¿Cómo murió Quintín Bandera?

Quintín Bandera fue un patriota cubano, famoso por sus cargas al machete.

El presidente Tomás Estrada Palma se negó a que le entregaran el cadáver a la viuda y cuidó muy bien de que no se le rindieran honores. Lo trasladaron al cementerio en el carro de la lechuza, que se destinaba a los pobres de solemnidad, y sobre su tumba, abierta en la tierra, no se pudo colocar su nombre. La orden del asesinato del general de división José Quintino Bandera Betancourt —Quintín— salió del propio Palacio Presidencial.

Corría el mes de agosto de 1906 cuando los liberales se alzaron contra el gobierno de don Tomás. El glorioso mambí tenía entonces 73 años de edad y a su casa de la calle Esperanza entre Suárez y Factoría, en La Habana, fue a buscarlo el comandante Desiderio Piloto, uno de sus ayudantes en la manigua.

No lo pensó dos veces. Caminó hasta el café Marte y Belona, en Monte y Ángeles, para beber una copita de ginebra y desde allí, en coche, partió a la guerra, la llamada Guerrita de Agosto.

Participó en el asalto del tren Habana-Guanajay y en requisas de armas y víveres en las zonas de El Cano, Wajay y Arroyo Arenas, y al considerar fracasada la revuelta procuró un salvoconducto que le permitiera volver con la familia o salir de la Isla. Aguardaba por el documento cuando una partida de la Guardia Rural, mandada por Ignacio Delgado, a quien Bandera ascendió a Capitán durante la Guerra del 95, le dio caza en la finca de Manuel Silveira, en Arroyo Arenas. Fue horriblemente macheteado.

Tras combatir en Arroyo Arenas, Quintín acampó en las inmediaciones de la laguna de Ariguanabo. Su campamento fue dispersado por la Guardia Rural y el General, a fin de no ser apresado, se tiró al agua y permaneció en ella hasta la retirada del enemigo. Decidió entonces separarse de sus ayudantes de siempre, Piloto y Evaristo Estenoz, y en compañía de cuatro hombres buscó la finca de Manuel Silveira.

Este simpatizaba con los liberales, pero el encargado de su predio no mostró entusiasmo alguno con la presencia de los sublevados. Dijo el encargado que iría a La Habana y Quintín, desoyendo a sus acompañantes que le recomendaron que no lo dejara salir, le confió una carta en la que pedía a Silveira que le gestionara el salvoconducto.

Silveira llevó la carta a Palacio, pero don Tomás, deseoso del escarmiento, ordenó que se copara al viejo mambí. El encargado de la finca condujo a las tropas.

Quintín vio acercarse a los soldados y pensó que le traían el salvoconducto. Sus acompañantes pensaban de otra manera. Desconfiados, buscaron refugio donde pudieron; dos debajo del piso de la casa de vivienda y los otros en unos matorrales cercanos. La avanzada de la Guardia Rural se aproximó al General y quedó paralizada ante su figura venerable. Dijo Quintín, sonriente:

-¡Muchachos, esto se acabó! Yo sabía que ustedes venían a buscarme con el papel del Gobierno. ¡Yo tengo muchos amigos!

En eso se acercó el capitán Delgado e increpó a sus hombres por no haber cumplido las órdenes que llevaban. Cuando los rurales sacaron sus armas Quintín Bandera comprendió que sus minutos estaban contados.
-¿Van a matarme así? —preguntó.

Sonó un tiro y el General se desplomó. Entonces lo machetearon. De un solo tajo le arrancaron de raíz la oreja izquierda. Igual suerte tuvieron los hombres que permanecían escondidos en la vivienda.

El propio día de los hechos aseguraba el periódico La Lucha:
“Llegó el capitán Delgado conduciendo el cadáver de Quintín Bandera. En Palacio ha causado un magnífico efecto dicha noticia…”

Diría el general Enrique Loynaz del Castillo, otro de los sublevados de agosto, que, al saberse de la muerte de Quintín, personeros del gobierno comentaron: Ese no pasa más trochas.

Solo un carruaje siguió al carro de la lechuza en su recorrido hasta el cementerio de Colón. Lo ocupaba la viuda de Quintín.
-Vuelva pasado mañana. Tendré algo para usted –dijo a la viuda el padre Felipe Augusto Caballero, capellán de la necrópolis.

Cuando la señora acudió a la cita, el sacerdote la condujo al lugar donde inhumaron al guerrero. En su tumba se había colocado una cruz con esta inscripción: E. P. D. Felipe Augusto Caballero. Evitaba así el capellán que los restos de Bandera fueran profanados o se perdieran para siempre.