Lisandro Otero, Premio Nacional de Literatura
Hace algunos años visité el campamento de Buchenwald, cerca de la ciudad de Weimar. Los arriates en las veredas estaban florecidos: no era así como imaginaba el camino hacia el Infierno. Desde lo alto de las colinas de Ettersberg pude escuchar voces solemnes, mayestáticas y luctuosas de un coro que trasmitía su severidad y su grandeza: un Requiem por los caídos en el antiguo centro de exterminio nazi. Ascendí los escalones de pórfido rojo que simbolizaban la sangre vertida. Ingresé al monumento de las siete estelas erigido en honor a la resistencia de los reclusos frente a sus verdugos: conmemorativo del espíritu indomable demostrado ante el opresor. Deambulé por la Avenida de las Naciones, vi las inmensas fosas comunes donde habían sido sepultadas las cincuenta y seis mil víctimas del campo. Caminé por los pasillos desolados, por cavernas sombrías donde increíblemente habían vivido seres humanos.
Condujeron a los judíos como ganado en vagones de ferrocarril, los hicieron descender en la noche, les ordenaron desnudarse y atar los cordones de ambos zapatos para que no se deshicieran los pares. Las muchachas fueron trasquiladas como borregos y sus cabelleras se embolsaron para relleno de cojines. Me condujeron a los baños donde entregaban una toalla y un jabón para evitar sospechas y detrás de cada ducha una aspillera oculta permitía emerger el cañón de una pistola que ejecutaba al desprevenido bañista. Una cortina de tiras de cuero impedía advertir las perforaciones en la pared de enfrente. Después de retirar el cadáver dejaban correr el agua para disolver la sangre. Los hornos crematorios empolvados, inactivos, con sus toscas parihuelas y sus mohosos herrajes que abrían las puertas de hierro del incinerador, poseían el aura perversa de una fábrica abandonada. El museo tenía el aspecto de un malvado almacén con su acumulación impersonal de desechos: lentes, prótesis, cúmulos de cabelleras de diversas gamas, repugnantes muestras de jabón fabricado con sebo de judíos, sin que faltara una pantalla de lámpara, color pergamino, realizada con piel humana.
En las cámaras de gas las paredes estaban recubiertas de azulejos. Desde los techos con espitas había descendido el letal gas Zyklon-B, generado por los cristales color de amatista del cianuro. Con la música alborozada de operetas de Lehar y Strauss, difundidas por altavoces que amortiguaban apenas los antiguos himnos sagrados entonados por los prisioneros, los llevaban a lo que parecía ser un baño higiénico y se tornaba en una mortífera niebla que les provocaba asfixia y estertores mientras los oficiales observaban a través de ventanillas el espanto de los condenados; escuchaban, a pesar del hermetismo, los alaridos de desesperación de mujeres y niños sometidos al exterminio. Cuando los extractores habían evacuado el gas, aparecían los cadáveres amontonados, cubiertos de excrementos, sudor y orines, exterminados mientras se desgarraban entre sí intentando salir (las familias eran reconocibles porque se abrazaban o se estrechaban las manos). Les abrían las bocas yertas, olorosas a flores de durazno, a almendras amargas, y con tenazas les arrancaban los dientes de oro. Seis millones de judíos fueron aniquilados así en los campos de exterminio nazis bajo las órdenes de Adolfo Hitler.
Auschwitz, no es el único nombre de la ignominia, también existieron Treblinka, Dachau, Ravensbruck, Mathausen y tantos otros. El mundo conoció, con perplejidad, la brutal "solución final" al llamado "problema judío", supo de la irracionalidad del nacional socialismo alemán, de la inspiración neurótica de un caudillo que pretendió fundar un estado germánico que duraría mil años.
Ha transcurrido más de medio siglo y el actual dirigente de aquél pueblo martirizado repite ahora los mismos procedimientos homicidas contra los palestinos. Ariel Sharon quedará en la historia como un émulo de Adolfo Hitler. Ha sido inductor de la atroz masacre cometida en los campamentos de refugiados de Sabra y Shatila, en 1982, en la cual se asesinaron a mujeres y niños por igual. Una comisión investigadora israelí lo halló culpable y lo obligó a renunciar a su cargo de Ministro de Defensa.
Si no bastara esa repugnante masacre, si no fuera suficiente su bravucón desafío de matón internacional en la plaza de las mezquitas, si no bastara el martirio de Ramala, el asalto impetuoso de centenares de tanques contra Nablus y su masacre de la población de aquella ciudad bastarían para declararlo culpable de espantosas violaciones contra los derechos humanos y ejecutor de repugnantes crímenes contra la humanidad su actual política de exterminio de los palestinos.
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