndose al suelo, una vez y otra, siempre con más frecuencia. Pero hay, entre todas, una caída puntual.

Yo en el cuarto, frente al espejo, no mirándome, sino mirando el mundo a través de mi cara, y de golpe –de golpe quiere decir de golpe- un bulto seco que colapsa. Si algo tan inaprensible empieza a ceder, uno cree que eso es todo y todo lo estremece a uno. El taladro en la acera, el murmullo de los cables eléctricos, las largas resonancias de los cláxones, el búcaro que rueda. Los sentidos se aguzan por sí solos hacia esas revelaciones portentosas. Una madre en el suelo es todos los ruidos a la vez.

Su cara había caído contra el lavamanos, había rebotado y luego se había deslizado suave, como un jabón en el puño del agua. Un hilillo fino bajaba de la frente y le corría por el cachete, y luego ese arroyo púrpura y dócil desembocaba en un charco oscuro y acuoso, el pozo profundo debajo de la faz inconsciente de mi madre.

Corrí y la cargué (nunca nada ha pesado tanto), y tuve tiempo para ver cómo su sangre manchaba levemente, casi con pena, el hombro de mi pulóver, cómo el agua de la llave le corría por su cara noqueada -su cara noqueada por esa enfermedad degenerativa que hay en la condición misma de los años-, y cómo el hueco del lavamanos se lo tragaba todo, cómo succionaba y absorbía tantas cosas, mi mano lavando la frente rota de mi madre, las manchas del borde, el pasado, la luz opalescente de la tarde.

Soy otra persona desde ese día. Pero mi madre ha sido otra persona muchas veces, desde hace muchos años, desde la época en que yo me ahogaba del asma y ella salía conmigo encima, mi madre muerta de flaca, midiendo uno setenta y con poco más de cien libras, caminado el pueblo de arriba abajo contándome no sé cuáles historias, que para peor olvidé.

Yo voy a partir, porque siempre hay un viaje que hacer, y si llego van a estar todos, incluso los que no son amigos, ni padres, ni hermanos, ni mentores. Pero si no llego, si salgo derrotado, como por norma sucede, voy a volver ahí, donde no hay nadie, ni amigos, ni padres, ni hermanos, ni mentores, voy a volver al regazo de la vieja, y la vieja me va a curar las heridas, solícita, su mano ligera pero rotunda, yendo y viniendo de un modo que no acabo de comprender, y su boca diciendo, sin reproches, más bien como un elogio, “pero cómo has tardado, hijo”, y divisará en mí algo inaprensible que necesita ser cuidado y que todavía (dirá “todavía” donde hay que decir “ya”) no se puede valer. Entonces yo sabré que la deuda que tengo con mi madre es impagable, porque tiene la misma edad de su mirada.

(Tomado de OnCuba)