Matanzas

Puente de la Concordia, en la ciudad de Matanzas.

Mi padre, que ya rebasa los cincuenta y todo lo que dicha edad implica, puede caminar por los barrios de Matanzas con los ojos cerrados y saber por el olor dónde se encuentra. Dice que sus patios son únicos y que la humedad de las paredes da ganas de llorar. O que la humedad de las paredes le da ganas de llorar. Porque en ningún caso pudiera asegurarse que su sentimiento es, digamos, un sentimiento, o un retazo, o una fabulación colectiva.

A mí sus palabras me parecen justas, y más justo me parece su rostro, pero ni sus palabras ni su rostro me son particularmente conmovedores. Como literatura o como congoja que intenta plantearle duelo o, quizás, reconciliarse con la nostalgia, me parece bien. Pero no más. Un recurso, un modo decente de hilvanar ideas, lamentablemente minúscula cosa, porque ahora, si fuéramos a hablar de Matanzas, y para expresarlo de una manera hermosa, de una manera que todo el mundo entienda, de una manera poco complicada... ahora, repito, si fuéramos a hablar de Matanzas, diría que prefiero la bahía donde terminan los barcos, el cementerio donde terminan los hombres, y la mujer donde termino yo.

Demasiados recuerdos como para que puedan mantenerse a salvo, como para que las sórdidas arenas del tiempo, perdonen la obviedad de la frase, no terminen engulléndolos, tragándoselos, asumiéndolos con demoledora paciencia.

Yo no creía mucho en el tiempo. O sea, no creía demasiado ni en el tiempo ni en la historia. Creía más en el espacio, en la geografía. Y no creía para nada en Virgilio, ni en Ovidio, ni en Horacio. Pero quién puede creer en esa gente, me digo. Y no solo eso, porque yo -a falta de otra cosa simple cubano-, en un momento dado, en una etapa feliz o virginal de mi existencia no creía en algo tan fulgente como Martí. Me dejaba obstruir por los malos intermediarios. Me dejaba obstruir no por su luz, (en el supuesto de que los hombres emitan luz, cuestión aún por probarse) sino por esos asteroides pródigos e inservibles que gravitan con cada estallido, con cada descarga de la historia.

Algunos, me temo, se preguntarán qué quiero decir. O quizás no se lo pregunten, quizás solo miren al techo o reanuden otras labores o apaguen la luz como susurrando, qué barbaridad está expresando este hombre, madre santa, y otro, mejor escucho a Fernando Álvarez, mejor escucho a Vicentico Valdés, mejor escucho a Rolando la Serie, muertos ilustres todos, boleristas que Dios los tenga en la mismísima gloria, y otro, a qué viene, justo ahora, tamaño enredo y tamañas vueltas que no llevan a ningún lugar y si llevan a alguno es de seguro a un sitio inhóspito del que se hace imposible regresar, o al menos regresar sin consecuencias, volver la espalda sin sentir que a cada paso, o en cada esquina, por detestable, provinciana o cosmopolita que sea, uno va dejando algo, un no sé qué aciago, algo que nos lleva a pensar lo siguiente: es mejor cultivar el jardín y no salir a buscar y dejar que las cosas vengan y si no vienen entonces traerlas, pero nunca salir a buscar, nunca entregarse al azar tan graciosamente, tan de nada, tan de porque sí.

Pero, lo juro, no se trata de eso, se trata, explico, de que yo no creía en Martí porque no tenía la más mínima prueba de que Martí hubiera existido. Ni de que yo fuera cubano, o latinoamericano, o de alguna región específica. Así de fácil. Y no es que eso haya cambiado, porque no ha cambiado, sino que a la larga tampoco tenía la más mínima prueba de que Matanzas, una ciudad sabia y perentoria, con algunos seres y calles y barrios también sabios y perentorios, y que con el transcurso de unos cuantos siglos se hundirá en el más justo de los olvidos, fuera real.

