Mi gentil profesora de inglés

Mi tícher de inglés es pura elegancia, y a mí se me han venido abajo los conceptos.

Yo entiendo a la gente que de modo enfermizo anda en busca del título de oro. Puedo entender incluso a los que no se conforman con una nota media y exigen sus puntos y piden de favor y luego gesticulan, exaltados y sin término, hasta que desembocan en el más extravagante de los paroxismos.

Yo los he visto. Pero no puedo creerles. Porque la universidad me parece un simulacro. Un lugar donde uno puede jugarse o donde uno puede aparentar que se juega la vida, pero donde nada es definitivo. Nada académico es tan determinante.

Las notas no lo son. Los profesores no lo son. Las clases no lo son. Los libros de textos no lo son (el mejor libro de la universidad es la literatura que uno pueda agenciarse y degustar a escondidas, mientras el resto se debate entre la pertinencia de los primeros planos y la semiótica aplicada en los géneros contemporáneos).

La universidad, por suerte, no es todavía cosa seria, y no debiera tomarse como tal, aunque casi todos los profesores, y casi todos los alumnos, piensen lo contrario. Y en consecuencia, actúen. Esto es: no faltar. No exasperarse. No infringir ciertas reglas. No permitirse algunos riesgos, por gratuitos e inconcebibles que estos sean.

Un profesor debiera aclarar siempre que todo lo que dice es mentira, y que, por consiguiente, el objetivo de los alumnos sería demostrarlo. Si el profesor no aclaró nunca la fragilidad de sus palabras, la evidente inexactitud de su discurso, los alumnos debieran darlo por sentado, y, por tanto, discutirle a toda costa, enemistarse. Un buen profesor es siempre un enemigo.

Pero esa actitud tiene su precio. Hay que leer de madrugada. La mejor universidad, nadie lo dude, es la noche. Todo lo que se aprende en la noche, es lo que luego se aplicará en la vida. Todo lo que vale la pena, es cuestión de desvelo y de silencio. El resto: convención social.

Incluido el inglés. Que me tiene colgando de un hilo. Lo he intentado como un fool on the hill, le he plantado cara, pero me cuesta.

Si me pongo a pensar, mi relación con el inglés no es nueva. Pues yo, aunque haya coqueteado con la locura, salí ileso y mejorado del servicio militar justamente porque escuchaba a Los Van Van. Pero sobre todo a Los Beatles.

La banda de Liverpool, para el que no lo sabe, acelera el tiempo y hace confortable la soledad terrible de una posta de guardia. Nunca, eso sí, me dio por averiguar qué me estaban diciendo, con estricta literalidad, Lennon y McCartney. Y ahora lo estoy pagando.

Lo que me costó años de esfuerzo -legitimar un prestigio, perfilar un personaje- se me vino a derrumbar a estas alturas, a punto casi de concluir la universidad.

Serían las ocho de la mañana de, pongamos, el 13 de septiembre de 2011, cuando la tícher de inglés, una morena implacable, casi mítica, con fama de generosa y de intransigente y poseedora de una bufanda violeta y de unos altos botines negros, bajó de su Peugeot moderno, así, en cámara lenta, un pie primero, el otro después, y yo, que ya me creía a la vuelta de todo, temblé en la reja, a la entrada de la viña (la viña es la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana), y luego salí corriendo y busqué una silla y la llevé hasta la última esquina del aula y me senté en ella y por espacio de tres meses no me levanté más.

Ya no falto, ya no llego tarde. No me hago el incómodo, el filósofo. La tícher me cae bien, pero el inglés no.

Me cae mal el pasado perfecto continuado, y la condicional de tipo tres, y casi toda la gramática anglosajona. Aunque algún día lograré entenderla. Si no -promesa hecha en la madrugada-, estaría obligado a quitarme el nombre, y Charly me gusta demasiado.

La tícher, en cambio, no es como el idioma. Es generosa con la gente bruta. Llega y reparte candies y hay que ver la que se arma en dos segundos. Todo el mundo quiere. La gente delira. Se disputan el sabor: la fresa, el coco. Son unos glotones. Graciosos e ingenuos, pero ávidos de dulces y, también, por qué no, de aprobar el semestre a como sea. ¡Oh, gracias, tícher!, rezan a coro su plegaria, deslumbrados y menesterosos, como si el caramelo fuera pan y el chocolate, vino.

Hasta que un día me veo lanzado hacia el centro de la clase. Yo, que siempre he navegado en las aguas atemporales de los que no destacan por nada en especial, de los que no van ni a la Alianza francesa, soy de repente el destino de todas las miradas, y con sabor a orange en la boca le digo tícher, repita la oración, porque no entendí. Y ella, condescendiente con los que están in the sky with diamonds, me pregunta: The last one, Charly? Y yo, temeroso, en plena sesión de LSD, le digo no, profe, the last one no, la última. No entendí la última oración.

He descubierto, en las clases de los martes, que no me las conozco todas. Que no conozco absolutamente nada. Lo cual, con veintiún años, ya era hora de que lo fuera sabiendo. El inglés, además de inglés, puede ser aritmética, y lógica, y resistencia cultural. Algo ininteligible y fugaz. Pero el idioma, lo que se dice idioma, yo lo aprendo. A la larga lo aprendo. Porque es una cuestión de honor leer a Whitman, pasada las tres de la mañana. O eso me parece a mí. Y a otra cosa, señores... buterflay.