Multiplicar los panes y los peces en tiempos de coronavirus

Carlos Lazo junto a una de las cubanas que contribuyó a su crianza. Foto: Perfil en Facebook de Carlos Lazo.

¿Desearle mal a mi gente en Cuba? ¡Ni muerto! Y menos ahora. Ni a ellos, ni a ningún cubano en el mundo, ni a nadie. ¡Qué irónica es la vida! El coronavirus haciendo estragos y aislando a la gente—¡cuidado con el contagio! — y yo recordando el pasado, retrocediendo cuatro décadas.

Cuando yo tenía 15 años en La Habana, a veces me sentía aislado, como la gente cuando tiene coronavirus. Corría el año 1980 y Cuba atravesaba uno de aquellos períodos de crisis económicas y migratorias (¡y cuándo no!). Mi familia, como tantos en la Isla, no escapó a los avatares de la época. En aquellos días, mi madre y mi hermano, con quienes yo vivía, abandonaron el país. Y así fue como, siendo yo todavía un adolescente, me quedé solo en la Habana. Mi padre, que vivía en el barrio de Buena Vista, me ayudaba económicamente. Pero “la familia” que estuvo a mi lado en aquel período de mi vida, fueron mis vecinos.

Algunos de ellos ya murieron o son viejitos, otros viven en Cuba o se fueron. Pero sus rostros de amor han resistido intactos el desgaste del paso del tiempo. Ellos fueron, ¡son mis seres queridos! Olguita, Luisa y Olegario; Delfina, Engracia, Aida y Esperanza, madres de mis amiguitos que siempre acomodaban otra silla en la mesa a la hora de la comida. ¡Gente de pueblo que me recibió en cada barrio o solar al que me llevaran mis extraviados pasos! “Muchacho vas a tener que traer tu cuota de la bodega” me decía Aleida al mediodía, cuando su hijo y yo llegábamos del preuniversitario.

Aquellas personas maravillosas multiplicaban los panes y los peces, pero también, cuando me descarriaba (en la escuela o en la vida), me ofrecían un dulce regaño y un hombro solidario donde llorar mis penas.

Recuerdo a aquella anciana de piel oscura como la noche que vivía puerta con puerta—“¿dónde andabas metido mi negrito?” me decía— y aquel “mi negrito” a mí me sabía a chocolate. En ese momento yo hubiera dado lo que fuera por oscurecer mi piel para ajustarla a aquel apodo preñado de ternura.

Y Aida, negra también, que me llevó al policlínico cuando me dio culebrilla; “¿es su hijo?” dijo la doctora, “sí, pero a este lo parí de noche” respondió ella—desde entonces siempre me he preguntado cómo es que lo oscuro lleva tanta luz—. ¿Y cuando salí de la prisión y terminé de zapatero clandestino en casa de los Justinani? El viejo Justi jamás me dijo “gustas” a la hora de almorzar, pero yo sabía que había un plato para mí en su mesa.

Los blancos y los negros, las mujeres y los hombres, todos me nutrieron con un arroz con frijoles mágico (sin olvidar las muchas pesetas que me dieron, cuando la libra de pan valía quince quilos). Aquella gente tenía la virtud de dar con amor lo poco que tenían y de convertirlo en mucho. Pero la verdad es que no solo me dieron alimento y consejo. Los valores que sembraron en mí, las cosas entrañables que me transmitieron me hicieron ser lo que soy. Bueno, malo o regular; todo se lo debo aquellos que me amaron como a un hijo.

Carlos Lazo junto a una de sus grandes amigas cubanas. Foto: Perfil en Facebook del autor.

Después, emigré a los Estados Unidos y aquí he vivido la segunda mitad de mi vida. Pero lo que aquella gente puso en mí me ha acompañado siempre. ¿Se imaginaría ese pueblo, cuando me daba tanto, que ellos serían parte inseparable de cada uno de mis días?

Donde quiera que he estado, en las malas y en las buenas, sus rostros me vigilan, como si auscultaran cada latido de mi corazón, como si ellos fueran tiernos fantasmas de cada uno de mis pasos. Nunca me pidieron nada a cambio, pero yo sé lo mucho que les debo. Incluso estuvieron a mi vera cuando me tocó salvar vidas y dar consuelo en la guerra. El “ashé” de Margot, mi amiga y confidente, nos abrió los caminos a mí y a aquellos soldados rubios. Hablando de Margot, murió el año pasado en la Habana (cáncer). Cuando su hija me llamo— “Carli, mami está muy mal y quiere verte”—corrí a su lado para decirle adiós y para llevarle un turroncito, sé que le gustaba. Pero ya no se lo pudo comer.

Por eso ahora, con todo este revuelo de la pandemia me pregunto ¿Cómo podría yo desearles mal a aquella gente? ¿Cómo aprovechar la plaga para aumentar sus penurias? ¿Cómo voy a cerrarles los envíos o abogar por medidas que hagan más difíciles sus vidas? ¿Cómo difamar de ellos, insultarlos, ofenderlos?

Mis vecinos y sus hijos todavía ofrecen lo poco que tienen bondadosamente por el mundo; como mismo hicieron conmigo; siempre empeñados en multiplicar los panes y los peces ¿Bloquearlos más? ¿Agravar sus penurias? ¿cortarles el agua y la luz y dejarlos solos con el coronavirus? ¡Qué me coja yo! ¡Primero muerto!

Foto: Perfil en Facebook de Carlos Lazo.