Entonces, si ni las cosas del tiempo ni las cosas del espacio dan fe de nada, y si las cosas del espacio poco a poco van formando parte de las cosas del tiempo (a eso se le llama nostalgia, o saudade, para los portugueses), lo mejor es ir creyendo en el pasado, ir creyendo en la historia, ir creyendo en lo que nos van contando. Con un ojo abierto, ¿estamos? Haciéndonos los dormidos pero sin dormirnos. Haciendo como que estamos en la luna, pero sabiendo que estamos en la tierra. Haciendo como que entendemos pero comprendiendo que nunca se entiende nada.

Y esa fue la razón principal porque la que yo terminé creyendo en Martí, y fue también la razón principal por la que algunas noches, en algunos arranques de pureza o en algunos despegues de ingravidez, terminé, digamos, amando Matanzas, nada, eso sí, nada que durara varias horas, ni siquiera varios minutos, más bien unos pocos segundos, debilidades que apenas entrevistas me encargaba de tragar, de consumir, o en situaciones extremas de incinerar. Y esto porque lo natural y lo atinado es amar el futuro, y porque en mi fuero interno yo tenía la impresión de que Martí, Matanzas y el pasado, para el caso la misma cosa, venían siendo una impostura, algo netamente inadmisible, monstruos demasiado perfectos como para ser ciertos, destellos demasiado luminosos o demasiado difusos como para que alguien los mereciera.

Martí, por así decirlo, es, ante todo, una amistad funesta. Matanzas también es una amistad funesta. Vaguísimas estampas de vaguísimos lugares. Hay un punto exacto donde lo que vemos no es lo que se debe ver, es decir, lo que deben ver nuestros ojos, y se ve o se percibe lo que quisiéramos que fuera, lo que tiene de eterno o de inmutable cada cosa. Que a la larga es lo que es, pero que solo con mucho esfuerzo resulta apenas perceptible. Digamos: una astilla al trasluz, una partícula en fuga.

Lo que yo recuerdo no es ya la bahía, recortada en el horizonte, fuera de toda perspectiva, como el óleo caótico de un principiante. No es ni siquiera la feroz intensidad del azul, ni siquiera los buques o las olas o el infinito. Lo que yo recuerdo del mar es lo que recuerdo del cementerio -no sus tumbas desnudas, las lápidas erguidas y solemnes a merced de la luna-, y es también lo que recuerdo de aquella lejana adolescente -no su nariz ni sus ojos, no su cabello, que supongo negro, y lacio, y triste, un cabello triste, sí, un cabello que se enredaba en la lujuria, que hablaba hasta las altas horas con lo que subía de la tierra y que con ello ganaba en soltura, en inmensidad, y que ganaba para sí todo lo que se escapaba de la noche.

Lo que yo recuerdo de Matanzas, que es, dicho está, lo que quisiera recordar, tiene un único origen. Y es una sola imagen. Nada. Absolutamente nada. O quizás sí. Quizás recuerde el cementerio, que es un buen recuerdo, el único recuerdo válido, el único recuerdo que es futuro y abismo y a la vez es acogedor y a la vez, por si fuera poco, es temor y es certeza. El San Carlos: un camposanto parecido a pocas cosas. Parecido, quizás, a la leyenda o al retrato o al retrato de la leyenda o a la leyenda del retrato de un emperador asiático (un retrato  que es como un espejo y una leyenda que por consiguiente es también como un espejo). Y parecido, con seguridad, a otros cementerios.

En una de sus tumbas, más específicamente en la de Luz Noriega, besé a aquella muchacha, de temblorosas y frías caderas, pero ya he olvidado, también, el frío, el temblor y el beso. Antes creía que un beso era cosa de espacio, pero ahora sé que, como todo, un beso es cosa de tiempo, y que la muerte tiene los labios que queramos darle.

La mía, por ejemplo, tiene labios comunes, labios consumidos por bocas de peces y de moluscos, pero siempre labios sin pintar. Labios que digan, sin decir, lo que todos necesitan saber. Que en una bahía se puede reposar tranquilamente, que es posible besar un cementerio, y que en las entrepiernas de las mujeres se esconde el único puerto que incluso entregado a la calma pudiera ser naufragio. Solo hay que soltar la tabla. Soltar la tabla a través del salitre y dejarse llevar.